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martes, 28 de junio de 2016

JÚPITER




Ayer un amigo querido escribía que había decidido establecerse en Júpiter, que si alguien quería acompañarle que lo dijera. De buena gana lo hubiera hecho si me hubiera puesto el billete de viaje en la mano. Con frecuencia uno se siente tan raro, tan raro allá donde vive que con frecuencia las miradas que echa a su alrededor son de sorpresa. Los conciudadanos se empeñan en sorprenderte, cuando crees que has hecho un riguroso análisis racional imposible de fracasar, estos te sorprenden de nuevo y tienes que guardarte tu impecable análisis allá donde te quepa. Hay quien busca la solución a este problema envolviéndose en una bandera, en una iglesia o en las siglas de algo, pero cuando tú eres raro lo eres hasta el final, hasta dejarte las tripas en ello si es necesario. Raro de narices buscando consuelo en la melodía de una pieza musical o en la letra de un poema, ambas cosas bien definitorias del ser extraño. La soledad no es buena compañera por mucho que uno esté acostumbrado a ella. A veces desearía por un momento dejar de ser yo para pasar a ser ellos, pero uno no nació para eso, para bien o para mal uno no ha nacido así. No sé si mi amigo se encontrará o no ya en Júpiter pero yo estoy aquí sin el billete en la mano, sé que allá donde vaya nunca dejaré de ser raro. Sentado en el suelo de la plaza voy reduciendo cada vez más mi círculo. Está claro que no iré a Júpiter, de hecho no sé si tal planeta existe para mí, es posible que no pero lo que nadie me quitará allá donde esté es la capacidad para ser jupiterino.

