-
Ya ves cómo es la vida. Toda la de esta mujer ha sido un
continuo ir y venir de su casa al trabajo sin más incentivo que el hacer las
cosas bien hechas. Nunca le recuerdo una maldad, ni si quiera una mala
intención o un mal pensamiento. Eso Dios debería premiarlo de alguna manera-
dijo Sonsoles..
-
Toda una vida sin una pequeña falta que le aporte su pequeño
picante debe de ser un verdadero cansancio.- contestó Águeda con un esbozo de
sonrisa pícara impropia del momento.
-
Que cosas dices hija, da la impresión de que estuvieras
justificando el pecado.
-
No digo eso, quiero decir que la vida se hace más llevadera
si de vez en cuando hay un pequeño desliz. Tanta perfección aburre. He de decir
que yo a veces me incomodaba cuando estaba con ella, me tenía que callar todas
las picardías que se me pasaban por la cabeza por temor a que me pusiera mala
cara. Y es que todos somos humanas. ¿O no?
-
Claro que sí. Seguramente ella, en su fuero interno, nos
envidiaba. Imagino que por las noches echaría de menos a alguien que le
calentara la cama. – Sonsoles aceptaba el argumento de su amiga pidiendo perdón
a Dios en su fuero interno por esa concesión al pecado no sin una secreta doble
satisfacción que parecía darse a sí misma, intentando ocultar cada una de ellas
a la parte de sí que sabía no la llegaría a aceptar sin reconvención, la
satisfacción de su pequeña transgresión y la del perdón por el sincero acto de
contrición.
-
Y no solo la cama, sino algo más.
-
Hija, que cosas dices, que todavía está la Socorro de cuerpo
presente.
Águeda
y Sonsoles eran vecinas y amigas de Socorro, se habían acercado hasta la casa
de esta última para acompañar a Victoria, su sobrina, deseosa de echar un
vistazo a la casa de su tía, de la que desde hace años se encontraba alejada
pues vivía en la capital de España, a cientos de kilómetros de su familiar.
Mientras Victoria se encontraba repasando detenidamente cada una de las
habitaciones y cada uno de los cajones de la casa, sentándose aquí y allá, ora
contemplando algo que había encontrado, ora leyendo algún papel, ora
simplemente pensando, recordando las imágenes del pasado, las palabras, los
olores y las sensaciones, evocando los momentos de su infancia pasados allí,
Águeda y Sonsoles se encontraban en la sala de estar charlando tranquilamente,
a la espera de que la muchacha acabase.
Águeda
era la vecina de rellano de Socorro. Ancha de caderas y de espalda, voluminosa
de pecho, frecuentaba el piso de la última, bien para hacer un alto en las
faenas de la casa, bien para tomar café en muchas tardes o para dormirse juntas
viendo la telenovela de la sobremesa. Extrovertida y de voz sonora, tenía una
risa de la que llegaba a abusar y que no podía pasar desapercibida. Parecía
comunicarse abiertamente, sin embargo nunca llegaba a entrar en profundidades
sensibles a la emoción. Arrastraba un triste matrimonio con un hombre que
abundaba en silencios y cuyo deseo de comunicación con ella era prácticamente
nulo. Ella justificaba ese hecho ante sus amigas en “su carácter”, pero lo
sufría en silencio, sin dar concesiones para que se pudiera hurgar en la
herida.
Sonsoles,
en gran medida era su opuesta, de constitución enjuta, muy magra de carnes,
parecía, como le gustaba repetir a Águeda, amojamada, mientras que ella se
confesaba entre grandes risas como ajamonada. No se sabría bien nunca cuál era
su pensamiento ya que no era capaz de mantener una abierta oposición con nadie
por lo que fácilmente se doblegaba, asentía abiertamente o en el más extremo de
los casos, simplemente callaba. Su marido, también parco en el habla era, sin embargo,
una persona dulce y cariñosa, cualidades que se dejaban ver claramente en su
carácter a pesar de su poca expresividad.
Victoria
entró en la sala y acercó una silla a la mesa que había en el centro de la
habitación, con sus dedos jugueteaba con unos pendientes que había encontrado.
-
Que difícil es llegar a conocer totalmente a las personas.
Tengo la impresión de que siempre hay zonas de ellas que permanecen oscuras a
los demás, secretos que se van con ellas al morir, de los que nunca quedará
constancia en historia alguna.- comentó.
-
Tranquila, Victoria, tu tía era un libro abierto. Nada tenía
que esconder, ni nada era capaz de dejar oculto – le repuso Águeda. Victoria
respondió con una sonrisa triste e irónica fijando sus ojos en ella con una
mirada que manifestaba su deseo de callar su propio pensamiento.
