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domingo, 24 de junio de 2012

ESPIRITUALIDAD SOBRE EL ALAMBRE



Bailar en el alambre. Estar algo o alguien en una situación de peligroso equilibrio, de forma que en cualquier momento puede caer o terminar. La cuerda floja o el alambre son atracciones circenses que consisten en que un hombre pase andando de un extremo a otro, con evidente riesgo de caer.
¿Es posible la espiritualidad cuando se camina sobre el alambre, cuando el racionalismo y el desencantamiento del mundo nos ha privado de la red de seguridad, cuando el vacío a nuestros pies se convierte en una permanente amenaza? Se acabó la magia, Dios ha muerto, la realidad se ha desacralizado, el templo se resquebraja. Nadie nos tiene en sus manos, ya salimos del vientre materno y no es posible encontrar cobijo y seguridad en ningún otro. La vida es un permanente parto, una traumática salida a una realidad que nos deslumbra. Un encuentro con el dolor. ¿En qué ha de confiar el funambulista que camina por el cable? ¿Dónde agarrarse si sobreviene la caída? ¿Quién nos protegerá?
Si ya no tenemos la certidumbre de las explicaciones, la facilidad de la mediación, ¿cómo justificar la aterradora mirada al mundo que nos rodea y del que formamos parte? ¿Cómo inhibirnos de nuestro papel en él? Cortado el cordón umbilical flotamos en el espacio des-religados del absoluto del que nos sentíamos parte. ¿Cómo re-leer todo este desmoronamiento?
Desde la profundidad de uno mismo, lo material asfixia y solo desde la trabazón del sentir y el pensar es posible desatar ese nudo. Desanudar la atadura es re-leer a Dios y re-leer la idea de espiritualidad.
Si Dios, sencillamente, no fuera. No fuera todo aquello que interpretamos en la niebla. O fuera lo que no tiene nombre, lo que no tiene forma, lo que no es concebible, lo que no ve, lo que no hace, lo que no puede, lo que no siente. Si Dios, sencillamente, fuera lo que no fuera. Si Dios fuera la parte y el todo, sobre todo la pregunta y no la respuesta, el camino y no la meta, lo que se nos escapa y no lo que se aprehende, tendríamos por delante todo ese camino para sentir, para intuir, para preguntarnos, para equivocarnos, para levantarnos, para soñar, para experimentar el vértigo y el placer de la libertad, el desasosiego y la madurez de la responsabilidad. Un camino hecho de materia en la que desarrollar el espíritu, de realidades finitas que sirvan de arrimaderos sobre los que descansar parcialmente de la búsqueda del infinito, de sustancias con las que establecer los mojones que sirvan de guía a nuestro caminar.
