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miércoles, 27 de julio de 2011

LA LOCURA DE ULISES

Ulises cabalgaba a lomos de una historia que le hacía grande.

Penélope tejía sueños en la noche para recibirle.

Ulises, el grande, navegaba entre temporales en busca de Ítaca. La isla donde crecen los sueños. Cabalgaba a lomos del cíclope. Dueño y señor de las bestias.

Y uno de sus sueños decía así:

Ulises no fue capaz de cumplir el mandato de Atenea de parar el derramamiento de sangre y en su fuero interno seguía persiguiendo a sus enemigos cual un águila de alto vuelo. La cólera de Poseidón continuaba persiguiéndole sin descanso aún en los brazos de Penélope. La maldición de Polifemo azotaba su espíritu. Había alcanzado su Ítaca pero la espada permanecía agitándose en su corazón. Los enemigos acechaban aun en el momento del placer y él los buscaba para alcanzarlo. El largo viaje había marcado cicatrices en su interior de las que no era capaz de desembarazarse. Y la guerra y la ansiedad se convirtieron en sus perpetuos compañeros de viaje. Y el dolor se vestía de placer para hacerse soportable; y el placer se vestía de dolor para alcanzar los cielos.

En las noches de zozobra buscaba el recuerdo de Penélope para excitarse, pero junto a ese recuerdo le fue asaltando la duda. Dónde estaría Penélope. Con quién. Qué estaría haciendo. Y fue poniendo entre el oleaje formas, lugares y nombres a esas preguntas; y la duda también se convirtió en excitación; y las historias en su propio caballo de Troya que ya nunca le abandonó. Y a ese caballo para él se le puso nombre: Antínoo.

Yacía junto a Penélope. Ella recostaba su cabeza sobre el pecho de él. Él peinaba sus cabellos con su mano izquierda y con su derecha recorría el contorno de su cuerpo. Besaba con fruición su boca, enroscando su lengua en la de ella. Lamía con deleite sus pechos, regodeándose en el ir y venir de sus pezones. Enredaba sus dedos en el vello de la ingle y atacaba con desmesura el secreto del placer, la cueva de los goces y los lamentos. Y para experimentar el éxtasis ya siempre lo necesitaba a él.

-Háblame de Antínoo.

Y ella le hablaba de Antínoo. De cómo la tentación se convirtió en disfrute. De cómo el pecado le llevó a la gloria. De cómo en la soledad de la espera, Antínoo le abrió las puertas de la vida reservadas para Ulises. De cómo derribó sus murallas, de cómo acometió la empresa, de dónde, de cuándo, de qué. Antínoo. Antínoo y Penélope. Antínoo, Penélope y Ulises. Y Antínoo. Y Ulises. Alcanzando la cumbre del disfrute cargándolo sobre su espalda. Y Penélope. Y Antínoo.

Cada noche se volvían a encontrar los tres en las historias de Penélope. Cada noche Ulises tenía mayor necesidad de su recuerdo. De escucharla rememorándolo. De verla en él. De hacerse presente en el pasado. De sufrir y de gozar.

Y el recuerdo fue creciendo y se fue convirtiendo en un cíclope que no era capaz de dominar. Y su Penélope en una mujer que no era capaz de reconocer en la memoria. Y entonces empezó a sentir miedo. Ulises el conquistador de Troya. Ulises el vencedor de Polifemo. Ulises, capaz de huir de los gigantes. Ulises, inmune a las artes de la hechicería. Ulises, burlador de los mares y de los dioses. Ulises, tenía miedo. Cabalgaba ciego sobre la espalda de un monstruo escuchando carcajadas a su alrededor. Ulises, el ingenioso, había sido burlado. Ulises, el grande, estaba asustado. El suelo se había hundido bajo sus pies. No existía norte, ni sur para él. Ni este ni oeste. Ciego y desorientado, el monstruo que él había creado jugaba a su antojo con Ulises.

Una noche Penélope lo encontró sollozando como un niño. Hecho un ovillo y escondido debajo de la sábana.

-¿Qué te ocurre guerrero mío?

Se recostó a su lado y atrajo con sus brazos su cabeza hasta su pecho.

- ¿Qué te acecha?, mi fortaleza y mi sostén. ¿Por qué lloras?

- No te reconozco, mi casta Penélope. Has sido casta para mí e impúdica para él. Suave llovizna sobre mi cuerpo y violenta tempestad sobre el de él. Tímida doncella para mí y turbia y atrevida con él. ¿En qué fallé? ¿Qué me perdí? ¿Por qué saboreó él las mieles a mí reservadas? Siento que Ulises el fuerte es débil y frágil como un corderillo. Siento que el viaje fue eterno, que aún no he llegado, que ya no volveré. Que el tiempo me arrebató lo que más deseaba y que me ha devorado a mí también.