Durante
unos breves momentos permanecieron en silencio. Las miradas se recorrieron unas
a otras y se fueron posando en cada rincón de la habitación: la ventana que
dejaba pasar la gran luz de una mañana soleada, el aparador cubierto de
adornos, la televisión, los cuadros que colgaban de las paredes, la lámpara del
rincón donde solía sentarse a leer Socorro, el tapete de la mesa, en Victoria.
Victoria
se levantó y se marchó de nuevo hacia el dormitorio de su tía y una vez allí
abrió el tercer cajón de la cómoda. Distintos juegos de sábanas rigurosamente
doblados y planchados se repartían por todo el cajón. Con curiosidad, pero sin
malicia, sin pensar demasiado en lo que hacía, con un gesto de la cara difícil
de calificar, comenzó a levantarlos uno a uno, levemente al principio,
introduciendo después su mano entre ellos, buscando no sabía qué, buscando no
sabía si algo. Se sentía partícipe de un ritual ancestral rítmicamente
acompañado de las sonoras manecillas del despertador que había sobre la mesita
de noche. No pretendía violar ninguna intimidad, sí deseaba conocer un poco más
a su tía. Ni su familia ni ella misma habían roto nunca las relaciones con
ella, sin embargo, hubo un momento en su vida en el que esas relaciones se
fueron distanciando. Nunca supo por qué, eso fue antes de que sus padres se
trasladaran a Madrid, antes incluso de que Socorro se mudara a la capital de la
provincia. A pesar de su corta edad sintió que algunas de sus cálidas rutinas
se fueron interrumpiendo y que invisibles muros de incomunicación se fueron
erigiendo entre ella y sus padres. Tanto fue así que no llegó a enterarse de la
marcha de la tía hasta unos pocos días antes de que esto ocurriera. No sabría
explicar bien por qué un sobreentendido se extendió por la casa según el cual
le estaba vedado preguntar las razones de esa marcha. Y así fue, Socorro marchó
entre silencios y seriedades y la vio alejarse en la viajera de línea agarrada
de la mano de su madre. Desde entonces sólo algunas breves visitas vinieron a
reanudar su relación, visitas en las que siempre veía reflejadas en el rostro
de la tía las emociones de su infancia, los recuerdos de los momentos pasados,
de complicidades que nunca llegó a experimentar después, ni siquiera con su
madre.
Sus
manos rastreaban mecánicamente, pero con parsimonia; el mismo frescor de las
sábanas, la misma lisura, con la mirada fija en el espejo, viéndose reflejada
en el mismo, intercambiando la mirada con esa pequeña extraña que la observaba,
una extraña tan conocida para ella pero en la que no se terminaba de reconocer,
sin pensamientos que atravesaran su mente. Palpaba maquinalmente,
irreflexivamente, hasta que una sensación diferente la hizo detenerse y volver
atrás. Un ligero bulto rompiendo la tersura la hizo salir de su
ensimismamiento. Buscó entre las sábanas y extrajo una pequeña caja de latón de
cigarrillos rodeada por una gruesa goma elástica. En lo que ella conocía y
recordaba su tía nunca fumó, esa fue su primera extrañeza. Unos dedos inquietos
terminaron por abrirla para encontrar en ella unas fotos antiguas: pequeñas
fotos familiares entre las que reconoció a su madre, a sus abuelos, a sus
padres durante el periodo de noviazgo, a Socorro con las amigas de la
adolescencia y juventud, a otras personas que no llegaba a identificar, un
pequeño montón de retratos entre los que le llamó la atención una foto de
carné, una foto de un joven que no conocía. En el dorso una escueta dedicatoria
y una fecha, “Para mi querida Socorro.
Agosto de 1946”.
La
ruptura, las palabras silenciadas, las miradas, los gestos que se le intentaban
ocultar y que ella percibía sin saber como procesarlos, un nombre asociado al
de su tía pero que nunca supo de qué manera, por qué razón: Manuel.
“Manuel, mi amado, mi único amor, mi
amor eterno, mi razón para vivir, para soportar esta vida miserable y mezquina,
gris casi hasta la locura, triste hasta arrebatarme el llanto”.
Palabras que habían escapado de la caja junto a esa imagen pero que Victoria
era incapaz de oír, palabras que se agarraban como titanes a cada uno de los
rincones de esa casa, palabras dichas una y otra vez en la soledad de ese piso,
palabras que habitaban el silencio, palabras que pugnaban por hacerse oír por
Victoria.