jueves, 23 de junio de 2016

La buena muerte



 
Circula el llamado “Canon de la muerte ideal”, elaborado por Marga Marí-Klose y Jesús M. De Miguel propuesto para la ciudadanía española en el año 2000 y que viene a sintetizarse en los siguientes puntos:
  • Morir sin dolor.
  • Morir durmiendo o inconsciente. 
  •  Morir rápida y súbitamente aunque no joven.
  • Morir a edad avanzada aunque en buenas condiciones físicas y mentales.
  • Morir rodeado de lo seres queridos.
  • Morir en tu propia casa.
La primera pregunta que uno puede hacerse es si es posible, en rigor, establecer un canon ideal sobre la muerte que sea extensible para una aceptación mayoritaria de la población. Un canon indiscutible, que no exija matices. Soy yo así de peculiar o lo que es verdaderamente peculiar es la idea de muerte que tiene cada uno. Ese canon más allá de la bondad de sus puntos pone de relieve la manera en como entendemos nuestra vida y nuestra muerte.
El primero de los puntos es claro: no queremos dolor. Queremos una muerte higiénica y analgésica del mismo modo que queremos una vida así. Es posible evitar en gran medida el dolor físico, estamos capacitados para ello y es estúpido prolongar una vida cargada de dolor y sin esperanza alguna de superación de esa situación en algún momento cuando esto no se desea y es posible evitarlo. De hecho es mayor el miedo al dolor que a la propia muerte. Ese primer punto creo que resulta indiscutible para todos, el problema radica no en como idealizamos nuestra muerte sino en como pretendemos también idealizar nuestra vida convirtiéndola  también en algo higiénico y analgésico. El dolor forma parte de la vida y es por lo tanto inevitable. Nos encontraremos en algunos momentos y periodos con ese dolor físico que se podrá paliar, a veces, pero no siempre y sufriremos también el dolor psicológico y será inevitable que nos enfrentemos a él. Hemos construido una sociedad formada por unas personas que no saben como gestionar el dolor, que lo intentan apartar, cerrar los ojos ante él, ignorarlo, nos asusta. El enfrentamiento con ese dolor nos deja a menudo muy tocados, perturbados, incluso, por nuestra afán obsesivo e inútil de evitarlo, un afán que nos lleva a construir una sociedad que se empeña en alzar muros que impidan el acceso del dolor ajeno. Esta bien pretender una muerte sin dolor pero no podemos evitar la vivencia del dolor a nuestro alrededor. El afán curativo y analgésico ha de ir más allá de nuestra persona y nuestra familia. Lo que yo he hecho hasta el momento final justifica o no, en gran medida, mi deseo de vivir sin ese dolor.
El segundo de los puntos del canon es morir durmiendo o inconsciente. Se trata de morir sin saber que se va a morir. Dormir y no despertar. Completamente contradictorio con el deseo de morir rodeado por los seres queridos. Pretendemos una muerte no vivida, renunciamos a ser actores en ella, deseamos hacer mutis por el foro sin ser conscientes de ello pero ante nuestros espectadores queridos con un aplauso y un llanto final. Queremos morir sin saber que morimos, con una larga vida detrás, conscientes de la cercanía de ese momento pero deseando que al mismo tiempo nos atrape por sorpresa. La muerte forma parte de la vida pero no queremos vivirla. Comprendo la sorpresa que en algún momento produje al decir que deseaba saborear la muerte. Dicho así puede parecer un acto de masoquismo o incluso de cierto sadismo al pretender que mis seres queridos contemplen esa prolongación. Puede ser que llegado ese momento me atrape el terror pero no me gustaría que fuese así, desearía poder despedirme y poder besar, pedir perdón y dar la gracias, vivirlo con equilibrio y serenidad, poder contagiar paz y no transmitir miedo. Vivir el momento previo a la muerte que no tiene por qué ser el instante inmediatamente anterior. Me gustaría poder elegir ese momento si mi situación es un dolor permanente para mí y para los otros, saber que cuando me duerma, me duerman, ya no despertaré. Tener tiempo en esa idealización para volver a ver a las personas que fueron algo en mi vida, poder despedirme de ellas y decirles aquello que me faltó por decir. Aquí introduzco necesariamente un término demasiado denostado y rechazado: la eutanasia. Todo esto es incompatible con una muerte inconsciente y rápida.
Este es el tercero de los puntos de ese canon: una muerte rápida pero no joven, coherente con el cuarto, una muerte a edad avanzada. ¿Cómo puedo establecer ya el momento ideal para mi muerte? El momento ideal para mi muerte ha de ser aquel en el que la vida ya carezca de sentido para mí, aquel en el que sólo transmito dolor. Desearía que ese momento me llegara a edad avanzada pero nunca se sabe a ciencia cierta cuando llegará y menos cuando se padece una enfermedad neurológica de progresivo deterioro. Eso sí, desearía que ese momento me llegara con los deberes hechos, creo que para todos es así, especialmente cuando se deja una familia detrás. El momento ideal para la muerte es aquel en el que la prolongación de la vida es puramente artificial. Con la finalización no asistimos a una muerte artificial sino al final de una vida artificial. Es ese momento a los 30, 40, 50, 60 u 80 años en el que quizás deseemos morir, toda la vida que se nos prolongue más allá de él empeñados en una lucha contra la propia vida es un esfuerzo insensato. En muchas ocasiones yo seré consciente de que la muerte se me acerca y podré participar en la decisión de que esta llegue ya y en la forma en la que deseo que llegue. Ser protagonista hasta el último momento en el que pueda forma parte de mi muerte ideal.
Claro está que quisiera morir rodeado de mis seres queridos, pero no para que ellos me vean fallecer sino para poder realizar una despedida, para poder besar y ser besado, para poder llorar en calma con ellos si es necesario o para poder decir alguna broma si es posible y recibirla con las manos entrelazadas. Quisiera estar rodeado de mis seres queridos pero no necesariamente en el momento de mi muerte clínica sino en aquellos últimos minutos en los que yo pueda ser señor de mi consciencia. A partir de entonces sólo queda la ida que bien puede ser instantes después o prolongarse más tiempo. No me gustaría morir solo aunque no sé si en ese momento seré capaz de percibir la compañía. Si así fuese claro que me gustaría sentir el roce de una caricia o la música de unas palabras de cariño si en verdad me hubiera ganado esto.
Por último no me importa tanto el lugar del momento exacto de mi muerte sino todo lo anterior. El lugar viene de alguna manera determinado por el modo de vida en el que nos encontramos, por la dispersión de los miembros de la familia que hace que los ancianos, los abuelos, difícilmente formen parte del núcleo doméstico. Cada vez más todas estas palabras son una idealización de la muerte pues podremos morir solos de la misma manera en que seguramente viviremos solos y cada vez más moriremos lejos de nuestro hogar en la medida que ya no tendremos hogar, las residencias parece que serán nuestro destino, los “morideros” como dice Luis Montes. Un periodo demasiado extenso de nuestra vida en el que descendemos hacia esa muerte y en el que difícilmente podemos contar con la presencia que nuestros familiares durante todo ese tiempo. Es todo este tiempo final en el que la muerte no está presente el que realmente me da miedo y el que me gustaría evitar anticipándola si fuese necesario. Es todo lo anterior lo que es verdaderamente importante, sin mis seres queridos no habrá hogar y éste se encontrará allá donde se encuentren ellos.
Tanta vida que queremos cumplir sin tratar apenas esta cuestión, tanto tiempo desaprovechado en el que creemos que esta no llegará en la medida en que la ignoramos. Seguramente nuestra muerte nunca será plenamente ideal pero hablar sobre ella y tomar decisiones sobre ella cuando aún estamos a tiempo podrá servir para que aquellos que nos rodeen de verdad entonces intenten hacer que esta se aproxime de algún modo a ese ideal. Hablar es espantar, de alguna manera, su fantasma y es aprender a vivirla aunque sea desde la ficción con el intento de ofrecer un testimonio sobre ella sean cuales sean las condiciones en las que la vivamos. El hablar paradójico de una buena muerte puede llamar la atención pues la muerte siempre será dura pero es posible aspirar a que nos quede de ella un sabor agridulce y esto es posible. La despedida siempre nos producirá llanto pero también es posible que tiempo después, no mucho después, nos arranque una sonrisa. Esto dependerá de las circunstancias en las que ésta se produzca, pero también de cómo nosotros, los que acabamos el ciclo vital, la vivamos y no está mal que empecemos a hacerlo desde ya, cuando la muerte para nosotros no deja de ser una idealización.

