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lunes, 23 de marzo de 2015

SORTEANDO PRECIPICIOS (El poder sanador de la palabra)


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Todo empezó la mañana en la que desperté con la mitad derecha del cuerpo dormida, como si alguien hubiera trazado una división exacta de mi tronco en dos partes, una línea a partir de la cual todo tacto cayera al vacío, a la nada, como si esa parte de mi cuerpo hubiera desaparecido. La pierna derecha convertida en una rémora para el movimiento, durante la noche te han sustituido tu miembro por otro que no percibes como tuyo. Una mala prótesis que no responde convenientemente a tus demandas. Fue el inicio de una cadena de visitas a médicos y de pruebas, no era totalmente consciente entonces de que me estaba asomando a un precipicio. Un mundo de campos magnéticos y descargas eléctricas, de espera y tensión, de incertidumbre, de miedo. De informes y diagnósticos. Ansiedad. De aprendizaje de nueva terminología que te acompañará toda la vida. Probable enfermedad desmielinizante. Esclerosis múltiple. El precipicio. Dos palabras que suponen un futuro resquebrajado, hecho trizas, como el yo que de ti vislumbras en él. El inicio de tu particular vía crucis.
El día del diagnóstico, de vuelta a casa, percibí que una luz crepuscular se había instalado en ella, o era en mi vida, o era en mí. Sumergido en un mar de preocupaciones la realidad que me circundaba me parecía distante, ajena. No prestaba atención a lo que me decían, mi mente se encontraba a una inmensa distancia, era otra persona, que solo me tocaba superficialmente, la que se ocupaba de responder mientras yo permanecía enfrascado en el reducido ámbito de esas dos palabras. ¿De qué manera perciben los niños aquello que le queremos ocultar? Hacía días que en casa se vivía un ambiente raro, parecía mascarse una tragedia, una tragedia a la que nadie se refería pero que estaba en las miradas, en los silencios y en la forzada naturalidad a la que todos nos sometíamos. ¿De qué manera captan el no se qué del cual no queremos que se enteren? No ponen nombre al objeto del miedo pero captan el miedo, no pueden asomarse al abismo pero intuyen que se encuentra detrás de tu mirada. Cuando la puerta se abrió y vi reflejada en sus ojos la ansiedad me pareció comprender que allí se encontraba el crepúsculo, que yo lo traía conmigo y se me había anticipado unos pasos en llegar. Que no era mi hogar, que me adentraba en un túnel del que no podía ni tan siquiera imaginar que tuviese salida y que esas habitaciones y esos muebles que parecían los míos solo eran el decorado de una ficción, que esas personas que ayer componían mi familia eran figurantes, que mi realidad me había sido arrebatada.
Los silencios. Mutismo en torno a una mesa, la cabeza gacha, el sonido de los cubiertos subrayando el silencio. ¿Adonde fueron las palabras, las bromas, las risas? ¿Por qué andan escondiéndose las personas? ¿Dónde está el origen? ¿Quién el culpable? Uno no se da cuenta de ese silencio hasta que sale de él. Hasta que empieza a salir al menos. No percibe la ciénaga aunque los demás lo vean hundiéndose en ella. Así me encontraba yo, un espectro sentado en el sillón que cada día se iba alejando más a la deriva. Naufrago retirado a una isla perdida y al que los demás contemplaban con temor. Mis hijos se acercaban a mí con cautela, como no queriendo romper el misterio en el que me encontraba encerrado. Me contemplaban con temor y tristeza. Las coordenadas de esa tristeza era mi propio rostro, eran mis manos apoyadas en los brazos del sillón, era la mirada extraviada.
El llanto. Ese animalillo aterrorizado que tiembla ante las sombras que le acechan. Ese niño asustado sollozando que solo busca unos brazos que le abracen y un pecho que le consuele. Esa necesidad de que las lágrimas arrastren el miedo cerval, de que fluyan sin parar.
Adentrarme en el túnel, asomarme a los precipicios, me supuso días y días, años. Años ensimismado en el dolor, soltando amarras respecto al mundo que me rodeaba. Años, también, de crispación y conflicto. ¿Por qué los estallidos? ¿Por qué se desencadenaba la tormenta? Lloraba con facilidad, siempre al borde de la lágrima; pero también me enfurecía con facilidad. ¿Por qué? Por naderías, por la simple necesidad de explotar, por la de demostrar la enemistad con la vida. Un gesto nimio de mis hijos, una corrección de mi mujer a un desplante mío, mi enésimo episodio de torpeza, la botella que se me caía, el botón que no conseguía abrocharme, podían desatar la hecatombe, en forma de gritos o en forma de silencio agresivo, recriminatorio. Es muy difícil soportar pena y pecado, y era eso lo que yo pretendía generar y lo que me adentraba más en la oscuridad del túnel cargado de toneladas de culpa.
