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martes, 10 de marzo de 2020

FELICIDAD


Resultado de imagen de llorar de felicidad

He citado con frecuencia las palabras de Ramón Sampedro que hablan de que aprendía a llorar riendo. Palabras, cómo no, que también han tenido que hacerse presentes en mí. Sin embargo, uno puede vivir en ocasiones la experiencia inversa, reír llorando, en muchas de esas ocasiones pura felicidad. Derramar esa felicidad en forma de lágrimas o irse licuando sin poder contenerse en puro gozo, hay pocas experiencias tan maravillosas como ese reír llorando, pura emoción unas veces generada por empatía hacia una persona querida y otras veces en las que uno se basta por sí solo para ese llanto. Cuando uno es padre sus hijos ya forman, para siempre, parte de él; sin ellos no está completo. Es por ello que se puede comprender, de alguna manera, la experiencia explosiva, casi inenarrable, profundamente alegre, de ver, cuando menos lo esperas, aparecer de golpe a un hijo que tiene que saltar el charco para llegar hasta ti y al que hace tiempo no podías abrazar ni besar, es en ese momento cuando vuelves a ser un niño pura emoción y rompes a llorar y no puedes parar; el mundo a tu alrededor deja de existir y  sólo eres tú y tu llanto, tu risa es ahora llanto, tan liberador. Surge desde tu pequeñez, desde ese nada que te puedes creer, desde tu minúsculo ser surge la enorme alegría, mayor cuanto menor te has creído. Eso es felicidad sin más, sin edulcorante alguno, sin rastro de tristeza, únicamente felicidad.

lunes, 6 de enero de 2020

LA MARCHA





Vuela alto, vuela lejos, hazlo ya, pero que ese vuelo no te haga olvidar el nido del que partiste. Vuelve a él con frecuencia, pero que esos momentos no se conviertan cada vez en más duraderos, es tu nido, siempre lo será, pero has de construir el tuyo propio. Te añoraremos, pero habremos cumplido la función que nos corresponde por naturaleza: procrear para salvar la especie, intentando que sea una especie sana en una naturaleza sana.
Tus hijos no son tus hijos son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma escribió hace un siglo un gran poeta libanes; es cierto en gran medida, somos el vehículo que la vida utiliza para perpetuarse a sí misma depositando una criatura en nuestras manos para que la protejamos. La tarea de cuidar tú también tendrás que hacerla tuya cuidando incluso, a tu manera, a esos viejos padres soñadores que hoy dejas atrás.
No habrán faltado choques ni seguramente faltarán después, nuestros caminos han de ser distintos y nuestra velocidad también, tendremos que pasar el tiempo modulando nuestras vidas, la realidad es cambiante y el tiempo pasa más rápido que nuestra capacidad de adaptación a ella. El ser humano es conservador por naturaleza, pero se ve obligado a mantenerse en continuo cambio, cosa que no siempre consigue con éxito.
El cómo nos vemos será diferente según acerquemos o alejemos la lente de nosotros, según una cosa u otra seremos todo o nada, la razón de ser de nuestra existencia o un mísero punto imperceptible en el espacio. Ese será el equilibrio en el que deberás moverte, aunque lo lógico será que incidas más en la primera o segunda perspectiva según sea la etapa de la vida por la que transites, pero ambas son verdaderas, no lo olvides, no deseches ninguna, aunque resulte complicado mantener ese equilibrio sin venirse abajo o ser incómodo.
La marea te dejará en la playa para que la habites y la hagas tuya, esa misma marea que nos arrastrará a nosotros mar adentro hasta que nos perdamos. El ciclo de la vida que nos corresponde se habrá cumplido.



viernes, 1 de marzo de 2019

AURORA



  