- ¿Cómo puedes decir eso, mi fiel Ulises? ¿Cómo puedes haberme creído? ¿No me conoces acaso? Soy tu casta Penélope. Siempre lo he sido. Nunca fui de otra manera. Nunca podré serlo. Por ti he creado este sueño. No dejes que se te convierta en pesadilla.

El llanto rompió definitivamente el dique. Sus lágrimas mojaban los senos de Penélope. Su cuerpo convulsionaba entre los brazos de ella. El lloro fue el rocío que apaciguó sus temores. Entre caricias su respiración fue recobrando la calma. El sueño fue envolviendo sus ojos cerrados.

- Mi pequeño Ulises. Sólo tú has sido mi principio y mi final. Sólo a ti estaba destinada desde antes de nacer. Sólo tú has estado y estarás en mí.

Fue besando la humedad que quedaba entre el surco de sus parpados, las pequeñas lágrimas que en su rostro esperaban el beso, y Ulises volvió a ser fuerte. Ulises el conquistador de Troya. Ulises el vencedor de Polifemo. Ulises, capaz de huir de los gigantes. Ulises el naufrago arribó a las costas de la paz y se quedó dormido. Penélope acariciaba sus cabellos y en susurros le decía:

- Tonto. Mi tonto. Mi amado tonto.- Pero Ulises, dormido, no pudo ver la sonrisa mezcla de ironía y ternura que se esbozó en su rostro.

martes, 19 de julio de 2011

LA BANALIDAD DEL MAL


Los jueces sabían que hubiera sido muy confortante poder creer que Eichmann era un monstruo… Lo más grave en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente… comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad.

La expresión banalidad del mal fue acuñada por Hannah Arendt (1906-1975), filósofa alemana de origen judío, en su libro Eichmann en Jerusalén. Karl Adolf Eichmann fue un Teniente Coronel de las SS nazi. Fue el responsable directo de la solución final, principalmente en Polonia, y de los transportes de deportados a los Campos de Concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Fue secuestrado en Argentina, donde se escondía bajo personalidad falsa, por agentes del Mossad israelí y llevado a Israel donde fue juzgado y ahorcado. En el libro, Arendt describe no solamente el desarrollo de las sesiones, sino que hace un análisis del «individuo Eichmann». Para Arendt, Eichmann no era el «monstruo», el «pozo de maldad» que era considerado por la mayor parte de la prensa. Los actos de Eichmann no eran disculpables, ni él inocente, pero estos actos no fueron realizados porque Eichmann estuviese dotado de una inmensa capacidad para la crueldad, sino por ser un burócrata, un operario dentro de un sistema basado en los actos de exterminio.

Sobre este análisis Arendt acuñó la expresión «banalidad del mal» para expresar que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos. No se preocupan por las consecuencias de sus actos, sólo por el cumplimiento de las órdenes.

El análisis del libro va mucho más allá de un personaje histórico y de unas circunstancias excepcionales, esto es, precisamente, lo aterrador del mismo, es extensivo a individuos absolutamente vulgares y a circunstancias completamente ordinarias, tan ordinarios unos y otras que no podemos considerarnos exentos de un riesgo de deslizamiento hacia los mismos.

Mientras leía el texto no podía evitar la comparación con nuestra situación actual ¿Dónde encuentro los paralelismos?

Suspensión del juicio propio. La opinión está en los medios. La insistencia permanente de estereotipos y simplismos que alimentan pasiones y bajos instintos, carnaza para la fiera que podemos esconder, leña para la hoguera que nos encienda, batería para el clon que responda adecuadamente a los estímulos, nos lleva a guiarnos por clichés que a fuerza de repetidos llegamos a considerar verdaderos y atrapados en la supuesta objetividad de los mismos no percibimos el pensamiento dominante que esconden. Repetimos las mismas palabras y terminamos apresados en la misma ideología que disfraza bajo ropajes distintos nos hace vivir en la ilusión de la unión dentro de la diversidad. Lo que es el pensamiento común, compartido, no puede equivocarse. Se trata de la tranquilidad de sentirse dentro del rebaño.

No tuvo Eichmann ninguna necesidad de cerrar sus oídos a la voz de la conciencia, tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba.

Esa respetabilidad del entorno lleva a la enajenación de la conciencia. La conducta de rebaño no la da la amplitud de la masa que me justifica, sino la actitud con la que yo me muevo dentro de ella. El rebaño puede ser de millones pero también puede estar formado por dos, baste con mi temor a disentir de la opinión dominante en él, con que el miedo a la soledad me pueda, con mi temor a trasgredir lo sacralizado, con la necesidad de moverme en base a los clichés dominantes para sentirme arropado en el rebaño y dentro del calor de su establo.

Este indignante cliché ya no se les daba desde arriba, era una frase hecha, tan carente de realidad como los clichés con los que la gente había vivido durante doce años; y casi se podía ver la “extraordinaria sensación de alivio” que proporcionaba al que la pronunciaba.

