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viernes, 28 de octubre de 2016

CARGANDO CON LA ESCLEROSIS MÚLTIPLE





DE PRINCIPIOS  Y FINALES
La naturaleza no hace nada sin propósito o sin utilidad.
ARISTÓTELES

El hombre necesita un duelo para poder curar las heridas, y el duelo necesita un tiempo para poder desarrollarse, sin embargo no siempre esto es posible en la esclerosis múltiple en la que la progresividad del deterioro no tiene plazos claros, no hay un calendario marcado, previsible, con el que poder contar. Se trata de vivir en la incertidumbre.
La vida con la esclerosis múltiple es una montaña rusa permanente en la que nunca sabes como será la siguiente pendiente de descenso, hasta dónde bajarás, hasta dónde llegarás a subir después, qué altura recuperarás, si podrás evitar esa sensación en el estómago cuando te encuentras en caída libre, si podrás evitar el vértigo. La caída te asalta por sorpresa, el hormigueo en las manos, especialmente en las yemas de tus dedos, la mano que no puedes controlar, esa pierna que arrastras, esos músculos que no te permiten ponerte en pie, la orina que no puedes contener, el pene incapaz de erguirse y de eyacular. ¿Cuándo parará? ¿Qué re-cuperaré? ¿Podré recuperar mi vida anterior? ¿Cómo será en adelante? Subidas y bajadas día a día, hora a hora.
La pérdida se produce de repente, sin previo aviso; de la noche a la mañana no percibes aquello que estás tocando, el mero tacto te resulta desagradable, tienes un manojo de alfileres concentrados en la yema de tus dedos. ¿Cuándo fue la última vez que pudiste acariciar con placer y deseo un cuerpo desnudo, con la alegre parsimonia de quien gusta demorarse en el deleite? ¿Cuándo la última vez que tus manos lo hicieron con la agitación propia de la excitación y el estremecimiento cuando ellas son las que dirigen, quieren buscar y sentir, hallar y robar? La última vez se difumina en el pasado, ocurre sin llegar a ser consciente de ella, cada vez puede llegar a ser la última, cada momento un final.
Tantas rutinas menores que desaparecen sin poderte despedir de ellas: el vaso que puedes levantar sin derramarlo, el botón que eres capaz de introducir en el ojal, el último paseo, la última vez que conduces, el último baño en el mar, la última ducha autónoma, la última vez que pudiste orinar de pie, la última masturbación, el último coito.
Vivir en un permanente e hipotético final puede ayudar a valorar cada momento, cada acción, cada rutina por pequeña que sea, aquello que parece carecer de importancia, una cosa menor y que hemos aprendido que podemos perder. Establecerse en el triste placer de la despedida.
Los finales siempre suponen unos principios. La primera vez que te ayudas para caminar con un bastón o unas muletas, al principio, quizás, como compañeras ocasionales, más adelante como permanentes. La primera vez que te trasladan en silla de ruedas, pendiente de los ojos de los demás, de la expresión de su cara, de sus palabras cuando se topan contigo. Las primeras veces llevas la silla de ruedas no tanto debajo de ti sino dentro de tu cabeza, solo cuando la cambias de lugar llegas a comprender sin rencor el beneficio que te supone. Es muy difícil no vivenciar esas primeras veces de esa manera, sin la percepción de que te estás desmoronando, sin sentir que tu futuro se acaba; la primera vez que utilizas un pañal, la primera vez que has de ser lavado desnudo en la cama, la primera vez que han de sondarte, la primera vez que te dan de comer, que te han de vestir. Vas tomando conciencia a golpes de una palabra: dependiente.
LAS RENUNCIAS Y LOS DUELOS.
Lo que importa no es lo que la vida te hace, sino lo que tú haces con lo que la vida te hace.
EDGAR JACKSON
Sí, toda pérdida exige un duelo, un proceso de adaptación emocional que exige el tiempo necesario para la elaboración de la pérdida. Nos encontramos con un problema evidente, en la esclerosis múltiple podemos encontrarnos con un proceso continuo de pérdidas, una continuidad que podría tener un aspecto positivo, la posibilidad de la anticipación, la preparación previa al momento de la pérdida que puede ayudar a asumir esta. Sin embargo, esa continuidad supone un riesgo: el objetivo de la elaboración del duelo ha de ser la cicatrización de la herida, hablamos del proceso desde la pérdida hasta su superación; la anticipación en nuestro caso supone el riesgo del preduelo inútil, no sabemos cuales serán las pérdidas, podemos llorar pérdidas que no se darán, y podemos encallar en un proceso de duelo permanente en el cual no se llega a superar la pérdida en la medida en que no manejamos una pérdida concreta sino una pérdida existencial que nos desborda. El duelo ha de ser terapéutico, llegar a la curación; el duelo permanente, que no tiene fin, es, sin embargo, patológico, genera una nueva enfermedad.
Se trata de saber renunciar a ello. Renunciar no es abandonar voluntariamente aquello que se pierde, el abandono se hace por pura necesidad, pero al mismo tiempo conlleva una aceptación del hecho, no una resignación fatalista, sí una aceptación tranquila. No es cuestión de renunciar a la esperanza, sí lo es de no esperarla. No añorar el pasado ni ansiar el futuro, no vivir en el lamento ni depender de las ilusiones. El día de mañana puede ser o no ser, no cerrar la puerta a la posibilidad de que lo sea ni vivir pendiente de su llegada.
La correcta elaboración del duelo exige su exteriorización, su manifestación externa. Reprimirla es negar la pérdida y con ella impedir la adaptación a la nueva realidad. Resolver el duelo requiere, en primer lugar, aceptar la realidad de la pérdida, admitir que puede suponer un fin pero también un principio. Aceptar no es negar, al contrario, se trata de sentir la pérdida, el dolor que trae y todas las emociones que conlleva. Es percatarse de cada una de ellas, tomar conciencia de las mismas y verbalizarlas, sacarlas de dentro, racionalizarlas en la medida de lo posible. Darles forma a través de la palabra, compartirlas, transmitir y escuchar. Este acto es la toma de tierra que nos puede proteger de una sobrecarga emocional.
Superar el duelo es aprender a vivir con la pérdida. De alguna manera reinventarse y reinvertir la energía emocional en esas nuevas formas, en nuevas rutinas, en la nueva vida, en el nuevo yo.
DE SUSTOS Y DE TIEMPOS
Añorar el pasado es correr tras el viento.
Proverbio ruso 
 
