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miércoles, 20 de septiembre de 2023

El relato españolista hace crisis


 



Si el Congreso aprueba una ley de amnistía, o el Gobierno halla otra vía ante el absurdo de que más de 300 cargos públicos aguarden juicio, se habrá pasado página de un episodio que conviene superar cuanto antes mejor

Ignacio Sánchez-Cuenca

19 sept 2023 - 05:00 CEST

EL PAÍS

El debate sobre la amnistía se ha desbordado. Aunque en estos momentos es Alberto Núñez Feijóo quien ha recibido el encargo del Rey para formar Gobierno, la conversación pública ya ha descontado su fracaso y va un paso por delante, centrada en el complejo asunto de la amnistía, que será un elemento clave en la votación de investidura de Pedro Sánchez. Los ánimos se han encrespado rápidamente y se han podido leer en estas mismas páginas afirmaciones lapidarias. Juan Luis Cebrián ha escrito que “si el Gobierno y el PSOE consuman la deslealtad a la Constitución que supone el olvido de los delitos del separatismo, este 11 de septiembre puede marcar el principio del fin de nuestra democracia”. En la misma línea, Javier Cercas afirma que la amnistía “sería una condena de la democracia entera”.
Si se recurre a este lenguaje exaltado es por el temor de que el relato sobre el problema catalán que ha sido dominante hasta el momento en el nacionalismo español se resquebraje. Ya sucedió en parte durante la anterior legislatura con los indultos y la reforma del delito de sedición; una amnistía ahora sería el remate final. Salvo que se produzca un improbable cambio de voto de cuatro diputados, Feijóo no conseguirá la investidura y a continuación lo intentará Pedro Sánchez. Si entonces las izquierdas formadas por PSOE y Sumar no llegan a un acuerdo con los nacionalistas vascos y catalanes, el relato hegemónico se mantendrá incólume e iremos a nuevas elecciones. Pero si se alcanza un acuerdo, el relato alternativo acabará prevaleciendo.
Según el relato dominante, en septiembre y octubre de 2017 los políticos independentistas cometieron graves delitos contra el Estado y la democracia. Querían destruir la democracia española y acabar con la soberanía nacional. Fue un golpe de Estado fallido y, por eso, además de delincuentes, los líderes independentistas deben ser calificados de golpistas. Hubo violencia y enfrentamientos con la Policía, se acosó a las fuerzas de seguridad y se impidió el trabajo de la justicia en el registro de la Consejería de Hacienda de la Generalitat. Un desafío como aquel no puede quedar impune y, por eso mismo, debe aplicarse el Estado de derecho hasta sus últimas consecuencias. En un Estado de derecho, el que la hace la paga. Nadie puede ponerse al margen del orden constitucional, eso no está justificado en ningún caso. Aunque finalmente el Tribunal Supremo dictaminó que no hubo rebelión, sí quedó acreditado que fue una sedición. Si se cancela el delito, se cuestiona el principio de legalidad y se da vía libre a los separatistas para que lo vuelvan a hacer. Que haya que negociar o no con los representantes de Cataluña el encaje de su comunidad autónoma en el Estado es otra cuestión que no debe tapar lo fundamental: se intentó dar un golpe de Estado y eso merece un castigo penal.
Según el relato alternativo, la crisis de 2017, marcada por una ruptura total entre las instituciones de Cataluña y las del resto del Estado, fue una crisis constitucional y un fracaso colectivo como país. España, incluyendo Cataluña, no estuvo a la altura de lo que cabía esperar. No se dialogó, no se negoció, unos desobedecieron gravemente y los otros buscaron una solución represiva y punitiva en lugar de una salida política. Fue un momento del que no nos podemos sentir orgullosos. Veamos las principales razones para pensar así.
En primer lugar, el Gobierno presidido por Mariano Rajoy no quiso hacerse cargo en ningún momento de las demandas que procedían de Cataluña y que contaban con un nivel muy elevado de apoyo popular. Cerca de un 75% de los catalanes eran partidarios de un referéndum de independencia. El Ejecutivo negó la petición de negociar un pacto fiscal, no quiso hablar de una consulta o un referéndum y se desentendió del malestar creado por la sentencia restrictiva del Tribunal Constitucional de 2010 sobre el Estatuto catalán.
En segundo lugar, desde el Estado se pusieron en marcha operaciones ilegales y clandestinas, en connivencia con algunos medios de comunicación, para difamar a los líderes independentistas, en una quiebra innegable del Estado de derecho. Fue la llamada Operación Cataluña, protagonizada por la policía patriótica.
En tercer lugar, ni las elites ni la sociedad de España y de Cataluña quisieron reconocer que se estaba produciendo un conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático. En una lectura reduccionista del problema, el grueso de la sociedad española consideró que el problema era de orden público y cumplimiento de la ley. En Cataluña fue al revés: se sostuvo que era meramente un problema democrático, sin que importara la Constitución. Ninguna de las dos partes entendió que la única vía de solución pasaba por buscar un equilibrio entre ambos principios, el legal y el democrático:

