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jueves, 23 de febrero de 2012

COSAS QUE HE APRENDIDO CON LA JODIDA ENFERMEDAD



En una entrada anterior de este blog hacía referencia al sentimiento de ser un hombre afortunado y lo relacionaba con la esclerosis múltiple, enfermedad que padezco. Aun cuando aclaraba que esa relación no era causal e intentaba explicar la asociación, parece que no llegué a hacerlo del todo bien. Hubo quien, con lógica y sentido común, decía que él/ella no podía sentirse afortunado por padecer esa enfermedad (o cualquiera). ¡Faltaría más! Mi fortuna reside no en la jodida enfermedad sino en la capacidad para enfrentarme a ella y, en algunas cuestiones salir bien parado, y, sobre todo, en las circunstancias humanas y sociales que me rodean y que me han ayudado a lo anterior. Esto último es fundamental, el mérito para superar un trauma, con esas circunstancias, es relativo; el verdadero valor reside en hacerlo sin ellas. Cualquier golpe o revés, trae consigo una conmoción, pero también, aunque suene frívolo, una oportunidad de crecimiento, con heridas, cicatrices, ausencias, pero de crecimiento personal. Por supuesto, hay golpes y golpes, del mismo modo que hay circunstancias y circunstancias. En mi caso, he tenido la oportunidad de aprender algunas cosas.
Convivir con la incertidumbre. Para mí, el pasado ya no existe, simple evocación, el futuro tampoco, mera ensoñación, solo existe el presente. La enfermedad es una montaña rusa en la que eres incapaz de vislumbrar el camino que te queda por delante. Nunca sabes hasta donde continuarán tus bajadas, como también desconoces cuando se detendrán tus remontadas. Tu situación de este instante no garantiza como te encontrarás momentos después. La incertidumbre es un elemento consustancial a la dolencia, solo te queda dejarte marear por su vértigo o aprender a convivir con ella. Convivir es alcanzar un punto de equilibrio en el que dejes de llorar por el que fuiste ayer, donde no vivas asustado por tus momentos de caída pues es posible que la remontes mañana, donde no te dejes llevar por grandes ilusiones en los momentos de remontada pues es posible que esa suerte te vuelva la cara. No concentres tu mirada en ti pues solo eres un interrogante. Aprovecha el día sin esperar al mañana (Carpe diem), somos ciudadanos del presente.
No tengo futuro. Sé que suena mal, pero solo es el miedo a ciertas afirmaciones. No tener futuro, aparentemente tan deprimente, sin embargo, me relaja. Tengo por delante un corto o largo presente, sin más preocupación para mí que vivirlo lo más intensamente posible. No he de aspirar a nada salvo a disfrutar de él. No tener más ambición que no tener ambiciones personales, dedicarme a jugar la vida y prescindir de los meta-juegos o meta-meta-juegos en los que he perdido parte de ella embarcado en una ficción con destino a ninguna parte. Vivir, simplemente vivir. Vivir y hacer vivir. Abrir futuro a los demás desde mi presente. Disfrutar de las largas avenidas que ellos tienen por delante, no exentas, como no, de problemas y sufrimientos. Es la vida que tendrán que protagonizar, la historia que tendrán que escribir. Enseñar a leer el pasado como argumento para ir construyendo mejores presentes. Mi futuro no me importa, mañana será un nuevo día, un nuevo presente, que tendré que afrontarlo con sus propias características.
Se trata de asumir que el control que tenemos sobre nuestras circunstancias es escaso, lo único que podemos controlar es la actitud y resolución con que respondemos a esas circunstancias. Hay que resistir la tentación de desear constantemente que todo sea diferente, en vez de ello debes aceptar sin miedo esas circunstancias; cuánto más asumas esa realidad sin tratar de negarla más capacidad tendrás para modificarla. Todo lo negativo puede tener su cara positiva. Perder una batalla puede exigirnos más creatividad, agudizarnos el pensamiento y hacernos más fuertes ante los golpes de la vida.