Me sentía perdido en arenas movedizas en las que mis movimientos bruscos, desesperados, no hacían sino introducirme más en ellas. Angustia, zozobra, a la espera del cabo que me ayudara a salir de allí y que no estaba dispuesto a solicitar. Pero el cabo llegó.
Quizás una de las claves para sortear los precipicios es darse cuenta de que uno no cae solo, precipita con él al abismo a las personas a las que está vinculado. Tener un momento de lucidez y escuchar y saber leer los silencios, ver los rostros y penetrar en ellos, dejar de ser yo, yo, yo, por un instante y ponerse en lugar de ellos, y verse a sí mismo desde allí, lo que queda de ti, lo que estás haciendo de ti, los restos del naufragio. Fue de alguna manera esto a lo que me abocó ella. Me había negado a cenar en un acto de dignidad estúpida, de orgullo equivocado y había permanecido allí, con ellos, con mi insultante silencio y restregándoles mi mirada perdida. No recuerdo ni tan siquiera cual fue el motivo para esa actitud, solo recuerdo la tensión que mascábamos todos y el momento en el que ella se negó a seguir comiendo si yo no lo hacía y como ese acto lógico fue para mí como si retiraran la espoleta que hizo estallar la bomba.
«¿Quieres que cene?». Y la miré desafiante a los ojos. Cogí su plato y vertí en el mío los restos que le quedaban. «¿Te parece suficiente o quieres que coma más?». Encolerizado hice lo mismo con el plato de uno de mis hijos. «¿Así?». Volví a repetir la acción con el plato del otro. Mi plato se encontraba a rebosar y los tres me miraban en silencio, en un silencio que yo era incapaz de oír atronado como estaba por mi acceso de ira. «¿Te sigue pareciendo poco?» Me levanté dando trompicones y cogí la fuente que quedaba en la encimera de la cocina y vertí los restos que quedaban en ella en mi plato derramando gran parte sobre la mesa. Me senté y comencé a comer con furia. En silencio, mi mujer se levantó y se fue. Mis hijos dudaron qué hacer por unos minutos para después, sin hacer ruido, ir recogiendo poco a poco la mesa en la que me iba quedando yo solo atiborrándome de comida sin masticar. Fue cuando me quedé definitivamente solo cuando paré y me eché a llorar. Y allí estuve, no sé cuanto tiempo pasó pero se me hizo una eternidad. El tiempo se hace interminable cuando te encuentras perdido y no sabes el camino. Las lágrimas se arrastraban por mi rostro, moqueaba, me levanté y fui a buscar a mi familia. Mis hijos se encontraban tumbados en sus camas, el mayor lloraba. Mi mujer, con la luz apagada del dormitorio, lloraba también en silencio. Encendí la luz del pasillo y me senté a su lado. «Lo siento» Y los dos nos encontramos allí hipando en la noche, animando al otro a sollozar con el sollozo propio, en la noche externa, en la terrible oscuridad interior. Me encontraba inmóvil a su lado, ella tendida en la cama, cuando sentí su mano buscando la mía. Y se lanzó a abrirme los ojos.
«No puedo más. No eres el único que sufres, los demás sufren contigo. Sufres y hacer sufrir, y no tienes derecho. ¿No es suficiente con lo que tienes encima como para cargarte con este dolor suplementario? ¿No te das cuenta del daño que te haces y del que nos haces a nosotros, del que me haces a mí, del que les haces a ellos? No basta con que lo sientas tienes que poner de tu parte para salir de esta situación. Pide ayuda. Si no lo haces por ti, hazlo por ellos. No puedes seguir rumiando constantemente el dolor, alimentando tu rabia. Tienes que sacar de ti tanta amargura, sácala, comparte tu sufrimiento, estamos aquí para ayudarte, pero no hagas sufrir a los demás. No basta con que lo sientas.»
Fueron sus palabras y fue su mano sobre la mía, es difícil transmitir el sentido que les aporta ese gesto, sería difícil decidir cual de las dos cosas tuvieron para mí más significado si el que me aportó su verbo o el que me aportó su tacto. Puede parecer un disparate pero a veces creo que todo ese sufrimiento puede ser bienvenido si desemboca en esa sensación. Es complicada de describir si no se ha vivido, diría que es fundamentalmente sanadora. Con esa vivencia no me parece una locura que toda la historia esté repleta de curaciones por la imposición de manos. ¿Puede seguir siendo todo igual después de aquello? ¿Qué puede buscar el niño asustado o el que se ha lastimado sino el abrazo de su madre, sus manos? ¿Qué puede necesitar todo ser humano perdido o herido sino una mano que le diga, no estás solo, yo te perdono? ¿Qué puede curar más que el perdón?