El alivio puede ser peligroso, la tensión puede ser sanadora. La clave es nuestra capacidad de disensión con nuestro entorno. La pregunta es si soy capaz de ello, si nunca llevo el paso cambiado con él, si soy incapaz de soportar la tensión que esto conlleva, si renuncio para ello a un pensamiento propio, a un juicio propio, al ejercicio de un discernimiento ético. La fiera se encuentra escondida en el cordero a la espera de recibir la orden. El cordero crece en el maniqueísmo, este no puede sobrevivir sin depredador y víctima, sin carnívoro y sin sangre, sin carnicería y chivos expiatorios.

En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana.

Un ejército de ovejas transformado en alimañas prestas a la crueldad cuando esta parezca necesaria, porque la crueldad puede ser fácil (Experimento de Milgram y Experimento de la cárcel de Stanford) basta con sentir la voz respetable de nuestro entorno coreando el mordisco, no pensar y dejarse llevar, no pretender que nuestros ojos vean una realidad distinta a la del resto, elegir la victima propiciatoria (inmigrantes, gitanos, negros, asiáticos y pobres en general) y repetir un discurso a base de clichés que la culpabilice a ella y nos exima a nosotros. Donde no hay razonamiento solo tripas, no valen argumentos (La lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes); cuando se fomenta la visceralidad, se apela a los sentimientos más profundos, allá donde se confunden con facilidad juicios y prejuicios es posible revolver en un solo ser, a la espera del motivo desencadenante, a la bella y a la bestia, Apolo y Ares, nadie y todos. Podemos convertirnos en simples ecos de la barbarie. Escuchamos la barbarie sentados plácidamente, la repetimos como si fuera un acto menor, en eso consiste el espectáculo. Alimentados de sangre y casquería terminamos exigiendo sangre y casquería.


El fin justifica los medios. Lo acertado o no de las decisiones radica en el éxito, es la medida no solo de la elección correcta sino también de su moralidad. Pero el éxito propio también supone un fracaso ajeno y este fracaso ajeno también ha de utilizarse como medida del acierto. No hay éxito completo sin fracaso de la misma manera que no hay depredador sin pieza cazada y sin ostentación de la misma. Esta es la raíz de todo discurso más allá de las palabras que lo recubren y del pretendido sentido con el que se distrae y es también el principio que es necesario extirpar. Nos encontramos ante una sacralización del éxito que es a la vez una degradación del ser humano. El éxito no es gratuito, también tiene un coste, el de las renuncias que supone. Renuncias a sueldo. ¿A qué parte de nosotros renunciamos? A la del pensamiento propio, a la de la inteligencia, a la de los criterios éticos como guía de nuestra vida y con ellas a la bondad y a la misma espiritualidad aunque paseemos con exuberancia los estandartes de nuestras creencias. La renuncia a ser nosotros mismos, quizá un ser raro perdido entre clones, quizá un ser libre que camina en sentido contrario.

Deja que te maten, pero no cruces esa línea, dice una frase rabínica. El pensamiento dominante viene a decir, cruza las líneas que sean necesarias para alcanzar el éxito. El verdadero pensamiento contracultural plantea todo lo contrario, nunca traspases ciertas líneas para conseguir triunfar, la victoria es un arma envenenada si has de renunciar a ser tú mismo, la gloria un pesado fardo que terminará aplastándote. Este el pensamiento auténticamente subversivo y escandaloso: nunca traspases ciertos límites sea cual sea su recompensa, el mal es una opción y nunca es fútil, sus efectos no son intrascendentes, nuestras decisiones nunca son triviales. Derrota no es sinónimo de fracaso. Elige la derrota si el coste de la victoria afecta a tu dignidad. No dejes de pensar, no dejes de juzgar, no dejes de oponerte cuando las circunstancias lo exijan, no cierres los ojos a la realidad por muy incómoda que te sea, no dejes de valorar el papel que juegas en el escenario, no te dejes arrastrar por el sumidero hacia la cloaca de la normalidad cuando esta tiene el precio de algunas renuncias.