Cuando
Socorro conoció a Manuel éste se había desposado año y medio antes con Brígida,
una muchacha ingenua y rubicunda vecina de casa y con la que había casi
crecido. Una muchacha de la que nunca llegó realmente a enamorarse pero con la
que todos daban por sentado que terminaría casándose hasta que él mismo llegó a
convencerse de ello. Manuel llegó a ser por un tiempo el profesor del instituto
del pueblo, un joven espigado e inquieto que soñaba y sufría a la vez. Socorro,
una moza silenciosa pero decidida a no desperdiciar su vida en la ignorancia.
Las letras que él le iba transmitiendo fueron al mismo tiempo entrelazándolos;
él le enseñaba con el corazón abocado; ella le escuchaba absorta en los
movimientos de sus labios y extasiada por los sonidos que emitían. Esa relación
de profesor y alumna al principio, pasados los años, fue poco a poco
equilibrándose para ir aprendiendo juntos otras instrucciones más apegadas al
corazón y a la carne. Aprendieron juntos el juego de la seducción sin terminar
de ser conscientes de ello: el momento de las miradas y de las risas, el de los
leves roces, el de los dobles sentidos, el de los mensajes encriptados que sólo
ellos podían interpretar. Aprendieron que la vida no podía ser sin más una
letanía adormecedora y siniestra, que necesariamente debía de tener muchos más
colores que esa gama entre el blanco y el negro en la que todos parecían
condenados a sobrevivir. Y terminaron aprendiendo también, como no, el lenguaje
de los besos y de las caricias, descubrieron el goce de la sensualidad y el placer
del pecado que no lo era, que no podía serlo. Y también el tormento del
secreto, la experiencia de escasez que siempre quedaba de los pequeños bocados
robados al tiempo, los apuros de las urgencias y el dolor de las despedidas. Y
aprendieron también la férrea disciplina que les rodeaba y la absurda
intransigencia que estaba decidida a no permitir su felicidad. Todo eso que se
desencadenó cuando descubrieron la carta.
Saltó
el escándalo y con él mucho más el miedo al qué dirán que el rechazo a la
posible inmoralidad del comportamiento. El rechazo pareció saldarse con un
cambio de destino de Manuel no se sabe si producto de las casualidades de la
vida o de alguna mano oculta que lo promovió. Socorro quedó tocada y desde
aquel momento ya no volvió a ser la misma en aquella casa ni los habitantes de
la misma llegaron a comportarse igual con ella. La mancha estaba echada y con
ella la permanente amenaza de la deshonra sobre todos los de la casa y eso era
algo que difícilmente se podía tolerar. En ese ambiente se fue gestando la
marcha de la tía a la capital donde se hizo con un trabajo en la administración
local que le permitió la necesaria ocupación y autonomía. Y ahí pareció
acabarse todo.
Victoria
guardó la cajetilla en su bolso y animada por la intriga surgida reanudó
cuidadosamente la búsqueda. ¿Quién fue verdaderamente su tía? Esa pregunta que
había nacido en ella lejos de alejarla de su figura hizo renacer en su interior
un sentimiento de complicidad que parecía olvidado.
Mientras
tanto Agueda y Sonsoles permanecían en el comedor a la espera de que Victoria
acabara de una vez con el registro. Ya eran más lo momentos de silencio que los
de conversación. Más las miradas extraviadas y los pensamientos internos que
las miradas entre ellas y las palabras vertidas. Habían tenido ocasión sobrada
para delimitar la vida de Socorro en todos sus contornos y sin apenas matices
que para ellas no los tenía, no los tenía para Agueda y Sonsoles, en sintonía
con ella, como no, tampoco los encontraba. Todo estaba meridianamente claro, no
había preguntas que hacerse, preguntas que pudieran trastornar esa satisfacción
que sentían en sentenciar sin fisuras la vida de otra por debajo de sus
mediocres y tristes vidas. Y ahora, con una sonrisa helada de complacencia en
el rostro tocaba a cada una su inconfesable examen de conciencia: el de la
incomunicación, el de las frías noches en vela sin un cuerpo que las calentara
por fuera y una emoción que las encendiera por dentro, el de las lágrimas
vertidas a escondidas, el de las envidias de las risas de otras, de los besos a
otras, de las caricias en público, el de la ausencia de “te quieros”, de los
sobreentendidos que no necesitan expresarse y que terminan aplastando la
convivencia o la añoranza permanente de algo más, algo más que una persona
buena y dulce, algo más que sentirse mantenida, algo más que la mera seguridad
para el mañana. Seguridad de qué, seguridad para quién. Sentadas en el sofá,
reconcentradas en sus cavilaciones, rumiaban sus ocultas insatisfacciones, esas
que nunca se llegarían a admitir. Sentadas en el viejo sofá de tela gastada, el
mismo del que momentos antes habían comentado el empeño de Socorro en no
cambiarlo a pesar de los años que llevaba encima, a pesar de los repetidos
remiendos que pretendían ser disimulados con tapetes de ganchillo, el mismo que
también les hablaba pero que ellas eran incapaces de escuchar.