Cada principio es difícil que no suponga un susto. Sustos que en un principio, afortunadamente, si todo se recupera, se logran olvidar. Conforme la enfermedad avanza (si avanza) estos se repiten y puede que uno no termine de superarlos del todo pero sí a convivir con ellos. Sustos para todos. El afectado por la enfermedad no es solamente el enfermo sino también los familiares que conviven con él. El susto del primer brote y de cada uno de los siguientes, el del diagnóstico, la primera vez que te ves, te ven, en silla de ruedas, la primera vez que te caes, la primera vez en la que no te puedes levantar a pesar de todos los intentos, la primera vez que te haces tus necesidades encima, la primera vez que te ves con pañal, la primera vez que tienen que darte de comer. Es la vuelta al niño que fuiste y que ellos no vieron. El encuentro con una realidad que no sospechaban. El futuro que se viene encima para cada uno de los afectados, sueños que se desmoronan, realidad y presente que se agiganta.
¿Cómo asume cada uno de ellos esa nueva realidad? Cada uno tiene sus fuerzas, sus proyectos y expectativas, su propia manera de enfrentarse a la vida, sus necesidades, sus tiempos. El tiempo para asumir la enfermedad, el tiempo para nombrarla e incluso para escuchar su nombre. La estrategia del avestruz no es tanto propia de ese ave sino especialmente del ser humano. La realidad no desaparece porque se niegue. La negación no deja de ser una obsesión más por mucho que se intente mantener enterrada. Es la naturalidad la norma a seguir desde el principio, sin forzar pero sin evitar.
La verdad tiene muchas caras pero no se puede ni se debe enmascarar, envolverla para hacerla presentable, sí humana pero difícilmente dejará de ser cruda. Un padre en el suelo imposible de levantar es crudo como crudo es también un padre desnudo y manchado de excrementos. La realidad no hay que hacerla entrar por los ojos por la fuerza, llegado ese momento no es la foto que quede grabada lo que marcará en adelante sino más bien la actitud que se muestre en ella, el comportamiento que se tenga. La imagen es cruda y encuentra difícilmente consuelo pero se produce cierto alivio si la respuesta del hijo es serena, si es él el que te invita al ánimo. Cada persona necesita su tiempo, tiempo que no hay que forzar ni demorar, se trata de un proceso de cultivo en el que, aunque parezca sorprendente, pueden darse frutos, el de una mayor madurez y una mayor humanidad, una especial sensibilidad con el desamparado, una mayor empatía con el prójimo.
¿Riesgo? Mientras ese tiempo transcurre, uno evidente, el de la soledad. La sensación de que no eres comprendido, de que te enfrentas en solitario a lo que te ocurre, que las fuerzas te fallarán. Un riesgo que, además desde la entereza y una cabeza fría, solo puede afrontarse desde el apoyo mutuo, con la búsqueda de cobijo allá donde sabes que serás comprendido, que no será necesario que des dos explicaciones, no desde la igualdad de síntomas y sentimientos pero sí desde un punto de partida similar, desde unas circunstancias parejas. Eso sí, una soledad que nunca te abandonará del todo, que por muy grande que sea el círculo que te rodea e intenta protegerte las vivencias serán tuyas y eres tú el que las tendrás que bandear, serán los otros los que te ayuden a crecer en tu yo pero será ese yo el que tenga que solventar por sí mismo la situación.