Nuestra educación emocional casi siempre tiene nombre de mujer, las caricias, los besos, los consuelos, los cuentos, las canciones, los poemas, todo contacto corporal que nos haga sentir el afecto, todo juego de palabras que nos haga descubrir la magia de las mismas, cualquier actividad que nos haga florecer las sonrisas, todo aquello que en nuestra infancia nos hizo sentirnos protegidos e importantes. Puede que mi generalización sea excesiva, que no todos los afectos tengan nombre de mujer, incluso que mi propio caso no sea del todo cierto pues los recuerdos tienen siempre entremezclados hechos que ocurrieron con otros que soñamos, aquello que vimos con aquello que nos contaron, lo que realmente era con lo que nos gustaría que hubiera sido y las circunstancias sociales y los papeles que en ellas se desempeñan están en gran medida  determinados por la realidad que les rodea. El papel del hombre y de la mujer, del padre y de la madre, afortunadamente, tienen muy poco que ver hace cincuenta años con la actualidad, del mismo modo que en cualquier momento histórico ni son iguales todas las mujeres ni todos los hombres. Es por eso por lo que poner nombre propio a tu educación emocional no solo resulta arriesgado sino que es posible afirmar con seguridad que es mentira en la medida en que se trata de una verdad incompleta, las emociones se educan por muchas  de las personas con las que convives y las circunstancias y situaciones en las que lo haces del mismo modo que tú mismo te educas por la manera en que te relacionas con ellas y por las experiencias que vas teniendo en esas circunstancias. Siendo consciente de ese riesgo es posible asegurar que no todas esas personas pueden ponerse al mismo nivel, del mismo modo que también hay una certeza casi absoluta de que entre las personas que se encuentran en primera línea, si no, incluso, a la cabeza, se encuentra tu madre.
El nombre propio en este caso, el mío. es Aurora. Me es difícil nombrarla en público sin que los ojos se me humedezcan, soy consciente de que ella hubiera deseado todos aquellos gestos de cariño que no le di, la torpeza de un muchacho que entonces no era capaz de expresar el amor que sentía. Ella no requería más que unas pocas palabras que salieran del corazón, una mano que se posara en la suya y un beso gratuito dado de manera imprevista, porque sí, simplemente porque contemplarla removía en ti todos los afectos; aquello que ella realizaba de forma natural. No era perfecta, nadie lo es, sin embargo, bastaba con detenerse a pensar un poco entre el trajín de la vida para darse cuenta de que la mayor parte de sus gestos lo eran de amor. Su presencia en la cocina, más allá de que a ella le gustara esa labor, era un acto de amor en el que soñaba con el destino final de lo que hacía, nuestro disfrute. Los sábados que mantuvo hasta el final, en los que cada día su agotamiento era mayor, momentos en los que disfrutaba viéndonos a todos juntos, pero con los que seguramente se le iban restando días de vida. Puede ser el papel de las madres de entonces, no saber decir que no, aunque con ello se les fuera yendo la vida. No supo decir basta a esas comidas, quizás no se trataba de un simple gesto de sacrificio, sino que ella las necesitaba, le aportaban felicidad, aunque le restaran vida. No supo decir que no como madre y tampoco como abuela, tampoco con sus pequeños ni supo ni quiso negarse, con aquellos que al final del día, cuando ya se habían ido, siempre exclamaba lo mismo: “! ¡Qué alegría cuando llegan y que descanso cuando se van!”. Me transmitió también el afecto por la cocina. No cogí nunca una sartén en mi casa, las madres de antes ocupaban la cocina como un reino propio al que difícilmente permitían acceder a un hombre para batir si quiera un huevo, actitud de la que nos aprovechábamos los hombres de la casa para no dar un palo al agua. Pero era consciente de que ese reparto desigual debería morir con ella. Así fue, su disfrute también nos lo contagió al igual que seguro disfrutó también al ver a sus hombres al mando de las cocinas de sus casas. Esa fue una característica suya, poner cariño en todo lo que hacía, por ejemplo, en la lectura. Recuerdo un comentario de Víctor Moreno referido al fomento de la lectura, que no se puede contagiar el virus que no se parece. Muchos docentes no lograron transmitir ese virus por mucha animación lectora que hubiera, no lo padecían, cosa que, sí logro una mujer, regordeta, sin estudios (cosa frecuente entonces pues la mujer estaba destinada al matrimonio y para eso bastaban sus labores), con libros siempre en su mesita de noche. El afán cultural que podamos tener sus hijos tiene su autoría. No creo en cielo ni en infierno, pero ella sí creía, por ello estoy seguro que tiene que haber un cielo con su nombre desde donde espero esté leyendo esto y me perdone mi falta de gestos de cariño y sabrá ya que la quise y la quiero mucho más de lo que fui y soy capaz de expresar.