¿Y qué vinieron a decir sus palabras sino “confía en el poder sanador de la palabra”? Confía. Palabra. Pide ayuda. Fue como el despertar resacoso de una pesadilla, como salir a la vida manteniendo aún los estragos de la muerte, como el despertar aterrorizado después de verte cayendo por la inmensidad del precipicio, como el niño que ha de lanzarse a andar sin haberlo aprendido todavía sin vacilaciones.
Todo eso hice, pedí ayuda, acepté que la necesitaba, confíe en las puertas que me abrían, en las manos que se me ofrecían, y, sobre todo, en el poder sanador de la palabra. Me propuse exorcizarme, expulsar por mi boca los demonios que llevaba dentro, tus fantasmas se diluyen cuando los ves fuera de ti, lucifer en un simple espantapájaros. Palabra hablada, palabra escrita. Cuando todo parece que va a acabar, aún te queda la palabra. El placer de la palabra, cuando tus sentidos parecen que se apagan, la palabra te acaricia, te besa, la paladeas, la hueles, te pone en pie, te hace andar.
Escribir, esa fue mi principal terapia. Los días se estiraban para dejarme hacerlo, puse en grafemas mis tormentos y estos se fueron suavizando. Y detrás de esos tormentos, detrás de esos diablos, aparecí yo, allí estaba, maltrecho, dolorido, con el reto de crecer de nuevo, de iniciar nuevos caminos, de descubrir nuevas sensaciones, de reencontrarme a mi mismo y hacer las paces conmigo. A eso dedicaba la mayor parte de mi tiempo, mientas ellos estaban en el colegio y mi mujer en su trabajo, yo me sentaba delante del ordenador e intentaba sacar de mí esas tinieblas para encontrar la luz en ellas. La palabra no siempre sale fluida, unas veces es una dicha que se va viendo crecer en la pantalla, pero otras se trata de un doloroso parto del que, al final, acaba todo tu cuerpo resentido. Unas veces descubres al azar una palabra talismán que te abre varios mundos en los que felizmente te zambulles, otras por mucho que escarbas en tu memoria esa palabra permanece escondida y solo el tiempo y la paciencia permite que salga a flote.
Comunicar no es solo hablar, es también escuchar, permitir que el otro hable, alentar su comunicación mediante la tuya. Es recuperar los sonidos en tu casa, una simple conversación sobre cosas sin importancia, el sonido de la música, unas risas. Tan distinta puede ser la escena. Mis hijos riendo, bromeando conmigo. ¿Soy yo el objeto de sus bromas, aquel a quién temían? Hay pocas cosas tan dichosas como el sonido de unas risas en tu casa. Un hormigueo gozoso me recorre por dentro. Se acercan a mí, me tocan. Este proceso no es rápido, quizás mis primeros intentos de comunicación suenan a balbuceos algo forzados para luego, con el paso de los días, irme soltando y darle pie a ellos para hacer lo mismo. Mis primeros intentos de acercamiento resultan torpes, temeroso de desencadenar en ellos una reacción no deseada. Ellos me observan con actitud desconfiada, asustadiza. Las cicatrices no se resuelven de un día para otro, las primeras aproximaciones parecen de prueba, esperando a ver cual es mi respuesta, solo este diálogo corporal sostenido y confiado permite que los contactos se vayan haciendo frecuentes y más intensos.
Era consciente de que las principales iniciativas me correspondían a mí, no lo hice por obligación, respondía a una necesidad que de verdad sentía. «Familia, ¿sabéis una cosa?» Les dije mientras nos encontrábamos reunidos en torno a la mesa del comedor. Me miraron con expectación. «Os quiero mucho y gracias por aguantarme.» Aquello se convirtió para mí en casi una rutina. Cuando los veía ante mí en una conversación distendida, riendo, sentía la necesidad de aquello. «Familia, sabéis una cosa?...» Bastaba con esas palabras para que se echaran a reír y completaran a coro mis palabras. Aquello era para mí un deleite.
Hace un rato, mientras escribía este texto, mi hijo pequeño se ha acercado a mí y se ha puesto a mi espalda mirando lo que hacía por encima de mi hombro izquierdo. No me ha dicho y yo no le he dicho nada. Unos minutos después se ha abrazado a mi cuello por detrás y ha apoyado su cabeza sobre la mía. He cogido sus manos y se las he besado, él me ha besado la mejilla. He tenido que detener la escritura por unos momentos tanta era mi conmoción. Al rato se ha tirado al suelo con un libro, y ahí está, leyendo tranquilamente a mi vera mientras yo escribo, llevando a cabo mi terapia particular. Si esta no es la auténtica imagen de la felicidad no reconozco ninguna otra. Imagino que él y yo nos encontramos sentados al borde del precipicio pero ya no lo veo como tal, contemplamos los dos el hermoso paisaje que se ve desde allí y que antes no había descubierto.

https://charlas.files.wordpress.com/2009/05/precipicio.jpg

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