jueves, 27 de octubre de 2016

CONSECUENCIAS DE LA DISCIPLINA DE VOTO



 
El verdadero daño que la política interna de disciplina de voto impone en los partidos políticos no se encuentra en el acto de votar en sí sino en todo lo que esa política genera en el antes y en el después del aparato en sí mismo y de cada una de las personas que lo integran. La política de un único voto impone también una única manera de pensar. La toma de una decisión debe suponer todo un proceso anterior en el cual se ha de considerar seriamente el asunto con el fin de llegar a formarse una opinión sobre el mismo, opinión que lleve a una decisión concreta. Este proceso inevitablemente se ha de realizar con el único instrumento que tenemos para ello: la palabra. Razonar supone utilizar esa palabra para analizar con la mayor profundidad posible los pros y los contras de una decisión, las distintas caras de un asunto, las convicciones que tenemos y las consecuencias que de las mismas se pueden derivar y que, responsablemente, hemos de asumir. Sin ese proceso mental no hay razonamiento ni, por supuesto, comprensión del mismo. En política este juicio ha de finalizar con la expresión del mismo planteando la decisión tomada y justificándola en base a las argumentaciones realizadas, justificación que ha de ser convincente en la medida en que ha de llegar a un público al que se le ha de persuadir para que tome una decisión concreta en el momento de las elecciones. Los dos momentos, razonamiento y expresión de ese razonamiento, han de ser coherentes ya que el discurso hecho público ha de ser convincente. La obligación de verbalizar en un sentido determinado supone pues la necesidad de asumir aquello que se verbaliza para no caer en contradicciones, es decir, es necesario que la actuación sea convincente para que seduzca al electorado potencial y, al mismo tiempo, para que nos convenza a nosotros mismos. Verbalizar de forma reiterada algo con lo que no estamos de acuerdo nos puede generar un desequilibrio que debemos corregir pues no hacerlo supone aceptar como comportamiento habitual una actitud de hipocresía, para ello debemos aceptar como válida esa decisión y ese razonamiento. Es difícil que tras un razonamiento determinado podamos aceptar, con frecuencia, una decisión opuesta al mismo. Si esto se repite (las motivaciones pueden ser a menudo espurias) la solución más cómoda puede ser la renuncia al acto de pensar y mantenerse a la espera de la decisión colectiva, decisión que, en la práctica, supone la de una jerarquía asumida como tal. Es decir, la disciplina de voto puede implicar una renuncia al acto de pensar.
La aparición de una jerarquía trae consigo que la renuncia suponga un acto de seguidismo. Es el líder el que piensa y son los militantes los que obedecen. No de otra forma puede entenderse el mantenimiento de Antonio Hernando como portavoz del PSOE en el Congreso de los diputados siendo capaz de defender una postura y su contraria. La persona se encuentra al servicio del aparato y dice lo que este le ordena. Uno puede preguntarse cual de las dos posiciones realmente es la suya, si es que lo es alguna de ellas. Este comportamiento no es exclusivo del portavoz sino que lo es de todo el grupo parlamentario extendiéndose no solamente a una disciplina de voto sino también a lo que podríamos llamar una disciplina del aplauso. En los momentos establecidos alguien inicia ese aplauso y todo el grupo, a una, lo acompaña. No es necesario escuchar, únicamente es necesario formar parte disciplinada del coro que aplaude o abuchea según se le diga. El político ha de ser la voz de la organización y esa voz ha de ser una, para eso está el argumentario que se les entrega. No sólo es necesario transmitir la misma idea sino que también es necesario hacerlo, a ser posible, con las mismas palabras. Uno se despierta con aquello que debe pensar y decir por lo que le ahorra ese esfuerzo. El aparato transmite un virus: la pereza de pensar. En la práctica esto supone la ausencia de debate en los órganos internos y en el partido en general. El debate es riqueza, su ausencia es pobreza. Destacar la ausencia de intervenciones en los comités de un partido como signo de homogeneidad del mismo y por lo tanto de valor, significa resaltar los defectos y denostar las posibles virtudes. Así se hace con la ausencia de intervenciones en los órganos del Partido Popular. Ver,  oír y callar en los órganos internos y aprender para transmitirlo al exterior.
Todo esto, es evidente, potencia un determinado perfil del militante. No todo el mundo acepta de buena gana ese papel. En el partido se genera una selección que lleva a primera línea a las personas dispuestas a ese comportamiento y desplaza al exterior hasta llegar a expulsar si es necesario a las personas problemáticas que puedan poner en cuestión la línea oficial. Quien se mueva no sale en la foto. Es necesario un tipo de gente capaz de transmitir con la misma convicción lo blanco y lo negro, una posición y su opuesta, siempre con el mismo criterio, aquello que en ese momento beneficia al partido. Se le pide la voz, no el cerebro. Aquel que plantee unos mínimos problemas de conciencia no tiene duda en ese mundo. El mensaje simple no sólo se elabora para facilitar su asimilación por el público, sino quizás porque el transmisor no es capaz de elaborar algo más complejo. Los matices no pueden existir, los interrogantes no existen sólo puede haber respuestas certeras, directas, agresivas con el otro, soluciones infalibles, aunque parafraseando a Groucho Marx, si no le gustan estas respuestas, llegado el momento, tendremos otras.
Hemos asistido a la devaluación de la palabra. La palabra ya no tiene valor, no importa mentir si es necesario. Uno debe aprender a mentir si quiere prosperar aquí, mentir sin modificar el gesto, haciéndolo con entereza. La promesa forma parte del teatro y su incumplimiento ha de ser también aplaudido por el público. Es necesario el ruido, el énfasis, el grito, el contenido es lo de menos, si el que dirige lo pide habrá que aplaudir disciplinadamente.
Es evidente que esta disciplina de voto puede tener sus beneficios al simplificar la posición de un partido. El electorado valora la unidad y no las contradicciones. El problema surge cuando estas posiciones únicas se solapan y se hace necesario buscar las diferencias como sea. Establecer la libertad de voto (que defiende el texto constitucional) obligaría a muchos cambios en la ley electoral y en los ordenamientos parlamentarios. Sería la hora de preguntarse si un grupo parlamentario ha de tener un portavoz único o han de ser varios en función de lo que se defienda y de la posición personal de cada uno. Sería el momento de establecer las listas abiertas en las elecciones para poder votar a personas concretas y no a un bloque ordenado por el aparato del partido. Y el de plantearse la cantidad de nuestros representantes y su función. Para actuar como un rebaño es excesivo su número pues carecen de una función representativa concreta. Da la impresión que se les está pagando un sueldo importante para nada. Nuestros parlamentos puede ser, en realidad, una imagen bien representativa de todos nosotros. Pensar es molesto y resulta mejor si alguien nos facilita los argumentos que queremos exponer. La representación de mediocres sólo puede hacerse de forma ajustada por otros mediocres. La inteligencia es incómoda y sólo es admisible en la periferia de nuestras instituciones y de nuestra vida.

viernes, 21 de octubre de 2016

¿POR QUÉ YO?




Varia es la suerte, voluble y ligera; al que viste por la mañana, desnuda por la noche.
A. ZANO
Somos una caótica mezcla de azares desde el mismo inicio de nuestra existencia. Ese espermatozoide que, en una loca carrera entre millones llena de obstáculos y trampas, consiguió fecundar al óvulo. Ese espermatozoide y ese óvulo también son mezcla del azar, una pequeña renuencia de la hembra que pospusiera el coito, una llamada de teléfono, una ligera complicación en el macho. Toda esa concatenación de azares que desembocó en ese instante y de esa manera es lo que hicieron posible el encuentro de ese óvulo y de ese espermatozoide. Cualquier mínimo cambio en ese eslabonamiento habría cambiado esos protagonistas y yo no sería yo y tú no serías tú.
Toda nuestra vida es una amalgama de azares, a menudo oscuros, en otras ocasiones, las menos, luminosos; dolorosos y placenteros, esperanzados y descorazonadores. Una masa de eventualidades sobre la que nos vamos moldeando nosotros y nuestro entorno. Casualidades generando constantemente su efecto mariposa que nos lleva a un suceder errático escondido tras una apariencia de lógica. Contingencias que se convierten en causalidades: elegir aquella vivienda, obtener aquella nota en selectividad, coincidir en aquel grupo, escoger aquella calle, aquel hotel, aquella noche, aquella cena, aquel trabajo, aquella silla.
¿Por qué a mí? Es una de las primeras preguntas que te surge. ¿Por qué esta mala suerte? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Se trata de una pregunta sin respuesta, o se trata de una pregunta que bien pudiera ir acompañada de otra alternativa: ¿Por qué no yo? ¿Por qué no me podría tocar a mí? ¿Qué he hecho yo para librarme?
Dentro de esa amalgama de posibles respuestas, ninguna de ellas del todo satisfactoria, la más evidente, al menos en mi caso, parece ser la genética, dentro de mi bombo había más bolas con las siglas EM. Mi probabilidad era mayor. La segunda es el azar. No se trata del destino, se trata de esas contingencias que pudieron haber sido otras que habrían generado otra realidad, distinta, sencillamente distinta, quien sabe si mejor, quien sabe si peor. Distinta. Sabemos cual es nuestro presente, desconocemos cual podría haber sido; únicamente deseamos una posibilidad, una ficción. Es el primer paso: aceptar la realidad, esta es con la que tengo que bailar y no con otra, desde la que tengo que partir, en la que soy. Aceptar la realidad no es una resignación pasiva. Aceptar las adversidades no es renunciar a superarlas, tampoco obsesionarse con su superación porque no siempre son superables. Convivir en paz con el “por qué no iba a ser yo” supone no enemistarse con la vida, no sentirse eternamente enojado con ella. Esta actitud de enojo, de enfado permanente, de la fácil disposición a la cólera, es la actitud de irritación con los demás, de rabia, de venganza, de hacerles pagar a ellos nuestra furia con la vida, y al mismo tiempo de progresivo distanciamiento de ellos y de la misma realidad.
Aceptar las adversidades no es renunciar a lo que esté a nuestro alcance para mejorar nuestra situación física o para ralentizar el deterioro. Se trata de aceptar el presente y con él a uno mismo. Lo que pudo ser no existe salvo en mi imaginación. Aceptar el presente supone hacer las paces con el pasado. Son inútiles los lamentos sobre lo que pudo ser y no fue; son inútiles y dolorosos. Lamer continuamente la herida no hace sino mantenerla abierta. No es posible vivir en el pasado, intentarlo es vivir en el desequilibrio, entregarse al vértigo que nos da vivir cada instante. La realidad gira a nuestro alrededor y nos sobrepasa su movimiento. Somos marionetas en manos de nadie víctimas de la fatalidad. Rencorosos con ese destino no llegamos a atisbar que somos nosotros los que nos hemos convertido en nadies.
La principal cualidad de ese estado es el victimismo. El mundo es culpable de lo que a mí me pasa, mis congéneres son culpables de lo que a mí me pasa y por ello tengo derecho a reprocharles mi situación. Son culpables de salud, culpables de felicidad, culpables de vivir. La inteligencia para mí entonces supone hacer ostentación permanente de desconfianza hacia los otros, es envidiar la suerte que ellos corren, buscar culpables en los que descargar la responsabilidad de mi estado. Se trata de un trastorno mental disfrazado de lucidez, se trata de egocentrismo puro y duro.
Ese mundo de vértigo solo gira en torno a mí, yo soy el centro, exijo ser el centro. Mis derechos son prioritarios, mis necesidades son prioritarias, mis deseos son prioritarios (mi deseo es mi derecho), mi satisfacción ha de ser inmediata y el no serlo no hace sino corroborar ese “el mundo contra mí”. Yo mismo me convierto en una realidad insoportable más allá de la insoportabilidad de mi enfermedad, en algo detestable que genera asfixia y  rechazo a su alrededor.
Y, sin embargo, ¿por qué yo no?