Si la espiritualidad fuera la disposición para el camino, la intimidad que nos mueve a él, sería la conciencia de que la primera pregunta somos nosotros, es uno mismo. La conciencia de nuestra pequeñez, el eslabón que solo adquiere sentido en la cadena y que, aún así, en sí mismo, es parte fundamental de la misma, la humildad que sabe estar a la altura de todo lo existente y abre de par en par los poros de su sensibilidad a lo más pequeño. Que vive cada milímetro del camino sin olvidar de donde viene y hacia donde va, sin perder la perspectiva de la totalidad ni la atención a cada guijarro del mismo. El interés en que cada paso responda a esa búsqueda y la capacidad para descubrir nuestras vacilaciones y marcha atrás y saber, con ello, rehacer la desorientación. Percibir y vivenciar el dolor del caminar, en uno mismo y en los demás, y cargarse la mochila de compasión y de empatía. Que mantiene la capacidad de asombro respecto del curso del mundo como prerrequisito de la posibilidad de preguntarse por su sentido, el goce de la diversidad y el aprendizaje de la misma. La reivindicación de su permanente espacio de autonomía, resistiendo a la presión irracional e insensible de la masa. La certeza de que cada respuesta que cree encontrar adquiere rostro de nuevas preguntas, de que la superficie de las cosas solo es el disfraz de las cuestiones fundamentales y que el sentido de estas ayuda a la elección en las bifurcaciones del camino por lo que su cuestionamiento es ineludible. Que cada tropiezo ha de ser el comienzo de una nueva etapa y cada error el estímulo para un acierto, que el sufrimiento puede despertar la lucidez y la ternura. Que la razón del caminar se encuentra en todo aquello que le rodea, que uno es responsable de todo ello, que cada gesto, por minúsculo que sea, es importante, que cada decisión es de nuestra incumbencia, que no podemos eludir cada trago, cada oscuridad, cada recodo. Que el encuentro es cara a cara, sin mediadores ni circunloquios, que la única mediación para el hombre es el hombre, para lo que hay es lo que hay, para el no ser es el ser.
Es la espiritualidad del riesgo, no la de la calma chicha, la de los matices que humanizan, la que afronta los retos sin miedo a las derrotas, la que se integra en la complejidad de la vida y en el medio del torrente es capaz de encontrar balsas de aceite en las que intuir la luz y las salidas y reponer fuerzas para lanzarse a la aventura. La espiritualidad que se mueve en los contrastes que reflejan la unicidad, la del yin y el yang, lo finito que anuncia lo infinito que se sueña, la del ser autónomo y heterónomo, la de quien forma parte de un todo y no por ello deja de sentirse en soledad, la del placer y el dolor, la de quien se siente y lucha por ser libre sin dejar de saberse supeditado, la del pequeño que descubre su grandeza en esa pequeñez, la del débil que a fuerza de conocer sus flaquezas adquiere en ello fortaleza, la del que sabe que aún expuesto al azar, este azar no le arrebata sentido a la realidad, la de quien sin dejar de ser escéptico no renuncia a la esperanza.





miércoles, 20 de junio de 2012

ODIO Y VENGANZA



Leo la petición que ha dirigido públicamente a Instituciones Penitenciarias Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio, teniente alcalde del Ayuntamiento de San Sebastián, del PP, asesinado por ETA en enero de 1995, para entrevistarse con Valentín Lasarte, verdugo de su hermano y preso etarra en periodo de reinserción. Consuelo Ordóñez ha manifestado que lo que pretende es desenmascarar la “inutilidad” del plan de reinserción del Gobierno.

Esta petición hay que interpretarla en el contexto de los encuentros entre presos etarras y víctimas del terrorismo en los que los terroristas reinsertados piden perdón a las víctimas como símbolo de un clima de convivencia en el País Vasco. Es obvio, por lo manifestado por ella, que la intención de Consuelo Ordóñez no es favorecer esta iniciativa, sino torpedearla. Es humanamente comprensible, como no va a serlo, el rencor de una víctima respecto a su victimario, pero la pregunta a hacerse es si esto ha de ser alentado por la sociedad. El resentimiento, la hostilidad, el rechazo incontrolable, el mismo deseo de venganza forma parte de la historia humana desde sus inicios, acompaña y acompañará al hombre hasta el final. Pero por muy doloroso e incómodo que nos sea planteárnoslo es necesario preguntarse si es un valor. El odio, la venganza, es perfectamente comprensible cuando uno siente la insensatez del acto que lo provoca, su tremenda injusticia, el enorme dolor, irreparable, que causa, pero, por muy comprensible que sea, nunca dejará de ser un contravalor que se enquista en la vida de uno corroyéndolo y se enquista en la sociedad si se le da alas infectando la convivencia. El éxito de un sistema penitenciario no es la venganza sino la reinserción, del mismo modo que el del sistema sanitario no es la cronificación de la enfermedad sino la salud, la curación del enfermo. El éxito de una sociedad es la convivencia justa y pacífica entre sus miembros con la integración del máximo número de ellos en la misma. La superación del rencor, del odio y del deseo de venganza es la victoria y no la derrota para uno mismo y para un grupo social que apuesta por el máximo grado de entendimiento y tolerancia.
Es evidente la frase de Gandhi “ojo por ojo y al final el mundo acabará ciego” y, sin embargo, a pesar de su evidencia, parece importar poco esa ceguera. Puede ser cada vez mayor, en la situación en la que nos encontramos y en la que cada vez más nos vamos adentrando, la tentación del odio, y debe de ser cada vez mayor el esfuerzo para superarlo. No es anecdótico ese culto social al resentimiento, no se encuentra aparejado a una coyuntura específica ni a unas personas en particular, sino que más allá de su exteriorización clara parece irse instalando de una manera subrepticia en las formas, pensamiento y hábitos de nuestra sociedad. No es anecdótico que hayamos convertido al competidor en enemigo, que más allá de la derrota de unas ideas se pretenda la derrota física y moral de las personas que las encarnan, que para ese objetivo se simplifique hasta el extremo el discurso, se ignoren los matices y se utilice la caricatura gruesa y el insulto, que se busque tocar las fibras emocionales y no las de la razón, provocar el pensamiento visceral (si a esto puede llamársele pensamiento) y no el racional, anular los sentimientos compasivos y empáticos mediante la exacerbación del odio, que la complejidad de la realidad se sustituya por nombres propios de personas o de grupos sociales a los que culpabilizar, descargar la impotencia y la ignorancia en chivos expiatorios a los que sacrificar. No es anecdótico y supone, además, jugar con un fuego que nos abrasará, en primer lugar, a nosotros, la poca grandeza y dignidad que podamos tener y que arrasará la escasa lucidez que nos quede. Un fuego que puede prender con facilidad en la realidad social en la que nos encontramos, la historia no es lineal, el pasado no es algo que sin más quedó atrás y no hay riesgo de que se repita. La humanidad tiene un ayer y un mañana, pero las personas que la encarnan apenas viven un hoy, no siempre sagaces para percibir los errores de otros o valientes para asumir los valores difíciles que supone el progreso moral. El riesgo de incendio puede ser alto, no banalicemos ese cigarrillo que fumamos con chulería en medio del secarral. Las señales de todo esto no nos deben pasar desapercibidas, las tenemos aquí, entre nosotros, y las encontramos en los países que forman parte de nuestro entorno, aunque sea bajo nombres pomposos como el de la Aurora Dorada. El dorado puede remitirnos al brillar de precioso oro, pero también puede estar en el refulgir del fuego que devora, es necesario encontrarse alerta para descubrir qué se esconde detrás de esos términos pretenciosos, quizás la simple y fácil, incluso gratificante, miseria moral e intelectual.
Pero el ojo avizor no ha de estar puesto solo en la ideología, sino en el caballo de Troya que supone un vocabulario que utilizamos a la ligera, o en unas formas, que de comunes, ya no les damos importancia. La ejemplaridad es un concepto en desuso pero que cada vez se hace más urgente recuperarlo. Por eso, la “anécdota” que refería al principio no es tal, porque la asumimos sin análisis y con cierto grado de satisfacción, porque decimos “comprenderla” sin más, sin ejercer sobre ella un filtro superior, el de cribarla a la luz de una filosofía de vida y con el bisturí de una lógica política (la del demos y la polis, no la de este sucedáneo rebajado y deteriorado que sufrimos). Porque este momento de enorme desorientación nos exige grandeza intelectual y ética ante el riesgo evidente de embrutecernos en uno y otro aspecto.