Descubrir los beneficios de la vida lenta. A menudo digo que para mí las distancias se me han alargado y el tiempo se me ha hecho más corto. Necesito mucho más tiempo para poder hacer lo que hacía antes. Paradójicamente, como consecuencia de ello, ahora dispongo de mucho más tiempo. Hay cosas que he tenido que renunciar a hacer, otras he debido dosificármelas y otras planteármelas con más tranquilidad. Tengo tiempo para invertir en aprender, demasiado tiempo para una cabeza si se usa mal, provechoso si el uso es bueno. Aprender todo aquello que esté a nuestro alcance, especialmente, lo que, por costumbre, hemos ido aplazando, lo necesario para centrarnos siempre en lo urgente; lo necesario, por lo que no nos dan títulos ni sirve para triunfar en sociedad pero que constituye la verdadera sabiduría y lo auténticamente gratificante: ver crecer a tus hijos, disfrutar de una sonrisa, de un beso, de un abrazo, de una caricia, tiempo para leer un buen libro, gozar de una puesta de sol, de un paseo, de una conversación entre amigos, de una conversación banal o de una profunda (de esas que podemos contar con los dedos de una mano), poder redescubrir el placer y las posibilidades del aburrimiento, no tener prisa para alcanzar el éxito, la ansiedad por terminar, puedes permanecer en una cosa hasta hacerla bien.
Perder el miedo. Estamos rodeados de miedos, nos hemos convertido en expertos en miedo, como dice José Antonio Marina en su libro Anatomía del miedo, pero se trata, en su mayor parte, de miedos disparatados, con inmensa facilidad nos sentimos amenazados; nos encontramos sometidos a una sobreexposición emocional, a través de múltiples medios, a miedos cuya posibilidad real de que nos afecten sus causas es mínima, ridícula incluso. Vivimos en una sociedad del riesgo (riesgos acechando en cada uno de nuestros movimientos, en cada uno de nuestros instantes) que aspiramos inútilmente a convertir en la del no riesgo. Aspiramos a disfrutar de una vida sobreprotegida que nos terminará por anular como personas racionales y morales. Queremos anular toda hipotética amenaza de nuestra integridad física y de nuestra calidad de vida sin llegar a plantearnos este concepto entre interrogantes.
Perder el miedo a la muerte. La muerte es el primero de nuestros miedos. De una sociedad en la que la convivencia con ella, desde la misma infancia, era algo habitual por lo que acostumbraba a verla como algo natural, hemos pasado a otra en la que la muerte se ha ido distanciando de nosotros, en el tiempo y en el espacio, la hemos ido recluyendo en la última habitación de nuestra sociedad, aquella que tiene el paso restringido, convertida en una desconocida en la que no hay que pensar. Pero somos mortales y es necesario hacernos plenamente conscientes de ello, en mi caso, en nuestro caso, con un estímulo, la amenaza de nuestra progresiva degeneración puede hacernos ver que lo peor no es esa muerte sino el posible largo tránsito hacia la misma. Desde aquí la muerte puede ser percibida incluso como una liberación, esa consciencia de la muerte segura puede ser algo positivo. La muerte es un fin seguro e indefinido del que ya hemos empezado a participar un poco, debería ser un acicate para darnos prisa en hacer lo que tenemos que hacer. Lo preocupante no es la muerte en sí, sino la vida desperdiciada. Si la tememos nos hacemos más débiles, incapaces de vivir con la intensidad que tenemos que hacerlo, cuando desaparece ese temor, ¿qué nos puede preocupar? Formamos parte de una vida que nos sobrepasa y en la que no somos sino un mero eslabón, nuestra preocupación no ha de ser ceder el testigo a otro eslabón, sino hacerlo sin haber cumplido con nuestra función.