La imagen es un fotograma de la película La fiesta de despedida

miércoles, 15 de junio de 2016

EL OTRO


 
La baba le caía por la comisura de los labios, ya nada podía impedirlo, se había dado por vencido y parecía despreocuparse del efecto que esta causase en los que le rodeaban. Siglos atrás e incluso mucho tiempo después no tan lejano personas como él habían permanecido encerradas en sus casas ocultas a los demás si no se las había dejado morir. Eran la expresión de la fragilidad humana y ser conscientes de esta fragilidad nunca había sido bien aceptado. La burla, el desprecio, la persecución, el apedreamiento hubieran sido la casi segura consecuencia de ser mostradas en público. Se trataba de evitarles esto y, al mismo tiempo, de evitarse la vergüenza que un familiar así suponía. La deformidad, una incapacidad para el movimiento, la discapacidad psíquica, la imposibilidad para llevar a cabo las tareas más básicas, el establecimiento de una mínima diferencia era razón más que suficiente para establecer la frontera entre ellos y nosotros. Se trataba de encerrarles en una categoría con sentido despectivo y condenatorio: los otros.

Esos otros siempre han servido para sentirnos más grandes, tanto que el mero hecho de su existencia podía justificar nuestra mediocridad. Incluso ahora, cuando la palabra integración se ha hecho de uso normal no dejan de ser utilizados para sentirnos bien. Siguen siendo otros y es nuestra generosidad la que les permite compartir con nosotros, los normales, su anormalidad. Los otros, etiqueta ideal y extensible a todo aquel que parece amenazar nuestra cultura, nuestra religión, nuestros hábitos, nuestro estilo de vida, nuestro refugio, todo aquello que creemos alcanzado y nuestro y que parece protegernos, a todos aquellos que parecen poner en riesgo la capacidad para ser nosotros.

Hasta hace muy poco e incluso no podría asegurar que ahora mismo no es así, me era incómodo contemplar como una persona adulta necesitaba ser ayudada en la comida, como le acercaban la cuchara a la boca y esta la abría y con frecuencia le quedaban restos de esa comida por los labios que le eran limpiados cuidadosamente con la servilleta, cómo se le troceaba el filete y le pinchaban uno a uno cada uno de esos trozos, cómo le daban de beber acercándole el vaso a la boca y esta bebía deseosa al mismo tiempo que el líquido se derramaba por los extremos de esa boca. Me era incómodo verla si bien hacía el esfuerzo para que esta incomodidad no se me notara. Me era incómodo oírla cuando me sentía incapaz para comprender buena parte de lo que me decía. Parece mentira cómo algo así puede poner en juego la comodidad en la que pretendes encontrarte. El otro te amenaza no con su acción sino con su mera existencia. El otro ya no es el ser alejado de ti que reafirma tu diferencia, sino que esta ahí, a tu alcance y tú al suyo, que te interroga con su simple mirada, es el espejo en el que puedes ver tu pasado, tu presente y tu futuro.