viernes, 15 de junio de 2012

AVARICIA



Reconozco que sé muy poquito de economía y admito que tal y como están las cosas, quiero saber cada vez menos, aunque pueda ser de nuevo un bicho raro en un momento en el que parece que todos aspiramos a convertirnos en catedráticos de ella. Pero dentro de mi ignorancia sospecho una cosa, que el origen del problema no radica ni en la burbuja inmobiliaria, ni en la financiera, ni en la inflación o la deflación, en el déficit o en el superávit, ni en la prima de riesgo o en el rendimiento del bono a 10 años, ni el IBEX 35, EUROSTOOX 50, NASDAQ 100 ó DOW JONES,  ni, si me apuran, en los paraísos fiscales o la corrupción urbanística; me da la impresión de que todo esto solo son los apellidos del problema, su nombre presiento que es muy antiguo y muy simple, se llama AVARICIA.
Un nombre que viene de atrás, no del 2000, 2002, 2004 o 2008, tiene difícil o imposible datación, como difícil fecha exacta podemos atribuir a este sistema en el que hemos crecido y nos hemos ido haciendo “hombres” cómodamente instalados; un nombre que ahora descubrimos, cuando nos afecta a nosotros, que hinca sus uñas en la carne viva y devora personas, en el que todo es cuantificable y puede supeditarse al beneficio económico; en el que la otra cara que hemos deseado ignorar siempre ha estado ahí, sangrando y sufriendo, en un holocausto permanente, sacrificados en el altar de nuestra auténtica divinidad: el dinero.
Todos esos apellidos son más complejos y más sencillos a la vez, todos transmiten un mensaje que nosotros transmitimos de igual manera cada vez que establecemos tertulias de seudoespecialistas. Ese mensaje es: no hay alternativa, el problema es técnico, de ajustes en los engranajes; la solución no es ideológica, ni nada tiene que ver con la ética o la moral, es económica y la economía es solo ciencia aséptica, neutral, un exclusivo problema técnico y solo al alcance de especialistas. La tecnocracia como ideología al alcance de todos si se acepta ese mensaje. Y lo hemos aceptado.
El vocabulario nos parasita el pensamiento, se instala en él y coloniza todas las neuronas gobernando el qué y el por qué de nuestra cotidianidad. La terminología es el vehículo para nuestro pensamiento, solo a través del lenguaje somos capaces de pensar, pero la elección de una u otra no es inocente, de una manera rutinaria incorporamos el caballo de Troya que termina por conquistar nuestro cerebro. El parásito va apropiándose de él y adueñándose de nosotros. Somos lo que pensamos, cómo pensamos, como nos hacen pensar, como nos permiten hacerlo.
Y con esa dulce alienación nos sentimos más, integrados en el gran grupo de los entendidos y nos sentimos cómodos y seguros, despojados de la condición de sujetos autónomos, pero eximidos también de toda responsabilidad y culpa. La solución nos excede, no afecta a nuestra vida, es la categoría macro que nos permite sentirnos importantes y nadie al mismo tiempo, jueces y espectadores. Lo que hemos hecho de nuestra vida, lo que hemos colaborado a hacer a nuestro alrededor, nada tiene que ver con todo esto. Podemos aspirar a seguir siendo lo que fuimos mientras el viejo orden, que nunca se debió perder, se restablece.
Pero la condición de espectador es imposible de mantener cuando nos va poseyendo la de víctima, y la inocencia se convierte en una falacia cuando  la tramoya se viene abajo y deja al descubierto las alcantarillas de nuestro sistema y todos sus damnificados. El viejo orden no ha de volver, la aceleración permanente hacia el abismo solo conducía al suicidio y nosotros marchábamos inconscientemente hacia él. La solución ha de pasar por no esperar a percibir la herida cuando ya sangra, a lamentarnos de la metástasis cuando esta ya es un hecho, sino en estar alerta a la aparición de las células malignas cuando “inocentemente” quieren instalarse en nosotros y en nuestra sociedad, percibir que no hablamos de tecnicismos, hablamos de avaricia; percibir la condescendencia con la que la hemos tratado, la laxitud moral con la que nos hemos comportado; que la solución sí nos ha de afectar a todos, que no nos han de valer los viejos decorados en los que esta se movía como pez en el agua, que ha de ser mayor nuestra exigencia y mayor nuestro compromiso; que a esta solución hay que ponerle nombre: redistribución de los recursos, jerarquía de prioridades, desarrollo humano, economía del decrecimiento.

