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miércoles, 8 de marzo de 2017

AURORA





 Seguramente ella no se hubiera sentido  identificada con un día como este. Era una mujer de  otro tiempo. No era una mujer trabajadora, sólo era, lo que se llamaba y se llama, ama de casa. Eso sí, no podía decirse que fuera una mujer desocupada, ocupaba los minutos de principio a fin, no se paraba a pensar si esto tenía que hacerlo o no, sencillamente lo hacía. Desde que se levantaba por la mañana siempre había alguna tarea que hacer en la casa. Era una de esas mujeres que consideraban qué estando bien ellas carecía de sentido que otras personas hicieran las cosas  por ella, y mucho menos los hombres de la casa. Y ella nunca estaba mal. Su hijo pequeño sólo la recuerda en cama una vez, tuvo que ser una neumonía la que la llevará hasta allá. En su perfil laboral no reconocido se encontraban los papeles de esposa fiel, madre abnegada, abuela solícita e hija (hijastra) cumplidora de su papel de hembra más allá de los machos que con más razón pudieran, al menos, compartir con ella esa labor. Era mujer y  vivió intensamente el papel que aquella sociedad le  adjudicaba, pero su forma de ser siempre buscó los espacios en los que poder salirse y  dar vía libre a su  personalidad. No fue al colegio, no tenía mucho sentido malgastar ese tiempo en algo que a una mujer le era inútil. Su destino ya estaba fijado: ama de casa. No fue al colegio pero eso no le impidió ser el alma cultural de la casa, la que contaba cuentos,  la que cantaba coplas, la que leía libros, la que tenía interés y curiosidad por todo; es por eso por lo que sus hijos mamaron todo aquello más allá  de la leche materna. Su madre murió al poco de  nacer ella. Entonces la maternidad  no era fácil.  El padre hizo lo que entonces era habitual, casarse con la cuñada, era necesaria una mujer que se hiciera cargo de las criaturas, las que ya había y otro que llegaría. Por eso, llegado el momento, ella, única mujer, fue la que se hizo cargo de la “madre”, también cuando se le rompió la cadera y estuvo condenada a guardar cama durante años hasta su muerte. Años en los que perdió la cabeza y  generó una absoluta dependencia entre madre e hija. Nadie se cuestionó por qué razón ella estaba obligada a asumir ese  papel. Era absurdo cuestionárselo, ella  era la mujer. Esa pregunta la guardaba para ella y solo, a veces, cedía en casa al desahogo. Disfrutó  de su papel de abuela y ejerció es de segunda mano siempre que fue necesario, y lo fue con frecuencia. La presencia en casa de los nietos le daba vida aunque físicamente descansara cuando se iban. En aquellos años el hombre era el cabeza de familia oficial, la mujer se encontraba relegada a un segundo plano. Qué sinsentido, aquella familia no hubiera sido nada sin ella, fue su corazón y su cabeza aunque la ley en aquellos años no lo reconociera así. Ese ser corazón y cabeza, manos y pies, cocinera y limpiadora, el orden y el desorden, madre, esposa, hija y abuela, cada hora y cada minuto le pasó factura, murió relativamente joven, su cuerpo no pudo más, su cerebro fue careciendo en poco tiempo del riego sanguíneo necesario. Hoy, 8 de marzo, día internacional de la mujer, un varón la recuerda, su hijo pequeño. No se trata de idealizar a nadie, tampoco  ella fue perfecta, pero su hijo no sería el que es sin ella, no sólo porque le dio a luz sino por todo lo que lleva de ella. Las personas mueren pero, en gran medida, van quedando en nosotros. Sus moléculas vuelven a dar a luz en nuestro interior, también Aurora, mi madre.

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