Etiquetas

jueves, 30 de junio de 2011

LOS CALCETINES



Siempre resultó un enigma para mí el destino final de los calcetines que desaparecían en la lavadora, las decenas de parejas bien avenidas que se deshacían, el agujero negro que parecía esconder.

Acostumbraba a poner la lavadora por las noches, cuando volvía a casa del trabajo. En ocasiones había quedado preparada previamente, en otras me veía obligado a rellenarla con rapidez antes de que mis párpados terminaran de cerrarse. La ponía en funcionamiento y me echaba a dormir. Nunca me he considerado una persona obsesionada pero reconozco que esa pregunta fue adquiriendo cuerpo en mí a medida que me sentaba a emparejarlos y siempre, matemáticamente, uno de ellos parecía mirarme al final henchido de soledad. Él y yo, en el silencio de la noche, mirándonos uno a otro, yo con una pregunta y él con una respuesta escondida entre sus hilos.

La pregunta empezó a acompañarme a la cama, al principio como una sutil nube que pronto se difuminaba mezclándose con las imágenes que me habían acompañado en el día, pero que poco a poco fue convirtiéndose en un denso nubarrón, estúpido, que permanecía allí e iba ocultando cualquier otro recuerdo que quisiera hacerle resistencia. Qué estúpida preocupación, qué estúpido yo. Con una sonrisa irónica cerraba los ojos y me echaba a dormir. En la noche la lavadora avanzaba en sus programas, devoradores de calcetines.

Quizás la cosa no hubiera ido a más si una de las tardes en las que regresé a casa no me hubiera encontrado con una nueva sorpresa. Había sido un buen día, llegaba excitado en mi virilidad y reforzado en mi hombría. Satisfecho de mí mismo. Puse la lavadora y me senté a doblar la colada anterior. Saboreaba entonces los momentos del día y para nada en mi mente ocupaban espacio alguno ni calcetines ni cualquier otra prenda. Iba doblando una a una y las iba apilando a la espera de la plancha. En el estado de feliz ensoñación en el que me encontraba decidí comenzar a emparejar los calcetines. Una pequeña risa salió de mí. Aquella noche contemplaba todo lo de la vida con humor. Fui emparejando uno a uno. Me había acostumbrado a contar los pares que echaba a lavar. Habían sido cinco. Conté: una, dos, tres, cuatro… y cinco parejas. Estaban todas. ¿O no? No reconocía una de ellas y, sin embargo, estaba convencido que faltaba otra. ¿Cómo podía ser posible?

Bajé a tierra en un instante. La pompa explotó de golpe y yo con ella. Todos los órganos de mi tronco se contrajeron. Se buscaron unos a otros y yo escuché el silencio de mi casa.

Y en el silencio, la risa. Acudí sobrecogido hasta la lavadora. Puedo jurar que reía. Una carcajada cruel salía de su tambor. Había bebido algo esa tarde pero no lo suficiente como para sufrir alucinaciones. Miraba el electrodoméstico parado en la esquina de la terraza de mi cocina. Inmóvil. Y, sin embargo, lo veía burlarse.

Fue entonces cuando todo empezó a cambiar. Aumenté la frecuencia de los lavados hasta llegar a hacerlos diarios. Comencé a lavar una vez tras otra la misma ropa, no importaba si se encontraba sucia o no. Aquello se convirtió para mí en una obsesión. Y la burla continuó. Continuaron desapareciendo calcetines pero luego ese infernal aparato empezó a esconderme otras prendas: una camisa, una corbata, ropa interior. Una noche me devolvió un calcetín marrón que me había hurtado hace meses. Allí estaba intacto y solitario.

No podía quitarme de la cabeza ese disparate. No era capaz de compartirla con nadie, me hubieran tomado por loco. La paranoia empezó a ocupar más y más minutos de mi día. Dejé de relacionarme con mi gente. Sólo vivía para una insensatez: poner la lavadora sin descanso.

Y empecé a no dormir. Me sentaba frente a ella a la espera de encontrar el momento en el que esa infame criatura decidía arrebatarme una prenda. Dos. Tres. Prelavado. Lavado. Centrifugado (mis ojos viajaban sin control siguiendo la ropa en su interior). Aclarado. Incapaz de descubrir el truco de nuevo esa mefistofélica máquina me había robado otra prenda.

Y vuelta a empezar. Volvía a encerrar la ropa húmeda en el interior del tambor y apretaba la tecla de inicio. Una y otra vez. Una y otra vez. Prelavado. Lavado. Centrifugado. Aclarado.

Ahora sólo espero que alguien me eche de menos. Venga aquí. Detenga este maldito aparato, abra su puerta y me saque de dentro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario