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domingo, 8 de enero de 2012

EDADES

A pesar de los años transcurridos y las vicisitudes habidas, contra toda evidencia, me sigo sintiendo el mismo que fui. Pienso quizá que nunca dejé de ser un niño, ni un adolescente, ni un joven, ni el hombre maduro que soy, ni quizás, aunque parezca un absurdo, no he dejado de ser el viejo que seré. Puede ser que ninguno de nosotros hayamos dejado de ser todo eso. Tenemos todas las edades dentro.

Sí, tengo acumuladas todas las edades, el despertar balbuciente de la niñez, la turbia búsqueda de la adolescencia, el vigor de los años de oro, la calma triste de la madurez y la debilidad de la senectud.

Abandonada y perdida entre las sábanas mi piel busca las huellas que el paso del tiempo dejó sobre ella. Epidermis dormida, aún así tengo sobre mí todas las pieles, la perfumada de la infancia, la piel en celo de la pubertad, la hambrienta de caricias de la juventud, la necesitada de vida de la prudencia, la resquebrajada de la vejez.

Reincidente en el fracaso, olvidado en la fortuna, tengo en mi interior todas las derrotas, el príncipe destronado de la infancia, el amor maltrecho de la adolescencia, la brusquedad sangrante del resquebrajamiento de las utopías de la mocedad, la progresiva pérdida de los sueños de la larga estepa que le sigue, el vértigo de la otredad de la senilidad.

La figura de cera de semblante serio y gesto prudente, esconde el jugador espontáneo de la niñez, el atolondrado de la nubilidad, el que arriesga de la juventud, el calculador de la maduración, el despreocupado de los últimos años.

El epicúreo zarandeado por la vida guarda, a pesar de ello, todos los inicios, el que no puede esperar, que ha de ser satisfecho de inmediato para evitar la rabieta, el que podemos postergar para un momento mejor y el que no puede ser pospuesto porque el mañana ya no forma parte del tiempo.

Por todo ello puedo llegar a sentir miedo como un niño aterrorizado, soy capaz de enamorarme como un adolescente, de desear como un joven, de razonar como un adulto o de esperar tranquilamente como un anciano sentado a la puerta de su casa.

Ninguna edad se nos ha ido del todo, las guardamos a la espera de necesitarlas, únicamente el miedo a vernos en lo que fuimos puede impedir que hagan su aparición; la estúpida censura del pasado, el pánico a ver nuestro interior.

Solo los sueños han ido perdiéndose en la bruma dejada por los años para quedar reducidos a unos pocos nombres, que no el mío, a unas cuantas ambiciones, que no las mías y a un cuerpo, el mío, cada vez más débil y bamboleante, cada vez más silencioso y frugal, soñando la exuberancia de otro.


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