En cuarto lugar, los líderes independentistas perdieron toda legitimidad democrática al optar por la vía unilateral. Tras las elecciones catalanas de 2015, que plantearon como plebiscitarias, no obtuvieron el apoyo popular que buscaban para su causa. Aunque sumando los diputados de la CUP los partidarios de la independencia tenían mayoría absoluta en el Parlament, en voto se quedaron en un 48% (36% del censo). Con ese porcentaje no tenían base para hablar en nombre de la mayoría de los catalanes y menos aún para romper el orden constitucional.
En quinto lugar, la justicia abusó de su poder, ante la complicidad de los grandes partidos y la mayoría de la sociedad española. Se lanzaron unas acusaciones atrabiliarias de rebelión cuando era evidente que, por muy grave que fuese la desobediencia constitucional, no hubo violencia en ningún momento. Dichas acusaciones no fueron inocuas: sirvieron, entre otras cosas, para legitimar la tesis del “golpe de Estado” y para interferir en el proceso electoral, pues los diputados electos que estaban acusados de rebelión no pudieron ocupar sus escaños. Al final, se optó por guardar las apariencias con una condena por sedición, encajando forzadamente lo sucedido en un “alzamiento tumultuario”.
Nada de lo anterior resulta edificante. Todo se hizo mal. Hubo cortedad de miras y falta de sensibilidad democrática. La imagen exterior de España se resintió: pocos extranjeros entendieron que un conflicto de esta naturaleza no se resolviera dentro del cauce político.
Si finalmente el Congreso aprueba una ley de amnistía, o el Gobierno encuentra alguna otra vía para acabar con el absurdo de que más de 300 cargos públicos estén aún a la espera de juicio, se habrá pasado página de un episodio de nuestro pasado reciente que, cuanto antes superemos, mejor. La amnistía, o cualquier otra medida similar, no niega la democracia. Al revés, se trata de reafirmarla, asumiendo que, desde una perspectiva democrática, las cosas no se hicieron bien. Una amnistía no supondría, a mi juicio, admitir la impunidad, sino reconocer que todas las partes cometieron errores básicos. Esto no quiere decir que España no sea una democracia, pero las democracias también se equivocan y aquí se equivocaron todos, quienes hicieron tabla rasa de la Constitución y quienes pretendieron arreglarlo con el uso de la fuerza y la justicia penal. La amnistía (o similar) podría ser la posibilidad de restablecer un espíritu de integración e inclusión, basado en la convicción de que el enfrentamiento solo lleva a situaciones que no deberían haberse dado nunca.

 

martes, 1 de agosto de 2023

DIALOGAR

Todo diálogo, en política es unn ejercicio de riesgo.Lo fue siempre, nadie da poder sin conseguir nada a cambio. Así fue con Aznar y con Rajoy negociando con PNV y CiU para poder ser investidos.Nada se dio a cambio entonces ni nada podrá darse ahora. La política es así, todos votamos esperando que la fuerza política a la que lo hacemos consiga los beneficios que esperamos, para eso les hemos votado y para eso han votado el resto de ciudadanos, con la diferencia que los beneficios deseados sondiferentes y pueden no gustarnos, del mismo modo que puede no gustarle a ellos los que hemos conseguido nosotros. Negociar es eso: dar y recibir. A cambio se obtiene un objetivo importante, la tranquilidad de una sociedad, el entendimiento entre las distintas partes de la misma.
El llamado, con ánimo dañino, gobierno frankenstein sólo se trata de un complejo ejercicio de diálogo y negociación que ha exigido al gobierno mantenerse en equilibrio durante toda la legislatura.El valor del diálogo no reside en hacerlo con aquellos que se encuentran cerca de ti y, por lo tanto, resulta fácil ese diálogo, el auténtico valor reside en hacerlo con esfuerzo y  riesgo haciéndolo con aquellos que sabes te juegas mucho y que sí o sí en algo tendrás que ceder y te lloverán los insultos y los enemigos incluso dentro de tu propia casa. Pero todo, hasta aquello más dispar a mis creencias es legítimo defenderlo.
De todo habrá que hablar y en algún momento, incluso, de lo más detestable, el referéndum. No tiene porqué ser síntoma de debilidad, puede serlo de fortaleza, de atreverse a afrontar algo por lo que sabe será criticado y castigado. Hablar del referéndum no es ceder. La constitución es interpretable y modificable, mantenerla como intocable es un gran error. El tiempo pasa y con el pasar del tiempo la sociedad cambia y con ello hn de cambiar las normas que la rigen. La naturaleza nace y muere, tiene un principio y un fin y pretendemos que aquello que el ser humano ha creado sea intocable, no tenga fin. Cosas, como no, como una constitución o un país. Se trata de hablar y modificar si es necesario y si no pues estupendo. Lo importante es hablar, para eso existe un Parlamento, para resolver los conflictos dialogando, sin violencia.
 

domingo, 27 de octubre de 2019

ESCANEANDO CATALUÑA






JÓVENES
Veo el enfrentamiento en Cataluña lleno de jóvenes embozados intentando ocultar el rostro para hacer la guerra sin ser reconocidos. Imagino el momento en el que se cubre el rostro con el pasamontañas como el instante exacto en el que se transmuta en soldado de un ejército de liberación, se muda de joven vulgar a héroe, sin percibir que aquello no le convierte en nada nuevo, es simplemente un disfraz, un uniforme que, al contrario de lo que cree, le otorga la única característica que su nombre indica, que tiene la misma forma, que ha cubierto lo que le hace singular para transformarlo en idéntico a los demás, uno más de la manada, que se cree protagonista sin darse cuenta que sólo es una marioneta jugando a la guerra, que no se puede alcanzar la liberación si meramente somos un pelotón de siervos dejándose manipular, que la libertad no se alcanza cambiando de patrón y repitiendo esquemas de siempre, que no se vislumbra si no se cambia la mirada. Un tumulto de adrenalina anula el pensamiento para establecer un simple combate de testosterona, una generación de placer participando en la confrontación y evitando el ejercicio más agotador y de riesgo: pensar. ¿Cuál es nuestra responsabilidad en esa sinrazón? Precisamente eso, anular la razón, convertir la realidad en una confrontación entre buenos y malos, entre héroes y villanos, sin matices, sin complejidad alguna, convertir el pensamiento crítico en un nuevo catecismo lleno de dogmas, evitando todo aquello que nos pueda poner en cuestión, poder ser siempre jóvenes y nunca madurar. Dar las palmaditas en la espalda después de la batalla y criticar como bárbaros si los contenedores los quema el bando contrario y como héroes de guerra si son los “nuestros”.






POLICÍA
Si alguien estaba cumpliendo con su labor, mejor o peor, y estaba donde tenía que estar, esa era la policía. Seguro que, como todos los trabajos, se puede hacer mejor pero no podemos negar la tensión en la que siempre se desempeña, tensión en la que es casi imposible evitar que salten chispas. El discurso por el cual la policía siempre está en el bando de los malos es de una pobreza ideológica apabullante. Siempre habrá policía y siempre tendrá una función represora en la medida en que siempre habrá delito y siempre existirá lo legal y lo ilegal gobierne quien gobierne, ya sea San Anarcosindicalista de la Buena Hostia o San Proletario del Mundo Unidos. Gobierne quien gobierne siempre habrá quien monte la de Dios y proferirá gritos de “policía asesina" y lo escriba en las paredes. Quemar contenedores, arrancar señales, destrozar el pavimento y escaparates y lanzar piedras, no forma parte de ninguna revolución es puro incivismo y provocación buscando la respuesta de la policía. No todo comportamiento de las fuerzas de seguridad será el adecuado, pero siempre su función será reprimir el desorden, aunque no iniciarlo. Las ordenes, mejores o peores, siempre vendrán desde la clase política sea cual sea ésta y ésta será la responsable de corregir los excesos.



PRESOS
No hay presos políticos, lo que hay son políticos presos, no están presos por ser independentistas lo están por incumplir las leyes y sabían que lo estaban haciendo; fueron avisados por el Tribunal Constitucional y por los letrados de su Parlamento, incitaron a los ciudadanos independentistas y luego no supieron como pararlos y las imágenes les delataron. Podemos estar de acuerdo o no con lo que marcan las leyes, pero éstas están hechas para cumplirlas, negarse a ello puede hacerlo un particular, pero no un estamento oficial y menos si este es un gobierno y especialmente si no representa a la mayoría de la población. Todos ellos sabían lo que estaban haciendo y a lo que se exponían, no cabe pues un escandalo hipócrita. Lo que hicieron no sólo fue ilegal, también fue injusto. Se convocó un referéndum al margen de la ley en el que se gastó dinero público, fue un acto estrictamente partidista para alcanzar objetivos partidistas y que dejó fuera ya de entrada a la mayoría de la población, cosa que todos sabían y a pesar de ello se dio carácter legal a sus resultados legislando a partir de ellos y declarando la independencia con una política claramente xenófoba ya que se ignoró su ilegalidad considerando de hecho que toda aquella población que no fue a votar y que sabían que no iba a ir a votar no tenía necesidad de ser contada, total, no tenían por qué ser considerados catalanes. Es por esto, principalmente, por lo que fue una política ilegal e injusta. Yo puedo considerar que la solución al problema tendrá que ser, nos guste o no, el referéndum, pero esto no basta para legitimar su convocatoria. Como consecuencia de todo esto fue la cárcel y la posterior sentencia, que más allá de la movida que después hubo no se puede considerar dura, yo puedo creer positivo un indulto o una amnistía, pero en base a la legislación y a la actuación del gobierno catalán no puedo catalogar como dura tanto por la pena impuesta como por la posibilidad que abre para un pronto tercer grado, podemos valorarla como benévola. Seguidores de Gandhi y Martin Luther King esperemos que salgan de prisión siguiendo a otro nombre, el de Nelson Mandela.



República
Sólo se defiende aquello que se tiene, que se posee, que existe, y la República Catalana, que yo sepa, sólo es un sueño, una ilusión, y los Comités de Defensa de la República tienen poco que defender. Esa República, y lo dice alguien que se considera republicano, no pasa de ser un deseo que únicamente se hace realidad en las cabezas como la de Quim Torra que creen en un cielo en el que sólo se habla catalán y en un Dios con apellido del mismo idioma, como por ejemplo Puigdemont. Los charnegos han de pasar inicialmente por el limbo y ganarse su acceso al paraíso votando afirmativamente. Seamos sinceros, la proclamación de la República se trata de un cambio fundamentalmente estético pero que no viene a modificar nada de lo que es la realidad social, el gobierno seguiría en las mismas manos, el poder económico y social no cambiaría de lugar. Es verdad que la monarquía resulta una reminiscencia del pasado, un tiempo el que el árbol genealógico otorgaba privilegios para el mando y para aceptar la humillación por la sangre. Una Jefatura de Estado que podría ayudar a resolver, quizás, el problema en Cataluña con un pequeño gesto: abdicar.