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lunes, 25 de junio de 2018

OUTSIDER


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Por si no bastaba con mi forma de ser, la más que puñetera esclerosis vino a ponerme definitivamente fuera de juego. Es prácticamente imposible participar de forma habitual en la vida sin moverse de una casa, confinado a una cama o a una silla. Si escuchas algún golpe no puedes levantarte, no puedes llamar por teléfono ni contestarlo. Difícilmente podrás jugar un papel activo en una situación problemática.
Es muy limitado lo que está al alcance de uno para participar de una manera digamos normal en esa vida, uno necesariamente vive aparte de la sociedad, aunque de vez en cuando asome la cabeza al exterior. Mi papel parece haberse quedado reducido al de observador; físicamente dentro, sólo puedo contemplar desde fuera. No era realmente necesario, toda mi vida he sido, de alguna manera, un outsider, anglicismo muy de moda hoy en día. Siempre me he sentido algo al margen de los míos, de aquellos con los que he vivido y con los que me he ido haciendo. He sido un perdedor nato con alguna apariencia de ganador. Algo complicado en una sociedad en la que impera el sí o el no, el a favor o en contra, el dentro o fuera; una sociedad en la que obligatoriamente te ubican en una ideología o en otra, en un partido o en otro, en una religión o contra ella, en una iglesia, en un grupo, con alguien o contra ese alguien. Una sociedad sin matices en la que en el momento en que expones algunos sales despedido. Todo en ella son fuerzas centrífugas o centrípetas. Nadie puede establecer su propia órbita.  Si estas dentro, muchos de ese interior consideran que eres de fuera, si estás fuera, también muchos del exterior considerarán que eres de dentro. Un sospechoso habitual.
De cualquier forma, ser un outsider en una sociedad como la nuestra no es la cosa más incómoda del mundo. El verdadero outsider viene en patera, muere ahogado o se le impide desembarcar, es rechazado, navega a la deriva sin tener la oportunidad de participar el juego alguno, no tiene la ocasión siquiera de ser considerado fuera de juego, no existe, no es. Hasta para eso existen categorías.
Puede resultar vergonzoso visto lo visto proclamarse así. “No ofendas a dios”, decía mi madre. No puede haber fuera de juego si uno mismo es el juego y se mantiene dentro de sí.