jueves, 14 de julio de 2011

PALABRAS ESCURRIDIZAS



Las palabras se le iban escurriendo entre los dedos de la memoria. Se trataba de una enfermedad rara, era capaz de leer y de reconocer a las personas y los objetos que le rodeaban, sin embargo, no era capaz de nombrarlos. Se encontraba inmerso en un proceso cada vez más acelerado de pérdida de vocabulario contra el que no estaba dispuesto a ceder, para ello leía todo lo que caía en sus manos y todo aquello que encontraba a su alrededor: carteles, periódicos, octavillas, anuncios, rótulos luminosos, letra pequeña, títulos, subtítulos, prólogos, epílogos, índices, prospectos, cualquier texto que encontrara en el interior de una fotografía, los pies de foto, tickets, facturas, entradas, pegatinas, propaganda impresa, tejida en ropa, y prestaba atención a todas las conversaciones que tuvieran lugar en su entorno, nunca participaba en ellas, solo escuchaba, atento a cualquier sonido que le pudiera llegar y discriminar su significado. Veía la tele, oía la radio con el único afán de atesorar palabras y resistirse a su pérdida, pero, por encima de todo, se impuso un objetivo, leer todos los libros posibles, vampirizar su terminología para poder vivir de ella, comunicarse a través de las palabras que iba adquiriendo de los otros. Así hizo de su casa una enorme biblioteca en la que resultaba difícil no encontrar alguno de los títulos más selectos del pasado y del presente, ya que, siendo consciente de la infinitud de su empresa y de los límites de sus capacidades resolvió rodearse de lo mejor de lo mejor tanto en ficción como en ensayo, para poder así, en esa guerra sin cuartel contra las palabras escurridizas, hacer gala de un repertorio escogido y de altura nada coherente con el mal que le aquejaba.

Decidió, para no dejarse nada de interés en el camino, seguir una trayectoria lectora en estricto orden cronológico, así emprendió su labor a partir de la literatura antigua. Un plan bien ideado que solo puso de manifiesto un problema, cómo a medida que iba adquiriendo vocabulario también lo iba perdiendo, este, en cada momento, se hallaba en consonancia con la época que en ese momento leía, así podíamos encontrarnos con una persona claramente anacrónica ya que de igual manera podía hablar permanentemente, por un tiempo, en un castellano muy antiguo, casi lengua romance, “fijo de la mala putanna” podía oírsele gritar cuando en ese momento se enfurecía; o en otro fuertemente influido por el autor que en ese momento se encontraba leyendo, el culteranismo de Góngora, “y al dulce lo extiende luego, que, lamiéndolo apenas mi dulce lengua de templado fuego, lento lo embiste, y con süave estilo la menor onda chupa al menor hilo” comentaba con deleite al desayunar; la densidad de Valle-Inclán, “ándele pendejo” gritaba al chico que le llevaba a casa los encargos de ultramarinos, “eres pelinegra flor temprana, hueles a nardos” susurraba con sonrisa pícara a la muchacha de la limpieza; o el realismo mágico de García Márquez con el que se aplicó con José Arcadio Buendía a la invención del aparato para olvidar los malos recuerdos, el emplasto para perder el tiempo y sobre todo a inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todo.

Tales circunstancias, en un primer momento, produjeron perplejidad entre las personas que le rodeaban lo que le llevó a situaciones realmente incómodas, dado su afán por capturar palabras en el aire en múltiples ocasiones le llamaron la atención por mantenerse a la escucha y en alguna de ellas se encontró en riesgo de recibir una buena ración de palos. Poco a poco fue encerrándose en su casa y dedicó su tiempo íntegramente a la lectura. Pero su enfermedad fue avanzando, su olvido, día a día, fue haciéndose más rápido lo que le llevó a obsesionarse en la búsqueda de léxico. Igualmente, poco a poco fue disminuyendo el grosor de los volúmenes que leía y fue aumentando la velocidad a la que lo hacía. Conforme pasaban las jornadas se fue mostrando incapaz de combinar la terminología que iba absorbiendo; puesto que solo era capaz de manejar una pequeña ración de ese vocabulario sus iniciativas de comunicación fueron disminuyendo, así como su capacidad para hacerse entender y fue cayendo no sólo en ser contemplado como un acontecimiento extraño sino en un progresivo agujero profundo de incomunicación. Lo anecdótico se convirtió en cotidiano y lo divertido en aburrido y con ello se fue encontrando cada vez más solo, era menor su número de visitantes y mayor su exposición al auxilio único de la letra impresa.

Incapacitado para ser dueño de las palabras fue convirtiéndose en súbdito de los libros y sus intentos de comunicación en meros conatos ya que imposibilitado para reorganizar el orden de los vocablos se encontró sometido a la obligación de utilizar fragmentos completos de aquello que se encontraba leyendo en ese momento. Pero no siempre es plausible alcanzar a encajar uno de esos fragmentos en las situaciones ordinarias en las que nos encontramos sin prestarse a equívocos y hacerse entender. “No es verdad ángel de amor” era poco más de lo que atinaba a decir cuando intentaba iniciar una conversación fuera con alguna monja que llamaba a la puerta de su casa solicitando una caridad, a la mujer del tendero bien entrada en canas y carnes o al propio tendero.