martes, 12 de junio de 2012

HUMILDAD



Comienzo este escrito sin saber exactamente de qué voy a hablar. Mi primer impulso surgió de un día en Urgencias y la necesidad de dar gracias a la vida, o más en concreto, darlas a la gente. El segundo, al concluir la lectura de un libro que recomiendo, Rescate, de David Malouf, narra un breve acontecimiento de la Iliada, el encuentro entre Príamo, rey de Troya y Aquiles, para que este le devuelva el cuerpo de su hijo, Héctor. Los dos impulsos eran fuertes y surgen de un mismo fondo: la emoción y el llanto. Pero me basta reflexionar un poco para llegar a la conclusión de que algo todavía más concreto les une: la humildad. La humildad como factor de liberación y de conocimiento.
Ese fragmento del encuentro entre Príamo y el asesino de su hijo recuerdo que me conmovió cuando, en su momento, lo leí, por eso, cuando me enteré de la existencia de este libro desarrollando el mismo corrí (es una forma de hablar) a su lectura, y lo reconozco de entrada, me emocioné y lloré. No tengo nada que ocultar, soy un llorón, toda mi vida lo he sido. El llanto es un desahogo, siempre liberador pero además gratificante cuando acude tras tocar fibras sensibles de tu emoción, y fundamentalmente, cuando se trata de un producto de la alegría.
Este encuentro supone para ellos la conciencia de su condición humana y, por lo tanto, de mortales y con ello la liberación, por un corto espacio de tiempo, de una condena a la que se ven sometidos, la de la vida mitológica, la obligación de comportarse en todo momento bajo las normas que parecen corresponder a un personaje fabuloso, destinado a convertirse en el héroe de un pueblo. Príamo da el primer paso al anteponer su condición de padre al rigorismo que supone ese personaje mitológico y decide dar un paso sorprendente, quizás escandaloso, abandonar sus atributos y prerrogativas reales para humillarse ante Aquiles con el fin de conseguir el rescate del cuerpo de su hijo. El contacto con Somax, un carretero del pueblo, en las antípodas de sus costumbres y sus maneras, que será quien le conducirá hasta el campamento griego, supondrá su inmersión definitiva en esa vida de hombre que le permanece ajena. El descubrimiento de pequeños placeres de la vida que le eran totalmente desconocidos, de la sencillez de una vida que se tenía prohibida, el aprendizaje a través del contraste de una realidad que para él era inexistente, la descarga del pesado fardo del mito. Un encuentro que también supone para Aquiles la toma de conciencia de su condición de mortal, de hijo y padre a la vez y la liberación de la obligación obsesiva que se ha autoimpuesto, la de vengar en el cuerpo de Héctor el asesinato de su compañero Patroclo. Obsesión que le enloquece al descubrir cada mañana que los salvajes estragos que su orgullo y su dolor exigen son inútiles pues siempre encuentra el cuerpo resplandeciente de un durmiente, inmune a su maltrato. Es la liberación de esa obligación, la recuperación de la calma, la expulsión del veneno que le obstruía la mente.
Se trata de un viaje de ambos a la humildad, de la renuncia a la ostentación de sus logros y de su linaje, de un acto de humillación como previo al conocimiento: la toma de conciencia de la debilidad de uno mismo, del dolor propio para hacerse consciente de la debilidad y el dolor ajenos. ¿Puede haber conocimiento sin humildad? ¿Puede uno tener necesidad y deseo de conocer sin partir de ella? ¿Pueden existir actos de liberación mayores que el de la humillación voluntaria y que, a la vez, le engrandezcan a uno más? ¿Puede haber algo que se eche más de menos en muchos ámbitos de nuestra sociedad?
¿Y qué es una enfermedad, y más si es crónica, sino un viaje hacia la humildad? Despojarte de las corazas que crees que te recubren, tomar conciencia de que la fragilidad es consustancial a la existencia, que en tanto ser humano eres dependiente, que la dependencia no es un atributo exclusivo de la discapacidad, o más exactamente, que la discapacidad no se trata de un atributo exclusivo de una porción de mortales, que capacidad y discapacidad no son excluyentes. Es el conocimiento de que una y otra van aparejadas, de que por la segunda siempre encontrarás momentos en los que te encuentres necesitado de ayuda y que por añadidura tú, también en algunos momentos, estás obligado a prestarla. La toma de conciencia de que somos en tanto los otros nos hacen  y ellos son en tanto nosotros les vamos haciendo, que nuestra responsabilidad no concluye hasta el último momento, como tampoco concluye nuestra obligación de agradecimiento.
Horas en una sala de Urgencias o en un Hospital de Día da para mucho pensar, en aquello de lo que careces pero también en aquello que tienes y, especialmente, en aquello que se te da gratuitamente, incluso, inmerecidamente. La vida te lastima pero también puede favorecerte y es este privilegio el que sientes más grande en la medida en que te empequeñeces, el que no debemos perder de vista.