martes, 18 de octubre de 2016

¿QUÉ HE HECHO YO?



 
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis. Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos… porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (Mateo, 25: 35-45)

Hay sangre en el Mediterráneo cerca de las costas de Libia y Grecia. Hay sangre en el Mediterráneo cerca de nuestras costas. Hay hambre, miedo, llanto, soledad, muerte muy cerca de nosotros. Hay hambre, miedo, llanto, soledad, muerte a nuestro alcance, de la que tenemos conocimiento y no podemos fingir que no sabíamos nada por mucho que cambiemos de canal para que nuestro estómago no nos juegue una mala pasada. Lo sabemos, todo eso está ahí y aunque pretendamos poner distancia entre eso y nosotros, si nos fijamos bien, si queremos hacerlo, siempre podremos encontrar rastros de esa sangre en nuestras manos. En nuestra cristianizada Europa, ¿cómo diablos podemos interpretar un pasaje como el del comienzo de este escrito? ¿Quiénes son hoy ese hambriento y ese sediento? ¿Qué nacionalidad tienen esos forasteros? ¿Cuál es su color de piel? ¿Cuál su religión? ¿Dónde mueren? ¿Cuál es nuestra actitud? ¿En cuál de los dos grupos estaremos? Creyentes, ¿nos estamos haciendo cargo de Dios o queremos dejarlo abandonado a su suerte? No creyentes, ¿cuál es nuestra tarea? ¿Nos basta con refutar la literalidad de un texto escrito hace dos milenios? No hay discurso que valga, no hay palabras que nos pueden justificar, no hay distancia que nos pueda disculpar toda una vida. Estamos inmersos en la sociedad del simulacro, en la que basta con colgarse el uniforme adecuado para dormir tranquilo. Cualquier prédica es válida si es compatible con mi razón de consumidor. Esa es nuestra coartada. Nuestra verborrea nos justifica y tranquiliza, aceptamos nuestro papel en este juego, siempre sin mostrar lo más profundo de nosotros, lo más superficial en realidad pues es la evidencia común, aquello que nos une. No es necesario panóptico alguno pues en realidad nos vigilamos los unos a los otros. Nunca quedaremos desnudos, perderá aquel que intente lograrlo, será excluido de la hermandad, aquella que une al círculo de vigilancia basado en la confianza mutua, aceptar las mentiras de todos sin desvelar el objetivo común: mantener nuestro derecho de consumo. Para ello es necesario expulsar a todo aquel que lo amenace, escenificaremos la farsa mientras permanezca lejos esa amenaza. El consumo es nuestra razón de ser, también, paradójicamente, de aquellos que no tienen acceso económico a él, el chivo expiatorio siempre será el otro, el extraño que interrumpe nuestros sueño. El escapulario nos salva y el carnet nos acredita como ciudadanos de bien, aquellos responsabilizados en mantener ese entramado. El hambriento será sujeto de nuestras oraciones y el preso el motivo de nuestro mitin, pero uno continuará necesitado del alimento y el otro encarcelado entre rejas. La ciudadanía sólo será soportada en torno a ese interés común, formada por una aglomeración de individuos en la que en realidad no existe el ciudadano interesado como tal en la mejora de la sociedad y en el socorro real del otro, no en su vigilancia.
Y en esa teatralización: ¿Qué he hecho yo? Esa es la pregunta a la que deberíamos responder antes de que sea demasiado tarde. ¿He dinamitado el drama o he mantenido la comedia mientras aguantaba las carcajadas? La vida pasa y el después rápidamente se convierte en un ahora sin que nos quede margen para actuación alguna. ¿Qué he hecho yo? Palabras, palabras, palabras, la canción de cuna con la que intentamos adormecernos y permanecer gloriosos en el sueño. Hasta la solidaridad se ha convertido en un mero clic. Mantengamos la comodidad y nuestras opciones de consumo. A veces la vida va mucho más deprisa que nosotros, en un pis pas te encuentras transformado en el anciano que te aguardaba en la lejanía y entonces, cuándo tienes poco margen de maniobra, te asalta esa pregunta: ¿Qué he hecho yo? Una pregunta en pasado que siempre encierra un presente: ¿Qué estoy haciendo ahora? No basta con el clic, no basta con sostener la pancarta, no basta con alzar la voz. ¿Cómo ha cambiado mi vida esa pregunta si es que lo ha hecho? ¿Cómo me ha cambiado a mí? ¿Qué he hecho en el encuentro con el otro, si es que éste ha existido? Cual ha sido mi gesto y cual mi pérdida, a qué he renunciado, si estoy entero pero vacío. Cómo he dado de comer al hambriento y he acogido al refugiado. Cuál ha sido mi grado de rebeldía y si esta ha terminado por convertirse o no en una amenaza para mi vida, qué me he cuestionado de mí mismo. No dejéis que el tiempo transcurra para poder miraros al espejo con satisfacción. Hace unos días vi un programa sobre la amenaza de piel negra que se cierne sobre nosotros, sobre ese trigo sucio y sarraceno del que nos avisó ese cardenal achaparrado enfundado en su larga capa púrpuraescarlata. La amenaza de la que hay que parapetarse. Y sin embargo s hay personas allí dispuestas a ayudar y perder. Quizás estas me reconcilien con el género humano, pero la pregunta permanece: ¿Qué he hecho yo?






