Señor Don Arturo, permítame que
comience este escrito haciéndole una confesión que creo es de justicia: se me
ha atragantado usted. Hace ya tiempo de ello, ese comportamiento mesiánico, esa
impresión que va dejando de ser més que un Molt Honorable Senyor, esa sensación
de estar por encima del bien y del mal, ese tirar la piedra y esconder la mano
y poner cara de aquí no ha pasado nada, ese asistir como espectador gozoso al
fuego que usted mismo prendió escondiendo sus impulsos irresistibles de
pirómano, su ansia de esconder la basura debajo de una bandera, su afán de
silenciar el ruido bajo los acordes de un himno, la necesidad de esconder su
reencarnación de El Flautista de Hamelin llevando tras de sí a las masas con un
sentimiento estrictamente emocional y, con ello, cautivo; las puertas que abre
hacia la nada, las palabras ilusoriamente recubiertas para envolver el vacío y,
especialmente, su engreimiento, su inmenso engreimiento. Por si todo eso no
fuera suficiente en estos últimos tiempos hay algo que ha puesto la guinda
envenenada a ese pastel: su sonrisa, su falsa, tramposa y malintencionada
sonrisa. Debería tener al menos la decencia de no manejar algo tan sagrado como
una sonrisa. ¿Ha crecido usted entre sonrisas? Me refiero, claro está, entre
sonrisas verdaderas, no entre la falsía de una comunicación siempre interesada.
¿Le han mostrado sonrisas afectuosas? Esas idolatradas que le muestran no
valen, no van dirigidas a usted sino a esa fantasmagoría que crea en la que
usted no es sino un gigante de cartón fallero, un ninot que antes o después,
aunque usted no lo imagine, arderá en la cremá. Por favor, no llene de mierda
ese gesto, con él he soñado, he llorado, he creído que un mundo mejor es
posible, no un nuevo artificio humano hecho para gloria de unos pocos y para
desilusión de otros muchos, me refiero a un mundo mejor, se llame como se llame,
formado por personas mejores. No se engañe, esa sonrisa de usted sólo muestra
su mezquindad, su desinterés interesado por la realidad y la gente que la
conforma, su arrogancia, su vanidad, su chulería muy por encima del sufrimiento
que su soberbia política puede producir. Creo que su endiosamiento le hace
levitar por encima de esa realidad y le hace sonreírse a sí mismo al margen del
enfrentamiento que genera. Morirá, cuando le llegue el momento, quizás con ese
gesto yerto en su cara, indiferente a los que lo rodean, despidiéndose de ese
mundo en el que sólo usted ha vivido, similar al que había dejado atrás y en el
que sólo cambió la bandera y el himno con los mismos pobres y los mismos ricos
a los que usted copió la sonrisa.
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