Y esas porciones textuales también fueron adelgazando así como los textos con los que intentaba detener la sangría a la que se veía expuesto, cada vez más cortos, cada vez más básicos. Cuentos de Andersen, Perrault o de los hermanos Grimm, lecturas pequeñas, cuentos mínimos que fueron infantilizando su relación con los demás. Las grietas iniciales por las que notó en un principio el mal que le afectaba se convirtieron en una escorrentía que arrasó no solo la comunicación con los demás sino la que intentaba consigo mismo. Incapaz de elaborar un mínimo pensamiento interior fue convirtiéndose en un ser casi exclusivamente contemplativo, incluso cuando releía una y otra vez las lecturas muy elementales con las que intentaba, con la poca tenacidad que le quedaba, sentirse vencedor, al menos, de la última batalla.

Y quizás fue así, “mi mamá me ama” fueron las últimas palabras que se le escucharon poco antes de morir.

lunes, 11 de julio de 2011

CULPA Y PERDÓN

CULPA

Reivindico el sentimiento de la tan denostada culpa. Denostada en la medida en que nos encontramos inmersos en una sociedad dominada por la tentación de la inocencia. No existe culpa, no existe responsabilidad, somos inocentes, somos i-rresponsables. No hay voluntariedad en las faltas, no hay conciencia de daño. La tentación de la inocencia es también el traslado de la responsabilidad a otras instancias y la búsqueda de chivos expiatorios. No es sana la conciencia de culpa patológica, la que nos hunde en la miseria sin capacidad de reacción, aquella que asume todo error sin detenerse en su voluntariedad y todo daño sin valorar su entidad; pero sí lo es aquella otra que toma conciencia de esos errores y de las contradicciones que pueden suponer para el proyecto de vida que uno tiene (la tentación de la inocencia va pareja a la ausencia de proyecto de vida). Sé el origen religioso que esta tiene y entiendo que en este como en otros muchos casos decir religioso es decir humano. Valoro la máxima protestante luterana, “siempre pecador, siempre penitente, siempre justo” en la medida en que puede permitirte permanecer siempre en tensión, alerta, consciente de tus debilidades y fracasos, y, a la vez siempre asumiendo esa responsabilidad y siempre actuando para superarse. La culpa como el conflicto, es oportunidad de mejora, pero, a la vez, y previamente es un enorme peso que recae sobre uno mismo. En la sociedad acomodada este peso es un estorbo, algo de lo que es legítimo prescindir; pero sin ese peso no se da necesidad de cambio. Sin peso previo no hay posibilidad de liberación posterior. Existe una escena en la película “La Misión” de Roland Joffé, en la que un antiguo cazador furtivo de indios para la esclavitud, arrepentido, asqueado de sí mismo, interpretado por Robert De Niro, intenta expiar su culpa de una forma extraordinariamente ilustrativa, cargando con un enorme fardo compuesto por sus armas y armaduras de batalla. Con él, arrastrándolo, atraviesa ríos y escala montañas. Es el peso desmesurado de la culpa a la espera de la liberación final que solo puede llegar con el perdón.

Y el perdón llega en la figura de un indio que cuchillo en mano transforma la venganza en cortar la cuerda que le une al fardo. Armas y armaduras caen al vacío. Rodrigo de Mendoza ha sido liberado no solo del lastre que arrastraba, también del de la culpa. Todos con la vida nos vamos haciendo, de alguna manera, victimarios, solo de algunas de nuestras víctimas tenemos la oportunidad de solicitar su perdón, de esperar la mano que corte las ataduras que nos unen al sentimiento de culpabilidad; pero la gran mayoría permanecerá en el anonimato, en la lejanía, y lo que es peor, imposibilitados, nosotros, para escapar de ese destino, condenados, si lo intentamos, a repetir el de Virata, en la novela “Los ojos del hermano eterno” de Stefan Zweig. La tentación de la inocencia, en este caso, es mucho mayor, los desconocidos, al serlo, no existen, nuestra responsabilidad es nula, podemos seguir viviendo tranquilos, repitiendo satisfechos las rutinas de nuestra acomodada vida. Quizás nadie corte la soga pero sigue siendo necesaria la conciencia de la culpa, la petición de perdón, el propósito de enmienda.


PERDÓN

Solicitar perdón no supone una muestra de debilidad, al contrario, a mi modo de ver lo es de fortaleza, de personalidad. Se es más grande cuando uno se reconoce lo suficientemente pequeño como para reconocer los errores. Se es mejor cuando uno se descubre en el espejo aspectos de sí mismo que no le gustan y es por ellos por los que pide perdón. Se trata de una práctica sana y sabia, que ayuda a crecer y a madurar. Así lo he intentado transmitir siempre.

Vuelvo la vista atrás y me doy cuenta del daño que en ocasiones he causado. Nunca ha sido premeditado, nunca de forma intencionada, pero aún así el daño ha sido hecho, a personas a las que he querido y quiero, a personas con las que se ha cruzado mi vida o incluso a otras completamente desconocidas para mí, lejanas, ajenas. Un daño no premeditado no significa que sea inocente. No deseamos hacer daño pero somos conscientes de que aquello que hacemos, el paso que damos, lo que decimos, lo hará y aún así lo hacemos o decimos.