domingo, 16 de octubre de 2016

SER Y CRECER



¿Quién eres? ¿Quién soy? Raramente nos hacemos esta pregunta, quizás porque temamos su respuesta, quizás porque estemos demasiado seguros de ella, porque consideremos inútil hacerla, porque no sepamos donde encontrarla. A veces la vida te lo muestra y lo hace cuando ya es tarde y no siempre te gusta lo que enseña y prefieres continuar bañándote en el engaño. Pero lo quieras o no la pregunta continúa ahí:

¿Quién realmente eres?

El que quedaría si desapareciese de pronto todo lo que tienes. Esa imagen desnuda que se ofrece de ti cuando desaparece todo lo que te recubre y oculta, aquello que te engalana hasta distorsionar tu figura y mostrar de ti un simple simulacro.

El que se muestra si ignoramos los títulos y nombramientos que posees y los que presentas antes de ti mismo. Las dignidades ganadas en los despachos y pasillos y que borran tu pasado para convertirte en un satélite girando alrededor del poder sin espacio ni tiempo que lo identifique.

El que reflejan los otros, no la figura que aparece ante el espejo y que a menudo no deja de ser mero onanismo intencionadamente ciego. ¿Quién te rodea? ¿Cómo? ¿Qué grado de felicidad ves en ellos? ¿Cuánto de sinceridad? ¿Cuánto de adulación? ¿Cuánto de crítica? ¿Qué huellas dejas en ellos? ¿Qué huellas de ellos en ti? ¿Cuánto duran esas huellas? ¿Qué tiempo permanecen junto a ti? ¿Hay sonrisas? ¿Hay llanto? ¿Hay comunicación? ¿Hay silencio? ¿Hay crispación? ¿Hay desahogo?

