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jueves, 8 de septiembre de 2016

MI PELUCHE



Hace años, durante la infancia de mi hijo pequeño, cada noche, yo pasaba a la habitación que compartía con su hermano mayor para desearles buenas noches y despedirme de ellos hasta el día siguiente. Cuando me acercaba a él se agarraba a mi mano derecha, la apretaba fuertemente para que no se escapara, y recostaba su cabeza sobre ella al tiempo que exclamaba cariñosamente “mi peluche”; yo aprovechaba un descuido suyo para retirar rápidamente la mano y él se lanzaba del nuevo a por ella, el peluche escapaba y él lo atrapaba de nuevo entre risas. Así una y otra vez hasta que yo le besaba de nuevo, me levantaba y me marchaba de la habitación. Este ritual se repetía todas las noches, para mí era un juego placentero que aguardaba y que me hacía retirarme con una sonrisa en la boca. Duró años, mi hijo crecía pero el ritual se mantenía. Fueron años de felicidad. Gran parte de la felicidad de ese tiempo siempre ha estado asociada a ese sentimiento tan primario de sentirme un peluche, el muñeco en el que buscar cobijo, donde encontrar una mezcla de placer y seguridad. Gestos que pertenecen a una edad y que tú sabes que es así, por eso te maravillas de cada día que pasa y ellos permanecen. Raro es el recuerdo que me queda de la infancia de los dos que no esté asociado al contacto, especialmente de aquel que surgió a iniciativa de ellos y en el que yo percibía la impagable sensación de ser querido. Es triste ser padre y no haber disfrutado de estos momentos.

Los años han transcurrido; aquellos gestos, lógicamente, quedaron atrás; mi cuerpo ya se bate en retirada, hace tiempo que dio esa batalla por perdida. Sentado en la silla ruedas aún así continúo añorando aquel gozo de sentirse peluche. Este cuerpo casi inanimado envidia los abrazos y los besos, fue en ellos donde comenzaron unas vidas y ojalá fuera en ellos donde finalice otra. Que gasto inútil de palabras el que hemos derramado, que derroche de vaciedades, que error tan mayúsculo aquello de lo que hicimos bandera. De qué hemos querido presumir si vemos que más adelante nos amenaza la soledad, si sólo nos queda transitar en el desierto a la búsqueda de un nuevo oasis en el que recuperar vida. De oasis en oasis, sabiendo que estos son siempre transitorios. Envejecemos, las palabras se agolpan en nuestra boca y sólo parecen generar fatiga en los demás. Dónde creemos que se encuentra lo importante, a qué aguardamos para percibirlo. Cómo volver a ser un peluche.

Placer y seguridad. Mis hijos se encuentran pendientes de mí mientras yo peleo con la comida. Esas manos que ayer fueron peluche hoy parecen trastos inútiles. Si ayer mi cercanía podía ofrecerles algo de seguridad, hoy es la suya la que me lo ofrece a mí. Me cogen el cubierto para atrapar ellos ese resto de comida que se me resiste, luego lo acercan a mi boca. Qué pocas cosas podría yo hacer hoy solo. Resulta triste y a la vez placentero, se trata de un sabor agridulce, la vida que se te desmorona y a la vez ellos la van recogiendo. El dolor de un futuro que asusta mirar y el pequeño placer de un presente en el que ves reflejado el peluche que fuiste. Lágrimas que caen entre sonrisas cuando levantas la mirada y contemplas a aquel niño que cogía tu mano hoy convertido en el hombre ante el que tú puedes exclamar con el mismo sentimiento: mi peluche.


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