Ve que quedan restos en mi plato que ya no puedo coger, sin decir nada, me coge la cuchara, recoge los rebeldes restos y los acerca a mi boca. Ahora el otro soy yo.

 Foto de Carlos Díaz-Pinto Navarro de Raw Colectivo Fotográfico.

jueves, 9 de junio de 2016

LA TIRANÍA DEL DÉBIL






Casi toda enfermedad, especialmente crónica, tiene dos caras, el enfermo, sin duda alguna, y los que le rodean, sobre todo su núcleo más cercano. Cada una de esas caras padece la enfermedad, la siente, la sufre y lo hace más allá del proceso biológico en curso. Ese padecimiento también está en función de la otra cara, la que lo suaviza o agudiza. Dependiendo de cómo el enfermo lleve su mal será más o menos llevadero para la persona cuidadora y para ese círculo más próximo. En función de ese llevar seguramente el enfermo se irá quedando solo o no, la red que proteja su caída se mantendrá o él mismo colaborará a su ruptura exponiéndose a una caída sin fin. La empatía supone entender los sentimientos del otro, habitualmente esta se entiende desde el alto al bajo, desde el poderoso al pobre, desde el fuerte al débil, desde el sano al enfermo. Es este último el que normalmente se coloca en el centro, allá donde todo ha de gravitar a su alrededor, todo y todos viviendo en función de sus necesidades, valorándose en función del otro. Los enfermos siempre llevamos razón, los enfermos siempre hemos de ser los primeros, el sufrir de los enfermos siempre ha de estar por encima del de los otros, los enfermos no debemos por qué tener la obligación de la empatía, por qué entender los sentimientos de aquellos que nos rodean y de aquella persona que nos cuida. Si me autoproclamo el débil, en ocasiones, paradójicamente, me constituyo en el fuerte si por esa necesidad mía hurto las necesidades del otro, si yo me constituyo en la vara de medir por la cual se hace o no posible la autoestima de la otra persona, si en ningún momento se me pasa por la cabeza que yo también tengo la obligación de sentir empatía hacia la persona que me cuida, de indagar en sus sentimientos y comprenderlos. La realidad se puede convertir en algo aparentemente imposible, en la tiranía del débil, en un mundo que asfixia a la cuidadora, esta persona no tiene espacio en donde crecer. Asistimos a la teatralización del dolor, a su sobreactuación, no me refiero al fingimiento sino a que este ocupe todo el espacio, se expanda continuamente hasta que esa dilatación termine por asfixiar al otro. El “fuerte” se encuentra encasillado en este papel sin margen para el descanso y la fragilidad. Todos nos encontramos ante momentos en lo que todo parece venírsenos abajo y en los que se hace necesario el apoyo la ternura pero cuando el reparto de papeles es tan rígido esto se hace imposible, el débil se atrinchera en esa debilidad y el fuerte se ve imposibilitado para dejar de serlo aunque sólo sea por unos instantes. La enfermedad crónica puede ser algo invivible para el enfermo pero también puede serlo para el cuidador. No siempre es fácil encontrar culpables o inocentes en algunas situaciones de ruptura, es, a veces, el autocatalogado débil el que realmente asfixia al otro. Toda persona tiene la necesidad de respirar, de salir al aire libre pues el de su entorno se encuentra viciado. No es la enfermedad la que vicia ese aire, son las personas que la viven las que lo hacen. Dice un cantautor, Rafael Amor, que no hay peor tirano que un esclavo con su látigo en la mano, también el enfermo, también el “débil” puede tiranizar al otro.

El “débil”, el enfermo, puede ser el fuerte por naturaleza vengándose en la otra persona por su desdicha, golpeándola una y otra vez en su autoestima, no aceptando el papel que le ha tocado vivir. El dolor convertido en resentimiento cebándose en quien no tiene culpa del mismo. Hacer daño intentando, de esa manera, que el suyo propio se aminore. Lograr transmitir el tormento creyendo que este ha de ser intensamente compartido.