El que se muestra ante la adversidad. ¿Cómo respondes ante las caídas? ¿Cómo sales del agujero? ¿Cómo reaccionas ante el dolor? ¿Cómo circulas contracorriente? Cuando el viento deja de ir a favor y los aplausos ya no se oyen, cuando tu cuerpo ha dejado de crecer y empieza a resquebrajarse, cuando dejó de ser tu amigo para volverse contra ti.

El que señala el grito del niño: “¡El rey está desnudo!”.

Crecer es hacerlo hacia dentro, en densidad humana, en densidad de la vida, aún de la no vivida.

Crecer es empequeñecerse, desprenderse del lastre con el que uno quiso escalar y que arrastra dando tumbos en su historia, su minúscula y fanfarrona historia.

Crecer es quedar reducido a la esencia para poder mirar a los ojos a los que no son nadie y lo son todo, aquellos que te llenan, de los que estás hecho, no mero vacío, hueco fantasmal.

Crecer es hacerlo en el silencio, sobran tantas palabras y faltan tantos gestos, tantos abrazos, tantos besos, tanta mano extendida.

Crecer es ir desmenuzándose en el camino, dándose hasta no quedar nada, desparecer, todo uno en ellos, ir sembrándose, rastros de ti en el crecimiento de otros.

Crecer es asumir que no eres nadie, la piltrafa que puede embellecerte y otorgarte cierta altura moral.

domingo, 2 de octubre de 2016

...NO SOY DE IZQUIERDAS




Si ser de izquierdas supone mentir o callar por la supuesta lealtad o fidelidad al partido, no soy izquierdas.

Si supone la adoración a los mitos que necesitamos situar en pedestales o el insulto en público a los supuestos traidores que queremos arrastrar entre la basura, no soy de izquierdas

Si supone aprovechar el lugar que ocupo para beneficiarme y engordar mi cartera, prepararme una puerta giratoria, no soy de izquierdas.

Si supone concebir una sociedad en blanco y negro, de buenos y malos, de verdades y mentiras establecidas por decreto, no soy de izquierdas.

Si supone renunciar a pensar por mí mismo y creer sin más aquello que me dice quien me lo tiene que decir y negar categóricamente aquello que me dice el ángel caído o el demonio catalogado como tal por mi autoridad competente, no soy de izquierdas.

Si supone aceptar sin matiz alguno las respuestas que me han determinado sin plantearme ninguna pregunta que pueda poner entre interrogantes alguna de esas respuestas, no soy de izquierdas

Si supone ser talibán de todo resto del pasado haciendo de ese comportamiento una bandera de heroicidad, no soy de izquierdas.

Si supone hacer del nacionalismo el orgullo que viene a justificar mi vida entera, de la patria el invento que vengo a situar como madre y dogma por encima de cualquier otra realidad y de la bandera el trapo que me envuelve y que me viste pretendiendo que con él puedo ocultar todas mis vergüenzas, no soy izquierdas.

Si supone atrincherarme en el foso del que considero mi bando sin plantearme ni un ápice a quien hiero con mis disparos, quien ha construido ese foso y qué se puede esconder en él, no soy de izquierdas.

Si supone entender que un partido, un sindicato o una iglesia es un fin y no un medio y creer que lo importante es la institución en sí y no aquello que debiera defender, no soy de izquierdas.

Si supone no escuchar a aquel que difiere de mí ni a quien me genera interrogantes que pueden desestabilizar mi seguridad, no soy de izquierdas.

Si me exige la hipocresía de tener que defender aquello con lo que no estoy de acuerdo, no soy de izquierdas.

Si es interpretar que en la vida las instituciones valen más que las personas, las palabras más que los hechos, las fantasías más que las realidades, no soy de izquierdas.

Si es pensar que la política vuela alto y no a ras de suelo, que se mueve fundamentalmente en los pasillos y despachos y no en las tabernas y las plazas, que sólo viene escrita en un programa electoral que siempre queda más allá que el interior de nuestras casas, no soy izquierdas.

Si es manejarse sin margen de duda en la ética de las convicciones, afecte a quién afecte, afecte como le afecte, sea sueño o realidad sin contemplar una ética de la responsabilidad que maneje el quién, el cómo y el qué de sus consecuencias a menudo no previstas, no soy de izquierdas.

Por todo ello no soy ni creo que nunca seré… de derechas.