El daño de las ilusiones generadas y alimentadas y finalmente defraudadas. El cortejo de las palabras difícilmente medidas. La frustración que acrecienta la fragilidad. Perdón.

Los besos que no di sabiendo que se esperaban. El afecto que no demostré. Todo ese que hoy intento compensar en mi familia. Pero el tiempo de esos besos pasó ya y las personas o no están o si lo están ya no significaría lo mismo. Perdón.

Los palabras no dichas. Los silencios cobardes. Aquello que debió de decirse y no se dijo. El papel que debí de jugar y no jugué. Perdón.

El Mr. Hyde que se escapa, el que destroza momentos, desbarata sonrisas, ese Mr. Hyde que uno observa como desde la distancia, lo contempla traspasando límites, previendo el resultado final, y al que no puede parar, al que no se atreve a parar, hasta que el llanto liberador, tu propio llanto, te hace recuperar cierta dignidad. Perdón.

Las personas a las que por comodidad no acompañé cuando era necesario, a las que por temor no dije la verdad que podía salvarles. Perdón.

A esos alumnos a los que no fui capaz de sacar del agujero. Era mi obligación. Era mi compromiso y no tuve ni la capacidad, ni la disciplina, ni la voluntad suficiente para hacerlo, para, al menos, ofrecerles la oportunidad. Perdón.

Perdón por mi cuota de víctimas. Por ser un victimario despreocupado. Todo ese submundo sobre el que he construido mi vida. No basta con ser honrado si los ladrillos sobre los que estamos asentados están hechos de robos. No basta con una honradez que mira para otro lado, que no es consciente de que gran parte de lo que tenemos les corresponde a ellos. La responsabilidad no es solo de quien roba sino también de quien se beneficia del robo. Ese mundo al que llamamos extranjeros, al que despreciamos, al que cerramos la puerta cuando vienen a buscar una mínima parte de lo que les pertenece. Perdón.

Los que paso por su lado y no miro, su realidad me incomoda. Los que conozco su situación y no ayudo. No piden nada, no debo sentirme obligado. Los que no me quitan el sueño, los que no me generan pesadillas, los que nada me reprochan, los que nada me exigen. Perdón.

He debido arriesgar más y comer menos, sentir más y dormir menos, hacer más y hablar menos, gozar más con otros y no de otros. Perdón.

Quién cortará la soga que me libere de la culpa, quién me abrazará cuando llore, quién reirá conmigo, quién, con derecho para ello, le quitará importancia a mi dolor. Quién me perdonará. Quién me consolará.

domingo, 10 de julio de 2011

SENSIBILIDAD


Hace unos días terminé de leer el volumen de cuentos completos “La puerta de la luna” de Ana María Matute. Me ha cautivado. Es muy difícil conjugar en una perfecta prosa realismo y lirismo, crudeza y ternura. Se trata de una experiencia, para mí, altamente recomendable por su doble belleza estética y ética. Como muestra unos ejemplos: Bernardino, La rama seca, Los chicos y Pecado de omisión.

Seguramente esa facilidad para narrar además de aprenderse requiere una capacidad innata. Nadie puede intervenir en el equipaje de dones que le llegan de nacimiento y, por supuesto, no es exigible a nadie la adquisición de esas habilidades expresivas, pero conseguir una obra de ese calado exige no solo el manejo de una serie de destrezas sino que también necesita una cualidad humana, una sensibilidad especial, una sensibilidad especial hacia lo humano, una capacidad para ver más allá de lo evidente, una disposición para ponerse de parte del más débil sin caer por ello en el maniqueísmo, una sensibilidad sin derivar en sentimentalismo, pobreza no es sinónimo de bondad, al contrario, a menudo va acompañada de la crueldad, dolor no lo es de la piedad, con frecuencia conlleva resentimiento y venganza ciega. La sensibilidad no supone perder de vista la complejidad de la vida, la emoción no contradice la inteligencia, al contrario, debe potenciarla; la delicadeza al tratar lo humano no está exenta ni de rigor ni de mostrar la dureza necesaria. Es esta forma de ser y de ver el mundo y la vida la que sí es exigible, ha de ser objetivo de todo sistema educativo, de educandos y, necesariamente, de educadores, pero no se instruye, se educa, no es posible contagiar el virus que no se padece. Pero también es exigible en muchos otros ámbitos, pongamos por caso dos: la función pública y la política. ¿Alguien sin embargo la echa de menos? La necesidad de contemplar el factor humano parece haberse perdido, el crecimiento personal planteado en estos ámbitos mueve a la sorna, a la sonrisa irónica, a la burla. Se trata de asuntos particulares en los que nadie tiene derecho a entrar, cuestiones extrañas a lo público y a lo político. Mariconadas para los machitos, es triste que la incorporación de la mujer a la vida pública no haya traído consigo esta perspectiva. Gilipolleces para los que presumen de visión materialista simplona, lamentable que la izquierda haya ido abandonando en manos de la iglesia la cuestión de la moral atemorizada por la reacción de esta cuando se tocan los valores. Mientras tanto esta última y una derecha a la que se le llena la boca al hablar de moral la ignoran de facto y claman la libertad de conciencia cuando se les reclama (que tristeza al nivel en el que ha ido cayendo la palabra libertad).