El “débil” también puede ser el débil sobreactuando hasta dejar escrito su dolor en cada rincón de la casa para que la otra persona sólo respire su lamento o haciendo del chantaje afectivo el arma letal que termine rompiendo la pareja. Otra sobreactuación que le haga recordar al otro los papeles adjudicados a cada uno y el deber moral que tiene comprometido, deber que se resquebraja en cada recuerdo, más deseo de huir en la medida en que la relación se convierte en un callejón sin salida. El afecto no puede exigirse como deber moral, no pueden imponerse sino que ha de ganarse mediante el agradecimiento y la empatía. No hay dolor que nos libere de esta exigencia.



sábado, 4 de junio de 2016

LOS VIRUS EMOCIONALES




Víctor Moreno, profesor, escritor y crítico literario, especializado en el fomento de las competencias lingüísticas, especialmente de lectura y escritura, afirma en uno de sus libros refiriéndose a la animación lectora que es imposible contagiar el virus que no se padece. Si esto puede ser perfectamente asumible es lo que se refiere a esa lectura y escritura no puede ser de otra manera cuando nos referimos a la educación emocional. Discutir si esta última es o no es una competencia docente, es una discusión estéril en la medida en que la pregunta no debería ser si es o no es sino qué tipo de educación emocional es la que transmitimos ya que, de hecho, en todo momento estamos educando en ello y no podemos ni debemos eludir nuestra responsabilidad sobre la misma. Toda estrategia o procedimiento educativo va acompañado de una conducta que las resalta o anula. Educar ha de ser trabajar las diferentes inteligencias múltiples y entre ellas, con una importancia especial, la inteligencia emocional.
Tener una adecuada inteligencia emocional nos supone tener autoestima, ser personas positivas, tener empatía, reconocer, controlar y expresar nuestros sentimientos tanto los positivos como negativos, ser capaz de superar las dificultades y frustraciones y alcanzar un equilibrio entre la exigencia y la tolerancia a uno mismo y a los demás. Alcanzar el dominio de esta inteligencia no es, sin más, un proceso racional ya que las emociones poseen unos componentes conductuales que es necesario contagiarlos, no sólo que se comprendan; y ese contagio sólo será posible en la medida en que nuestra conducta así lo transmita. Es nuestro comportamiento el que, en buena medida, genera o no autoestima si logramos ese equilibrio entre la exigencia y la tolerancia ante nuestro alumnado, difícilmente transmitiremos empatía si este alumnado no percibe en nosotros que sus sentimientos son comprendidos, que percibimos la particularidad de cada uno de ellos y actuamos en consecuencia a ella, raramente se educa en la capacidad de control y expresión de las emociones si el desconcierto nos sobrepasa, si se percibe fácilmente nuestra irritabilidad, si la ira nos descompone y domina, si transmitimos generalmente unas expectativas negativas, si mostramos un predominio de la inseguridad en nuestro quehacer diario. Las emociones se educan con emociones y la preparación pedagógica de esta educación tiene un muy importante componente personal. Difícilmente tendremos siempre un completo dominio de las capacidades expresadas más arriba. Mejorar profesionalmente, en la docencia, ha de suponer también una mejora personal para este quehacer emocional. Recordemos que la educación en este ámbito es inevitable y, por lo tanto, también lo es el crecimiento personal del docente. Es un reto difícil, duro pero también es una aventura apasionante. Qué persona construimos, con qué ambiente la estamos envolviendo, son las preguntas fundamentales que necesariamente conllevan otras: qué persona soy yo y qué relaciones se han establecido en el equipo de trabajo. La docencia supone situar un espejo en el que quedamos reflejados y en el que analizamos nuestros puntos fuertes y nuestros puntos débiles, se trata de un proyecto educativo en el que también tiene cabida nuestro proyecto personal, desde donde partimos, hacia dónde queremos crecer, cuáles son nuestros obstáculos y qué pasos vamos a ir dando. El examen también es nuestro. La autocrítica es necesaria.
La educación emocional ayuda al resto del proceso educativo, se trata de un proceso inacabable, en el que siempre nos quedarán objetivos por conseguir, es también ese permanente quehacer al que nos enfrentamos como personas y del que no podemos escapar. Educo a los otros en la medida en que yo también me educo.