Perder el miedo a pensar y actuar por mí mismo. Me atrevo a decir que durante toda mi vida, en diferente graduación y de diferentes maneras, esta ha sido una característica mía, creo que los que me conocen de cerca así lo pueden atestiguar. Cualidad nada cómoda ni para mí ni para los que me rodean. Pero la esclerosis y una de sus consecuencias, la jubilación, ha venido a acrecentar esa libertad (que para nadie será alguna vez completa). He trabajado para otros y esos otros, que no necesariamente han de tener nombres y apellidos, no necesariamente han de verse encarnados en personas concretas, han sido propietarios de mi trabajo y, por lo tanto, de mi imagen y de mi voz. Eso se acabó. He pensado por mí mismo y, muy a menudo, a contracorriente, he de seguir haciéndolo y en aquello que desee y considere importante para mí; ahora soy plenamente dueño de esa imagen y de esa voz, sin tener que dar cuentas a nadie de ello. He perdido pudor y he perdido temor a las consecuencias. La repercusión de lo que yo haga o diga puede ser minúscula, ¿qué me ha de privar, entonces, de la libertad de hacerlo? No tengo nada que perder pero tengo mucho que ganar en cuanto a libertad y autoestima. La guía de mi vida ha de ser hacer lo que es apropiado para mí y para los míos, y en ese “para mí” es hacer lo que me haga crecer moral y humanamente; se acabó vivir la vida que me marquen los demás. Puede ser que mi margen de actuación sea escaso, pero ese espacio que yo construya será mi hogar, podré ensanchar las paredes de esa prisión en la que me pueda hallar.
Perder el miedo a las palabras. Para pensar necesitamos el lenguaje, en la medida en que castramos este castramos también el pensamiento. Hay palabras, sobre todo las más importantes, que se encuentran cargadas de simbolismo, simbolismo que produce un estímulo-respuesta de adhesión inmediata o rechazo. El uso de una jerga o la exclusión de palabras de otra nos identifica con un grupo social, ninguno de nosotros somos entes aislados o completamente equidistantes, tampoco yo, pero ese ejercicio de autocensura en el habla supone un ejercicio de autocensura igual en el pensamiento, sin que esté claro qué se encuentra antes, si el huevo o la gallina. Ya me ha llegado el momento de ir prescindiendo del mismo.
La jodida enfermedad me ha dado tiempo y deseos para la introspección, para hablar hacia dentro, hacia las profundidades de mí mismo, un hacerme consciente de mis propias vivencias y cortar con ello cualquier conducta autómata. Ese hablar hacia el centro de mí mismo me llevó a tener la necesidad de rescatar todo un vocabulario, referido al yo más profundo, que tenía en parte silenciado, un vocabulario que no es propiedad de ninguna institución ni de ningún grupo social, y al que si renunciamos por prejuicios no estamos sino cercenando nuestro yo. Bondad, culpa, inocencia, perdón, virtud, prudencia, templanza, caridad, fe, dios, Dios, pobreza, misericordia, ternura, humildad, soberbia, amor, emoción, empatía, sentido, vivir, morir.
Perder el miedo a hablar de uno mismo y de lo profundo. La introspección no implica solo hablar con uno mismo, sino, con ello, darse cuenta que lo más importante está por decir, que agotamos nuestro tiempo y nuestra saliva en conversaciones que, a lo sumo, nos tocan de refilón. Conversaciones triviales, conversaciones que nos eluden y que casi nunca nos ponen en cuestión. Me aburren, me deprimen, me cabrean. Hay temas profundos que convertimos en superficiales, como la política. No todo es política como para que ocupe la mayor parte de los titulares y la mayor parte de nuestros diálogos, o dicho de otra manera, la política es mucho más que esa visión minimizada que nos empeñamos en reiterar. Empiezo a estar harto de ella, no por el tema en sí sino por su enfoque, conversaciones de crítica, raramente de autocrítica; de autoafirmación, difícilmente de autocuestionamiento; solo une lo primero, nunca lo segundo. Conversaciones de autoengaño.