Te deseo Socorro. Te deseo tanto.
Cuento los días y las horas que me quedan hasta poderte de nuevo encontrar.
Maldita esta época que nos separa. Malditos mis miedos. Maldita mi cobardía. No
podían escuchar los gemidos en él volcados. Ni podían sentir los fluidos
derramados. Ni podían ver las tardes de amor, los abrazos interminables, las
manos voraces buscando al otro, desvistiéndolo ansiosamente, la búsqueda de los
rincones más ocultos para besarlos, lamiéndolos hambrientos del otro, el
triunfo de la llamada de la naturaleza frente a la incomodidad del mueble, el
éxtasis, la gloria infinita de unos pequeños momentos, el abrazo sosegado de
los vencedores extenuados, las lágrimas posteriores de unos amantes derrotados.
Socorro
y Manuel nunca interrumpieron su relación. Él escapaba cuando podía a resolver
asuntos en la capital, asuntos que le obligaban a demorarse casi siempre unos
días. Brígida, siempre encerrada en su pasividad o mansedumbre que ella
identificaba con la fidelidad y abnegación debida hacia su marido, nunca le
hizo preguntas. Él fue de lo poco que le agradeció. Las frecuentes visitas a
escondidas se convirtieron en el periódico desahogo necesario para los dos. La
otra vida que vivían como la única verdadera. Lo demás, la jornada laboral, las
horas de matrimonio, las de soledad, la imagen que construyeron de sí para los
demás, era para ellos la ficción. Socorro construyo un personaje de trabajadora
intachable, de cumplidora irreprochable de lo que la sociedad debía esperar de
ella, el cumplimiento de la religiosidad, las opiniones encubiertas, se hizo
una profesional de la mentira para no sentirse amenazada, como la única manera
para proteger esos días de locura y verdad, esos días de vida. Manuel sólo
interrumpió sus visitas hasta poco antes de su muerte, se fueron espaciando,
pero no llegaron a desaparecer. Socorro conoció el fatal desenlace por una
llamada telefónica que días después le realizó su mujer. Fiel hasta el final a
su papel, cumplió la orden que en el lecho de muerte le dio su marido, fue una
petición breve y sin explicaciones, explicaciones que por otro lado ella no se
hubiera atrevido a pedir. Fue una conversación muy concisa, casi sólo un
titular al que siguió un largo silencio y un escueto gracias final. Pocos meses
después le llegó el turno a Socorro.
Victoria
buscaba ahora el armario de madera de castaño de tres hojas, entre mantas,
camisones, vestidos colgados de las perchas y un fuerte olor a alcanfor. En el
fondo del mismo, enterrado entre las mantas, encontró un libro de hojas fuertes
y amarillentas, manchado en sus bordes por la humedad. Literatura sicalíptica, Las doncellas y el señor. Invadida de
ternura se sentó a hojearlo en la cama. El retrato que tenía de su tía parecía
ir cayendo roto en pedazos para recomponer una imagen diferente y, sin embargo,
más cercana para ella, menos marmórea que la que le habían transmitido, mucho
más humana, más afín a esa tía partícipe de sus sueños, a esa tía encubridora
de sus trasgresiones, a esa tía que admiraba porque parecía no rendirse. Releía
con deleite algunas de las páginas cuando sus dos acompañantes se presentaron
en la puerta de la habitación.
-
¿Te falta mucho Victoria? – preguntó Águeda con los brazos
cruzados sobre el orondo pecho y una sonrisa inexpresiva en el rostro.
-
No, nos podemos ir cuando queráis, ya volveré yo sola en
otro momento – contestó mientras guardaba el libro en el bolso. Ellas se
fijaron con curiosidad en ese gesto, pero no le preguntaron nada.
Victoria
cerró el bolso y se levantó. Las tres emprendieron la marcha pasillo adelante
cuando Agueda dijo:
-
Que adecuado nombre tenía tu tía para como era. Socorro.
Toda su vida fue una petición de ello.
-
Puede que sí- le respondió Victoria – puede que sí, pero a
veces la historia de una persona puede ser la historia también de una familia y
puede ser que el mío sea su pequeña venganza.
No
la entendieron, tampoco les importaba, sólo querían irse y eso hicieron, pero
sólo una de ellas con una sonrisa grande en el corazón.