jueves, 7 de junio de 2018

PEQUEÑOS PLACERES QUE TODAVÍA NO HE PERDIDO



Ya no puedo hacer nada por mí mismo, sin ayuda de otra persona, salvo pensar y sentir. Ambas cosas son inevitables aunque no igualmente placenteras. Pensar siempre supone un esfuerzo, esfuerzo que puede llegar a ser gratificante pero que no puedes llegar a realizar desde el ocio y la pereza. Desde el abuso inagotable del pensar, del incansable funcionamiento de una máquina sin control del tiempo y de una razón emocional se genera lo que Goya escribió en el título de uno de sus Caprichos, “el sueño de la razón produce monstruos”, sueño que se convierte en una pesadilla que te aborda sin descanso. Resulta verdaderamente difícil evitarlo cuando tu existir es la inmovilidad, cuando permaneces tumbado, sin movimiento alguno, y sólo contemplas dos pequeños focos que te miran desde el techo. Pensar, pensar y pensar sin descanso en un revoltijo incontrolable de ideas y palabras en el que resulta muy difícil diferenciar la realidad de la ficción, el simple sueño de la pesadilla. Es el quehacer de los sentidos el que, a menudo, solo nos puede salvar de este riesgo zambullirse sin prejuicios en el mar del placer, aunque hayamos perdido la capacidad  de hacerlo en los grandes placeres que siempre hemos valorado como tales.
La vista: Contemplar la belleza de una mujer, no pretendo resultar machista, sé bien que el hombre también la tiene pero no engañaré a nadie si digo que la de ella me resulta más placentera. Sus maravillosas curvas (no entró en detalles de ellas), los maravillosos ojos, la mirada de esa inteligencia que sólo puede reconocérsele a la mujer a veces pícara y en otras ocasiones limpia como un cielo claro, siempre llena de curiosidad y ternura. La blanca piel salpicada de lunares, la belleza ancestral de la negritud, la que parece anclada en una eterna primera juventud como la piel oriental, el hondo sentido maternal que inspira el americanismo. Mirar, cuándo ya poquito más puedes hacer con tu cuerpo. Mirar, con algo de tristeza y siempre admiración. Mirar, el último recurso que te queda y que resulta estúpido, y a menudo imposible, prescindir de él. La belleza de la infancia, su andar trastabillante, la sonrisa que todo lo ilumina, los ojos curiosos que te siguen al pasar mirando abiertos de par en par cuando lo haces en  silla de ruedas y más si es eléctrica, la tentación imposible de vencer cuando ésta sube o se inclina, esos deditos que buscan ser protagonistas ellos del milagro. La serenidad de su cara dormida, el lento respirar de su pecho. El bullir de hormonas de la adolescencia, las carreras, los saltos, las risas, los llantos, los juegos de ignorancia y miradas, de charlas y silencios. Es la vida que se anda entrenando. La danza, la expresión corporal, la maravilla de ver un cuerpo en movimiento. Llamadme mirón, incluso voyeur, lo seré. ¿Es evitable?
El tacto. Cuando el placer de tus dedos se ha vuelto contra ti y sólo te ofrece sufrimiento, qué ha de quedarte sino el de sentir otros dedos sobre tu cuerpo. El recorrido lento, misterioso, la sorpresa que anuncia pero que tú desconoces, el que busca por todos los rincones y a veces encuentra. El sentir de un masaje sobre ese cuerpo, fuerte, sin temor, sin pudor. Percibes entonces que sentir cierto dolor es también sentir que tu cuerpo está vivo, que esas manos lo despiertan, que incluso aquí la vida no se puede  separar del mismo. El niño pequeño, tan cerca y tan lejos de ti. Como olvidar tus recuerdos que parecen cobrar vida cuando contemplo las fotos de la infancia de mis hijos. Como olvidar sus cabezas dormidas sobre mis hombros, sus manos agarrando con fuerza mi dedo índice para que no escape, sentados sobre mis rodillas y recostados sobre mi pecho, las caricias de las yemas de mis dedos sobre sus espaldas. Tantas cosas que ya no viviré. Hoy sólo me queda el sentir sus manos sobre mi, la leve saliva de un beso sobre mi rostro. El contacto físico de otra persona que te recuerda que aún sigues vivo.
El oído. El placer de la música que te envuelve todo, que es capaz de generar emociones en ti y expresarlas de una forma que de otra manera no te sería posible. El golpe de un poema sobre ti que hace penetrar sus palabras hasta lo más hondo. El reinado del sonido dejándote mecer en el agua abandonado a una deriva que siempre te llevará a buen puerto. El instrumento, la canción, el ritmo de unos tacones sobre el tablao, de unos nudillos sobre la mesa. La risa inevitablemente contagiosa de un niño pequeño. El gemir gozoso de una mujer. La enorme maravilla que supone una conversación pausada, tranquila, profunda, íntima, el abrirse en palabras de dos personas dejando atrás lugares comunes, verbos superficiales, el agotador sonido del vacío existencial. El diálogo, los interrogantes, las respuestas que vienen de adentro, los silencios que lo dicen todo, que expresan muchos más que miles de palabras puro ruido.
El superlativo e infinito placer de sentirte querido. Todo un discurso vital resumido en dos palabras. La posibilidad de infinito valor  de sentir el amor. La impagable vivencia de la amistad. Esos momentos que no se borran, a los que recurres una y otra vez cuando pareces resbalar hacia lúgubres cavernas, los tiempos que la vida te ha regalado y que ahora, en tiempos de mazmorra, son las agarraderas que evitan te lleve la corriente hacia el sumidero de la tristeza, gracias a ellas, pese a tu inmóvil vida, nunca serás nadie.
La estrella se fue apagando pero su luz aún se percibe.