He recibido dádivas inesperadas durante estas últimas semanas que me han emocionado, que me han hecho llorar o que me han dejado perplejo, desproporcionadas respecto a mis méritos, si es que los hubiere. Dádivas que sea cual sea su forma para mí tienen un nombre: afecto. En ese estado de embelesamiento, casi de éxtasis, es en el que la vida me vuelve a dar un toque en la espalda para recordarme que soy mortal, muy mortal, achacoso y perecedero. En ese estado de arrobo entro en un lugar donde solo es posible la cesión de tu supuesto poder en beneficio de otros, te encuentras en sus manos y has de confiar en ello. Muchos servicios públicos se basan en ello, la educación y la sanidad fundamentalmente, son, objetivamente, un traspaso de poder y es en esa situación desequilibrada donde más se percibe el auténtico valor del servicio así como el del propio servidor. El que tiene el poder es consciente de la “indefensión” de la persona que tiene en sus manos, es consciente de que la persona que está frente a él pudiera ser él mismo, la limitación de ese poder es un acto de humildad y de sabiduría; por otro lado, el paciente, se despoja, necesariamente, de gran parte de sus prerrogativas y se abandona a su hacer. Es en ese mutuo pacto de confianza donde solo puede funcionar lo público, donde uno da y otro recibe, pero en el que quien da sabe que en el acto de humillación de este último no pierde absolutamente nada de su dignidad, que está trabajando por el bien común que en cada momento se concreta en unas personas determinadas, personas que, de alguna manera pudieran ser él. 
Uno da y otro recibe, pero el que recibe, si lo hace en esas condiciones, también puede dar las gracias. Por eso, entre camillas y placas, pinchazos y sueros, rostros de preocupación y sonrisas, me dio por pensar que lo que allí estaba recibiendo era un regalo que necesitaba agradecer. La delicadeza con la que fui tratado, la naturalidad, las sonrisas, la comprensión y la profesionalidad de las personas concretas de carne y hueso que me atendieron, con nombres y apellidos, con su familia, con vida propia más allá de aquello, con sus problemas particulares, como todos, con sus preocupaciones y sus deseos, sus alientos y sus cansancios. Y agradecer el servicio público bien entendido y la propia existencia de ese servicio, y sentir el temor de que ese servicio se vaya desmoronando y que ese desmoronamiento arrastre consigo los ánimos de los que luchan por mantenerlo en pie. Valorar lo que tengo y otros muchos no tienen, lo que cada vez se quiere restringir más. Se trata de un privilegio para mí porque otros muchos no lo tienen, pero la solución ética y moral (si es que la política y la economía se rigen por ambas) es hacerlo cada vez más extensivo, que deje de ser ese privilegio; no convertirlo en un lujo que es obligatorio extirpar.
¿Y a qué me refiero en todo momento sino a la humildad? Esa virtud tan extraña hoy en día; de su aprendizaje. De la liberación que supone desprenderse del corsé que atenaza y reduce tu libertad, si es que la deseas, y espontaneidad, si es que te encuentras cómodo en ella. Romper el papel que actúa por ti, que piensa por ti, que siente por ti, que te convierte en un muñeco de guiñol por muy empingorotado que te sientas. ¿En qué momento cedes? ¿En qué momento haces pública esa cesión? ¿Cuándo ruegas, cuándo pides perdón, cuándo reconoces tus errores, cuándo te sientes conmovido de verdad, cuándo te bajas del pedestal, cuándo te sientes mortal? Toda crisis, sea del tipo que sea, debería servirnos de baño de humildad. Toda crisis, propia o ajena, debería ser fuente de conocimiento de lo auténticamente esencial, de la naturaleza humana, de nosotros mismos formando parte de ella. La naturaleza desvelada en todos sus matices, en todas sus escondidas, aún las más recónditas, las más disimuladas; y solo ese conocimiento nos hará libres, capaces de remontar el vuelo y encontrar nuevos caminos. Este es el poder liberador y sanador de la humillación voluntaria, deponer el orgullo, limpiar la mirada, redescubrir nuevas fuerzas. Un poder al alcance de todos y, sin embargo, estigmatizado por una sociedad soberbia y ególatra, señalado a fuego en cada uno de nosotros, educados para resistirnos al mismo. Solo la humildad, solo el servicio, nos hará libres, porque esa libertad nacerá desde el único lugar que la hace auténtica, desde lo más profundo de nosotros. El poder que no es ejercido desde la prepotencia y que otorga la auténtica autoridad y al que solo uno insiste en resistirse echando mano de la parte más mezquina de nuestro ser, de la confusión más dolorosa, la que existe entre el papel que representamos y nuestro propio ser. Dejamos de ser para simplemente actuar, siempre a la defensiva/ofensiva, temerosos de que se nos descubra el engaño. Una virtud accesible y exigible a todos, desde el último al primer escalón, siempre cuando se maneja una posición de dominio, mayor cuanta mayor sea esta.
Virtud, humildad, ¡qué antigüedad! ¡Qué gagá estás ya Jesús!