No tocar las heridas ni las yagas, no tocar lo que duela ni lo que cuestione, no tocar nuestras contradicciones ni nuestras mentiras, no las debilidades ni las carencias, no aquello que nos obligue a pensar ni lo que nos interrogue. Ese parece ser el acuerdo tácito, el que nunca nos atrevemos a transgredir, la carnaza han de ser los otros. ¿Y qué puede haber más importante y enriquecedor que hablar de uno mismo, que hablar de nosotros?
Lo importante no es tanto el lugar en el que estás sino el papel que desempeñas. Resulta interesante preguntarnos por nuestro lugar en el mundo, tiene su glamour, pero se trata a menudo de una pregunta con trampa, tiene su coartada para escabullirse de la respuesta, pues casi nunca es fácil poder elegir ese lugar; eso nos justifica no solo el lugar en el que estamos sino también lo que somos, el papel que representamos en él, todo va en el mismo saco. Con la esclerosis los lugares posibles van disminuyendo hasta poder quedar reducidos a la mínima expresión, es la coartada perfecta, no hay elección para el lugar. No podemos elegir el lugar pero sí el papel que desempeñamos en él, ¿qué nos puede obligar a ser como no queremos ser? “podréis enfundar el tambor y aflojar las cuerdas de la lira pero, ¿quién podrá prohibirle a la alondra que cante?” (El Profeta, Khalil Gibran) Es por ello que la introspección siempre es pertinente y, por lo tanto, sigue siendo pertinente ahora. Resultan sospechosas las personas que mudan fácilmente de opinión, de criterios, de actitud, en función del lugar que ocupan y de los intereses creados; donde ayer dijeron digo hoy dicen diego, mientras que ayer eran de una manera hoy son de otra, mañana ya veremos. Representan el papel que les determinan o que les interesa representar. Carecen de criterios firmes y de una actitud reflexiva seria. Seguramente, el lugar no siempre se puede elegir pero sí el papel que desempeñamos en él, el tipo de persona que queremos ser, hacerlo será, sobre todo, un problema de valor; y seguramente el papel que desempeñemos nos irá llevando al lugar en el mundo al que estamos destinados.
No me arrepiento de mi pasado, aunque mi mirada retrospectiva me hace ver que algunos de los lugares que ocupé en él los eligió la parte más débil de mi yo, y mi presente se encuentra marcado por los temas esenciales a los que hice referencia anteriormente: bondad, culpa, inocencia, perdón, virtud… Mi papel, como siempre debería haber sido, ha de ser, dar testimonio de ellos allá donde me encuentre y como me encuentre.
No era así yo. Es una tristeza que uno deba aprender a base de traumas, aunque mayor tristeza es si estos ni siquiera sirven para aprender. Pienso que lo que he expuesto son cuestiones validas para cualquier momento de la vida; afortunadas las personas que se guían por ellas sin necesidad de que la vida les golpee. Que yo me haya tenido que ver en esta situación para ello solo pone en evidencia una cosa, que yo no era así, al menos, no lo era del todo; y el hecho de que hoy me las plantee no quiere decir que ya lo sea, me queda camino por recorrer, un camino seguramente sin final, mi final interrumpirá el caminar pero no el camino; solo espero que cuando llegue ese momento me encuentre medianamente satisfecho de esfuerzo realizado y que alguien llore por mí pero me recuerde con una sonrisa.

4 comentarios:

  1. Muy bueno. Sabiduría que, nos tememos, no se adquiere solo con leer lo que otros, como tú, han sabido. Pero si hacemos un esfuerzo profundo y sin prisas, por qué no... Gracias. Comparto.

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  2. Genial !! Me ha encantado tu reflexión.
    Gracias
    M.

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  3. Magnífico!!! Todos los que padecemos ésta enfermedad pensamos así, pero tú lo has compartido con maravillosas palabras.

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  4. Hola Jesus, tan solo comentarte que acabo de descubrir tu blog y me esta gustando mucho, en particular de momento decirte que me ha encantado tu entrada, solo decirte que comparto contigo tu reflexión. Un saludo.

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