Y sin embargo, ¿es posible acometer un servicio público como es debido sin esa sensibilidad? ¿Lo es gestionar los asuntos públicos? ¿Es posible hacer futuro desde una sociedad clónica? ¿Cómo asumir estos retos? Ese factor humano tiene un fundamento político y unas consecuencias políticas. La organización de la vida en común es llevada a cabo por los individuos y estos actúan en base a sus valores, a su conciencia. Que estos sean unos u otros repercute necesariamente en la toma de unas decisiones u otras, en como se pretende configurar la polis. Abstraer las características humanas de la vida política no es sino aceptar el discurso de lo inevitable, el dominio de lo económico, la asunción acrítica de los modos y maneras generalizados de hacer política, dejar las decisiones en manos de los aparatos y su maquinaria, decisiones impersonales tomadas por estructuras impersonales y ejecutadas por personas. Es la enajenación de la conciencia personal pero también del ser político. Una sensibilidad que se encuentra guiada por la celebre frase de Publio Terencio, “hombre soy y nada de lo humano me es ajeno” y que ha de verse plasmada en una serie de comportamientos. El animal político se ha de encontrar guiado por una escala de valores en aras de diseñar y construir la polis, no por intereses particulares y colectivos concretados en un partido que como toda organización humana (no hay organizaciones divinas) ha de ser un medio, no un fin. La política y especialmente aquellas organizaciones que pretenden construir otra sociedad con arreglo a otra escala de valores, ha de ser por ello incompatible con determinados usos, hábitos, comportamientos.

Exigible en lo público, deseable, como no, a todo ser humano. Alcanzar esta capacidad de conexión con lo humano es tarea de toda una vida y de cualquier vida. Podrán concluir nuestros ciclos vitales, tendremos que cerrar las puertas a nuestras ambiciones, nos veremos obligados a concluir las labores que parecían definirnos, pero siempre nos quedará la inacabable ocupación de hacernos más sabios, de la única sabiduría absolutamente necesaria y radicalmente política, la de la bondad, la de la compasión, la de la ternura, la de la piedad, la del hecho de hacernos cada día más humanos, hasta el momento de la muerte. Realismo y lirismo. Crudeza cuando sea necesaria y ternura siempre, es la puerta de la luna y la puerta de los sueños.

martes, 5 de julio de 2011

CASI POEMAS (4)


¿De qué vale la poesía si no es para expresar lo inexpresable, lo hondo, lo prohibido? La llamada del cuerpo cuando este ha sido escamoteado, la desorientación en la oscuridad de la noche, el miedo y la necesidad del cataclismo, la esperanza surgiendo entre lágrimas, el descanso de la fragilidad.


¿A qué espera el grito agazapado en la noche,

la cuerda a punto de romperse?

¿Quién es ese hombre que no reconozco?

Ese hombre que no reconozco soy yo,

la cuerda rota que ya no vibra,

el grito ensordecedor taladrando mis días.

*

Llegarán y nos arrebatarán todo,

la electrónica comodidad sobre la que cimentamos nuestro mundo

pero nos quedarán las manos;

la sólida fortaleza en la que nos escondemos,

pero el cielo nos cobijará;

cada una de las prendas con las que nos disfrazamos,

y desnudos, ya todos iguales, al fin recuperaremos la capacidad de soñar.

*

Cuerpo repudiado, viudo de dedos,

materia moldeable, ¿quién será tu alfarero?

Barro sin más, masa informe.

¿De qué servirán las palabras que creas?

Solo tú eres verdad, solo las huellas que en ti dejan,

las cicatrices que me han sido grabadas, los gemidos que me han arrancado.

¿Dónde irá el humo que esparces si en ti queda el fuego que me consume?

Necesito aventar las mentiras que me cubren

hasta dejarte al descubierto, certeza desconocida,

autenticidad rechazada.

*

Huye, aún estás a tiempo

de recorrer los sueños

aun tanteando las tinieblas,

de ser tú misma

aun reencontrándote en la soledad.

No te vendas, no renuncies a la incertidumbre, ella es el camino.

Huye, aún estás a tiempo

de descubrir tu fuerza

agazapada entre los débiles,

de reconocer tu imagen

aún ante el espejo resquebrajado.

Sé tu, no te acomodes en la camada

aún vacilando entre contradicciones.

