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martes, 13 de marzo de 2012

DE REPENTE LA VIDA


Movía la cucharilla en el café como todos los días, como todas las tardes de los últimos años. Absorta la mirada en ese movimiento repetitivo que se prolongaba mucho más de lo necesario, aislado del pequeño bullicio de su alrededor por el caparazón de soledad que se había fabricado. La movía sin sentido alguno. La movía por moverla, como uno de los pequeños actos rutinarios con los que pretendía llenar su vida. Pensaba que había iniciado su declinar, y así parecía ser a juzgar por el rostro levemente demacrado y las ojeras que acompañaban sus ojos. Cogió el sobre del azucarillo ensimismado en el proceso de rasgarlo, lentamente, de agitarlo con suavidad para que todo el azúcar que hubiera en su interior se depositara al fondo del mismo; de abrir ligeramente la boca que había liberado de papel y dejar escurrir su contenido en la taza de café; sólo una pequeña cantidad, para luego plegar lentamente el sobrecillo, encerrar en él la azúcar sobrante para que no se perdiera ni un solo grano y dejarlo sobre el platillo. Luego, vuelta al movimiento insistente de la cucharilla, y esos ojos mirando sin ver, vueltos hacia el interior, hacia las profundidades que se habían ido cavando en su corazón.
Acudía a aquel café desde hace años. Acostumbraba a sentarse en una de las mesas de uno de los rincones más apartados de todos y de todo, allí donde se podía esconder de los demás, incluso, de sí mismo, allá donde se convertía en un bulto que llegaba a pasar desapercibido, que nada llamaba la atención, que nada exigía, que sólo movía insistentemente la cucharilla y sorbía el café a pequeños sorbos, en una de las ceremonias de la soledad en las que se regodeaba todos los días.
Cuando acabó, se limpió la comisura de los labios con una servilleta de papel, la arrugó y la guardó dentro de la taza. Su vida también se había ido arrugando. ¿Qué fue de ese joven que soñaba la conquista del mundo? ¿Qué fueron de los ideales que defendía con ardor? ¿Qué fue de sus risas, qué de sus palabras? Quizá fueron arrastradas por la misma escorrentía que se llevó las caricias y los besos, las miradas tiernas, el calor de otro cuerpo. Quizás quedaron sepultados en la misma fosa dónde fueron a parar los amores que le quisieron y la juventud que encendía su hogar.
Su vida no había sido lo que hubiera querido ser, las renuncias a sus sueños, esos de los que siempre quedó el depósito de tristeza donde años atrás estuvo la confianza. No fue como quiso haber sido, la certidumbre de que sería una persona comunicadora dio paso a la aplastante realidad del silencio. De los silencios circundándole día y noche. De los silencios atronándole la soledad. De los silencios hechos cuerpos en cada uno de los enseres de su casa, aquella donde se había ido a vivir en el momento en el que su vida en común se agotó, en el que él mismo se agotó y perdió a la mujer que quería y al hijo que justificaba su transitar de cada día. No reprochaba nada, nunca lo hizo, fue su fracaso, el de su persona, el hundimiento total de una esperanza, desde entonces sólo arrastraba los jirones de lo que fue una ilusión con los que tejía cada noche sábanas de añoranza, con las que dormía. Y también lloraba. Nunca se le agotaron las lágrimas, quizá era el único indicador de que continuaba vivo.
Una muchacha, mujer ya, se le acercó a retirarle la taza. ¿Desea algo más? ¿No gracias? Casi no la miró y sin embargo algo se le removió dentro. Un recuerdo agazapado que nunca se había ido. Una casa, la suya. Una muchacha, casi niña todavía pero con una madurez impropia de su edad, hecha quizás de secretos, de intensidad en las vivencias, de alegrías y dolores anticipados; unas miradas, unas pocas palabras, una complicidad que llegó de modo natural y un nombre que se quedó grabado, que incomprensiblemente para él fabricó su nido y comenzó a parir fantasías, sueños, muchas quimeras.
Como muy escasas veces hacía, levantó la mirada y la siguió con ella. Se movía de mesa en mesa sorteando sillas y clientes, recogiendo vasos y limpiando mesas. Acudiendo a la barra y entrando en la cocina. Siempre con una sonrisa en la boca, a menudo se trataba de una media sonrisa, pero nunca artificial y hueca, siempre inteligente. Esa sonrisa. Conforme la miraba cada vez iba reconociendo más los gestos, el caminar, le parecía la misma niña hermoseada por una juventud madura. Los labios, las manos, el contorno de sus pechos, la risa que a veces se le escapaba y la voz, la voz que llegó a sus oídos, masajeó el tímpano, y la vibración de éste alborotó la cadena de huesecillos posteriores y estos terminaron alborotando a su vez los recuerdos. Y sintió latir el corazón.
Ella se encontraba tras de la barra fregando unos cacharros y, como en un descuido, levantó la mirada y la fijó en él. Fugazmente y fugazmente las dos miradas se encontraron, y fugazmente el pensó, el deseó, el sintió pánico, de que le hubiera reconocido. Y le volvió a mirar también fugazmente cuando fue a servir la siguiente mesa, y después cuando cobró en la otra, y otra vez cuando volvió de la barra de recoger otro servicio, y otra y otra y otra, y fugazmente, muy brevemente, casi a escondidas, cuando desvió su mirada de los vasos que estaba colocando, le sonrió. Fue un segundo, casi unas décimas de segundo, suficientes para que el mundo estallara en él.
Allí se mantuvo él hasta que la tarde fue decayendo y en el exterior se fue encendiendo el alumbrado público, permaneció mientras que la clientela se iba renovando. Allí permaneció, frente a esa mesa vacía y con la mirada en alto, siguiendo con ella a aquella persona que, sin decir nada, reclamaba su atención. Ella mantuvo su sonrisa en su ir y venir constante, consciente de que era su punto de atención. Eso le gustaba. Se sentía mujer entre ese trajín que a diario la empequeñecía. Sentía la plenitud de sus curvas, como si su cuerpo se hubiera magnificado con el examen al que estaba siendo sometida. Sentía, una vez más, que su propio pensamiento era atrapado al vuelo y que una comunicación se estaba abriendo a través del silencio.
Llegó la hora del cambio de turno y ella, sin abandonar la sonrisa, se fue acercando a su mesa. El corazón subió a su garganta, sentía que casi hubiera podido tocarlo con sus dedos, y se le aceleraba desbocado, una experiencia sensorial que parecía condenada a los excesos de la adolescencia. ¿Qué hacía esa ruina así?
Hola. Hola. Me alegro mucho de verte. Yo también. Pura formalidad arropando el frenesí que ponía patas arriba todo su interior. Cuánto tiempo, ¿verdad? Sí, mucho tiempo. ¿Qué tal te va la vida? Bien. Llevaba la mentira cosida a la boca. ¿Estás casado? Me separé. ¿Y tú? Yo también, perdona, yo sí estoy casada, no me he separado. Me alegro. ¿Vienes con frecuencia por aquí? Todas las tardes, no te había visto antes. Es mi primer día, antes trabajaba en otro lugar. El silenció taponó todo lo que había por decir. Bueno, me tengo que ir, me esperan en casa. Claro. Nos veremos entonces. Sí. Tendemos ocasión de charlar… si quieres. Claro que quiero. Tendremos cosas que contarnos. Muchas. Bueno, pues… hasta mañana entonces. Hasta mañana. Ella se levantó y le alargó la mano, él, torpe, se la quedó mirando y sólo  después de algunos segundos reaccionó y se la estrechó. Ella le sostuvo la mirada y entonces se agachó y besó sus mejillas. Él notó su corazón palpitar, ¿o era el de ella? Cuando se retiraba, él murmuró algo. ¿Qué? Que me alegro mucho de verte y de que trabajes aquí. Sonrió y se dirigió hacia la salida. Contempló su espalda y sus caderas mientras se alejaba. Esa noche casi no pudo dormir, con los ojos abiertos en la oscuridad de su habitación se dedicó a acariciar parte de su pasado.
La historia es sencilla. Una casa de vecinos. La vivienda donde él habitó unos años una vez casado. Unos encuentros. Unas miradas. Unas sonrisas. Una adolescente que había madurado pronto. Un joven con la soledad siempre a cuestas. Unas palabras. Algunas conversaciones. Una amistad que se fue fraguando. Cierta intimidad. Y ya está. Nada más. Y muchos años después de distancia sin saber uno del otro. Y una huella que perduró nunca supo bien porqué. Que perduró, sin más recompensa que la propia marca, que el propio placer de su recuerdo. ¿Es comprensible todo lo que ocurre en la vida, las razones por las que una persona se impregna de otra? ¿Es posible someterse siempre al dominio de lo racional? ¿Todo tiene explicación? ¿Todo tiene medida?
Llegó con ansiedad, pero frenó sus pasos a las puertas del establecimiento. Entró como si nada, como si todo fuese igual, como todos los días, como si la cucharilla, el café, el azucarillo, no hubieran desaparecido de su vida; como si ese espacio le fuera igual de indiferente, como si todos los rostros le siguieran siendo anónimos. Antes de entrar ya la estaba buscando. Ella volvió su cabeza al oír abrirse la puerta. También se encontraba esperando el momento.
Hay muchas vidas en una vida, vidas en la oscuridad del secreto, caminos que pudieron hacerse y que sólo se siguen transitando en el pensamiento, sueños recurrentes, deseos sin cumplir; otros yos aguardando la oportunidad que a menudo nunca llega. Múltiples brazos de un candelabro arropando a una vela principal y cuyas candelas están esperando a lucir, unos segundos, unos días, la vida entera, que una mano se acerque y las encienda y duren sin consumirse, sin agotar el sueño ni gastarse a sí mismas, sin que la realidad les pase factura y las apague bruscamente de un soplido. Eso les pasaba a los dos, de maneras diferentes pero ambos esperando a recuperar un yo que yacía en el fondo de sí mismos.
Cuéntame qué ha sido de tu vida, le espetó de sopetón cuando acudió a sentarse junto a él. Quedó sorprendido, ¿cuánto tiempo hacía que alguien se interesaba por él? ¿Cuánto tiempo hacía que no hablaba de sí mismo? ¿Por qué te has separado? ¿Cómo lo has llevado? ¿Tienes hijos? Antes de poder elaborar su primera respuesta ya se encontraba sometido a un interrogatorio que le resultaba embarazoso. Y esa cuchilla le abrió en dos, en canal, y acostumbrado como ya estaba a comunicarse a través de oraciones muy simples, reduciendo al mínimo el acto de comunicar se vio espoleado por los ojos de ella a recuperar el uso de las oraciones subordinadas, a la apertura constante de paréntesis, a que no hicieran falta más preguntas para que él disfrutara del acto de compartir, poco a poco se fue desbocando en una sucesión de informaciones primero, de reflexiones más tarde, de confidencias después; mientras ella le miraba y esa mirada le desarmaba, le despojaba de la coraza que le había acompañado durante años. Su media sonrisa, su actitud de serenidad y receptividad le decía: tranquilo, sonríe, no sufras, desahogate.
Ella, mi hijo, yo, no he sido el que quería ser, mi culpa, mis sueños, mis pesadillas, mis errores, mis deseos. Cada palabra pronunciada era un nuevo alivio, un fardo del que se descargaba. Aquella niña que conoció cuando él entraba en la madurez era hoy la mujer que le guiaba de la mano en su propio reconocimiento. Era ella hoy la persona adulta que acompañaba al niño en el transito de la oscuridad a la luz. Fue haciéndose consciente de un sentimiento confuso que surgió en su interior al verla y que no terminaba de identificar, el de que esto iba a ocurrir e iba a ser desencadenado sólo por una mirada.
Al día siguiente ella se acercó, con la bandeja en la mano y un trapo en ella, para limpiarle la mesa. La mesa ya estaba limpia, no obstante cogió el paño, realizó unas leves pasadas sobre la mesa y al retirarlo quedó al descubierto un sobre. Como si nada especial hubiese ocurrido le preguntó qué deseaba tomar y después se retiró. Él lo tapo con la palma de sus manos y con el corazón golpeando en su pecho y los dedos temblando lo guardo en un bolsillo de su chaqueta. Le fue imposible despistar su pensamiento de ese pedazo de papel que parecía haber adquirido vida propia pero fue incapaz de leerlo. Sentía las miradas de todos fijas en él, descubierto el delito, acorralado el delincuente. Aquella tarde ella no se sentó a su lado, la vio marcharse sólo con un levísimo gesto de despedida, casi imperceptible, de tal manera que llegó a dudar de que fuera real y no una mera figuración suya. Sólo se atrevió a abrirlo cuando la intimidad de su casa le aportó la seguridad suficiente.
Una disculpa, la esperan en casa y no puede retrasarse todos los días, y su parte del compartir. Después de las primeras preguntas que salieron al tropel como si se agolparan en su boca pugnando por salir, se mantuvo callada, escuchando, ella era el oído, él era la boca, un reparto de papeles impensado momentos antes. Contaba lo que había sido su vida desde que perdieron el contacto, lo que era, una vida razonablemente feliz, un hombre que la quería y al que quería, y unos hijos que le aportaban la ilusión que a veces parecía querer escurrírsele por los poros de su piel. Por último, una confesión, se había alegrado mucho al haberlo encontrado. No lo había olvidado, pero la vida sigue a pesar de las ausencias y éstas se hacen pequeñas con el tiempo, aunque a menudo ese espacio más pequeño aumenta su densidad, mantiene toda su materia, a la espera del Big Bang. 