Huye, aún estás a tiempo

la vida te espera

no la del equipaje mezquino,

no la de la venganza ciega,

no la del animal depredador en el que puedes convertirte,

no la del juicio final.

La vida,

la de la ternura creciendo entre las grietas,

la verdaderamente tuya,

la de la criatura saltando entre espinos,

la del animal bailando entre madreselvas.

La única en la que serás realmente tú.

sábado, 2 de julio de 2011

VENGANZAS DESVIADAS


El dolor y el sufrimiento es consustancial a la vida. La injusticia, desgraciadamente, también. No se trata de sustantivos comunes abstractos que simplemente designan abstracciones, ideas, sino que tales conceptos vienen a concretarse en nombres propios, Juan, Marta, Inés, Carlos, Dolores. Nombres propios que se encuentran encarnados en rostros, manos, pies, amaneceres y anocheceres, miradas y silencios. Personas de carne y hueso con las que convivimos, que nos encontramos en la calle, que son nuestros vecinos, que quizás somos nosotros. Pero, ¿quiénes son los responsables de todo ese padecimiento? Los responsables no siempre tienen nombre propio, no tienen rostro. ¿Quién es el responsable del cáncer? ¿Quién el de la esclerosis múltiple? ¿Quién el de la soledad? ¿Quién el de la locura? ¿Quién de la simple frustración? A menudo su rostro se encuentra difuminado, su presencia resguardada en un mundo que nos es ajeno, inalcanzable, desconocido. ¿Quién es el responsable del hambre? ¿Quién de la pobreza? ¿Quién del paro? ¿Quién del reparto desigual y escandaloso de la riqueza? Nombres que parecen ser de ficción, personajes de un relato misterioso, tenebroso o épico, su reino no es de este mundo. En otras ocasiones puede ser que los responsables sí sean conocidos, cercanos, sus oídos capaces de escuchar nuestra voz, su cuerpo al alcance de nuestras manos, su existencia sensible a nuestras iniciativas, pero nuestra voz se apaga ante ellos, su cuerpo parece blindado ante nuestra presencia, su existencia imperturbable. El temor, el miedo nos atenaza.
Pero el ser humano necesita responsables, chivos expiatorios a los que responsabilizar del mal que sufrimos, otros seres humanos a los que insultar, cuerpos a los que golpear, reos a los que condenar. No importa su relación con el mal en sí lo que importa es el hecho de conseguir un culpable. Lo que importa es el calor del rebaño al corear los insultos, es la gratificación del eco retornando a nuestros oídos, es la descarga de energía al golpear, el desahogo irracional de la frustración, el regocijo al realizar el juicio sumarísimo, el sentimiento de poder al ejecutar la sentencia.
Es la necesidad de vengarse de la vida, de lo que le ha tocado de ella en el reparto. Dolor, hambre, miseria, soledad, desprecio, tortura, muerte. ¿Quién mejor para este comportamiento que un don nadie resentido? Un don nadie que vive en sí el fenómeno de la transubstanciación en el que se opera el cambio del no ser al ser, del nadie al uno más, del impotente al poderoso, del ignorante al sabio, arropado en la necedad del rebaño. Soldados de un ejército desmemoriado a la conquista de la nada, arrasando esperanzas, expulsando desdichas, triunfadores patéticos degollando al cordero.
Y quién mejor para convertirse en chivo que un nadie, aquel a quien le ha sido negado hasta el don. Es la lucha de los don nadie contra los nadie, es el acto tranquilizador de la venganza, pero de una venganza que ha desviado su objetivo, que ha cambiado su punto de mira para enfocar a aquel que sabe por debajo de él, fácil adversario, el antagonista ideal. Son los nadies, los harapos de la vida: negros, amarillos, gitanos, sudacas, seres desprovistos de su particularidad y disueltos en nombres comunes, despectivos, no contables, masa informe de despreciados; otras razas, otras culturas, otros países, otra pobreza, otros pobres, donde descargar la rabia, sobre los que alzar el pozo en el que nos hundiremos. El poder tranquilizador de la venganza. Y tras la batalla, ¿continuará paseando el responsable sobre los charcos de sangre? ¿Será posible evitar el ciclo infinito de venganzas? Oiremos una y otra vez el monólogo de Shylock en El Mercader de Venecia de Shakespeare :
“Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?, Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?
Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso. Si un judío insulta a un cristiano, ¿cuál será la humildad de éste? La venganza. Si un cristiano ultraja a un judío, ¿qué nombre deberá llevar la paciencia del jud
ío, si quiere seguir el ejemplo del cristiano? Pues venganza. La villanía que me enseñáis la pondré en práctica, y malo será que yo no sobrepase la instrucción que me habéis dado."
En el ejercito de los don nadie vengativos, ¿cómo podremos encontrar en él nuestro nombre propio? ¿cómo podremos mirarnos al espejo? ¿cómo podremos ver reflejada en él nuestra mismidad?