Y así fue el acontecer de los siguientes días, una sucesión de escritos y cartas dejados distraídamente sobre la mesa al limpiar, debajo de la factura de la consumición, un roce de dedos en el intercambio, una lectura con avidez en el autobús de vuelta a casa, una relectura una y otra vez tendido en la cama o encerrada en el cuarto de baño. Un ir y venir de palabras impresas, un lento desmenuzar del pasado, un intento de recuperar el tiempo perdido, de conocer de nuevo a esa persona extraña que recuperabas, de llegar al fondo del otro. Palabras, palabras, palabras diseccionado al otro, diseccionándose a sí mismo.
Y las ceremonias fueron cambiando, fueron otorgando sentido a las rutinas, trascendiendo su sentido más allá de ellas mismas en la medida en que éste desembocaba en otra persona. El sentido de sentarse en aquella mesa, como tantas veces había hecho antes por hacerlo, era la carta que esperaba; el sentido del café era la que él iba a entregar. El sentido de las horas gastadas sin más ante aquella mesa, era contemplarla: el mechón de pelo sobre su frente, la sinuosidad de su cuerpo, las comisuras de sus labios ligeramente elevadas en una media sonrisa que a veces parecía adoptar una expresión un tanto pícara, sus largos dedos moviéndose ante él. Y más, todo intervalo del día entre esos momentos cruciales se fue tiñendo de otros tonos, fue pigmentando esa vida desde los grises permanentes hacia otros colores. Fue cambiando su forma de mirar y la llama de la vela que tenía casi olvidada fue encendida para durar.
Renunció al café, pidió una copa de brandy. Ella le había prometido que tendría un tiempo para él aquella tarde después del trabajo. Le sonrió con ironía cuando le oyó pedir la bebida alcohólica. Aguardó con impaciencia el momento. Impaciencia y nervios, casi había olvidado como comportarse ante una mujer, temía su torpeza congénita, padecía una cierta venustrafobia que le provocaba sudores, escalofríos y taquicardias simplemente con la perspectiva de tener que enfrentarse a una mujer hermosa y ese miedo se había ido incrementando con los años de aislamiento social que habían transcurrido tras la separación. Pidió una nueva copa no supo bien por qué, más que darle confianza le llevó hacia el aturdimiento; quizás era eso lo que buscaba, anestesiar su ánimo, embotar los filos de la espera. Las horas transcurrieron mucho más lentamente de lo normal de la misma manera que ella le parecía mucho más hermosa (y peligrosa) de cómo habitualmente la percibía. Por momentos tenía la tentación de salir huyendo de allí, escabullirse, volver al anonimato. La palabra escrita todavía podía otorgarle cierto halo de misterio, alguna capacidad de seducción, pero temía que el encuentro cara a cara lo dejara al descubierto en toda su insignificancia, el hombre desdichado y sin recursos que era.
La vio salir de dentro, pantalones blancos, una generosa blusa negra con dos finos tirantes y un bordado vegetal en blanco, una fina cadena de plata al cuello y un amplio bolso colgado al hombro. Casi sin respiración la vio acercarse a él. ¿Nos vamos? Atónito, se levantó de golpe y comenzó a andar tropezando con una silla. Juntos se dirigieron a la salida. Pensaba que todas las miradas se encontraban fijas en ellos, escuchaba los comentarios hechos y por hacer, leía los pensamientos que pudieron haber sido pero nunca existieron. Caminó detrás ligeramente desorientado, casi como un perrillo faldero, con sonrojo y azoramiento, sorprendido de la iniciativa de ella, dominando la situación, sin importarle que la vieran salir con un cliente, precisamente con aquel cliente extraño que pretendía permanecer ajeno a todos y al que, por ello, todos conocían. Y echaron a andar, pasearon primero sin un rumbo fijo, se sentaron después en el banco de un parque cercano y la fortaleza de miedo de la que se había pertrechado se fue desmoronando y con el lenguaje se fueron espantando fantasmas y exorcizando demonios, y con el verbo llegó la calma. La noche se había echado. ¿Dónde vives? Le preguntó fijando sus ojos en los de él. Te acompaño hasta tu casa. Era otro al que no reconocía, era el otro que siempre quiso ser, tenía el convencimiento de que todo iba a cambiar sin que de hecho nada cambiara, nada iba a volver a ser igual aunque todo fuera a continuar, había sido ungido de óleo sagrado y nadie podría ya arrebatarle esa dignidad.
Llegaron a la puerta de su vivienda y bajo el dintel, no está claro si fue ella la que le besó a él o él el que le beso a ella. Qué más da. Qué más da si después llegaron o no abrazos y besos, qué mas da si las manos de uno buscaron o no el cuerpo del otro, qué más da si hubo calma o frenesí, si palabras o gemidos, si un adiós o un ahora, para él sólo importaba la certidumbre de que había reiniciado, de repente, la vida.








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