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viernes, 20 de abril de 2012

PEQUEÑAS PÉRDIDAS



- Un café solo, por favor.
Sentado ante el gran ventanal contemplaba pasar el ritmo de la vida en el exterior. Salvador hacía poco que había cumplido los cincuenta. No se podía decir que la vida no le hubiera sonreído. Se diría que todo lo contrario. Era un hombre públicamente reconocido, cómodamente instalado, sin apuros económicos de ningún tipo. Si bien no podía permitirse grandes lujos, algunos podía tomarse de vez en cuando. Nada necesario le faltaba. Casado con Gracia, funcionaria con una jefatura de servicio, y con un hijo, podría decirse que ideal, afrontaba un futuro sin complicaciones. Un matrimonio estable y gratificante, en el que ya habían pasado las malas rachas y en el que encontraba las zonas de respiro necesarias para superar las ansiedades del trabajo y el apoyo para enfrentarse a ellas. Todo el mundo hubiera dicho que formaban una pareja, una familia, perfectamente equilibrada, y no le faltaba razón. Él mismo lo hubiera dicho sin dudarlo ni un instante. Se sentía feliz, en ese grado de felicidad que puede esperarse de la vida: sentirse querido y querer, poder reír y llorar con naturalidad, no necesitar máscaras para andar por casa, ceder el testigo de las esperanzas y sentir otras ajenas como propias. Y, a pesar de todo, contemplaba ese ir y venir externo con un punto inconfundible de melancolía.
La fila de coches que esperaba que el semáforo se pusiera en verde. Los rostros de sus conductores. Sus gestos, ora de impaciencia, ora pensativos. La gente deteniéndose ante los escaparates, y, especialmente, esa pareja sentada en el banco y ajena al ajetreo de su alrededor. Los abrazos. Los besos. Miraba con detenimiento la efusividad de sus ademanes, las manos recorriendo impúdicamente el cuerpo del otro, las bocas devorándose mutuamente, las miradas de los transeúntes deteniéndose en ellos, y ellos absortos en su fiesta privada. Se sentía un tanto voyeur. Siempre le había atraído esa pequeña perversión. Pero más allá de ese placer, le atraía la actitud de ella. Era quien claramente llevaba la iniciativa. La boca que mordía los labios con más avidez. Los dedos insaciables del cuerpo de él arriba y abajo por su cara, por su cuello, por su pecho. La mirada lujuriosa taladrando el cuerpo de su chico. El virus de la excitación contagiándosele. La envidia de algo muy simple: el deseo.
Hubiera dado en su vida buena parte de lo que tenía por ese deseo. La voracidad de una mujer sobre su cuerpo. La sensación de transmitir excitación. La agitación de un corazón esperándole. La pasión de otro cuerpo sobre él. Apetito voraz. Ansia de sexo y lascivia. La trasgresión de la  obscenidad rompiendo límites. Sentirse carne sin más, sensualidad y deseo, aparcando normas y cerebro y dejar libre su instinto animal. No ser sino carne y saberse capaz de despertar esa conducta en una mujer. Aquella muchacha le hacía revivir lo no vivido, lo siempre anhelado, lo imaginado. Esa parte de la vida que le había sido negada, que no había sido capaz de generar. El café servido se iba enfriando, y esa excitación, clara y consciente, ya no era capaz de despertar en él sino melancolía… y un difuso sentimiento de ternura.
Aquella tarde Gracia estaba de compras, una de esas tardes en las que las compras se van enredando y el pretexto inicial se va transformando en un paseo lento y sosegado de tienda en tienda, sin más objetivo que la curiosidad y la sorpresa. Se encontraba en una tienda de esas de bisutería barata que tanto le gustaba. Había estado decidiéndose entre unas pocas parejas de pendientes que la habían gustado en el escaparate y, entonces, le llamo la atención un joven, casi un adolescente, que pedía con cierta timidez una gargantilla plateada que había en el mostrador. Un leve rubor coloreaba sus mejillas. En él Gracia casi reconocía a su hijo, jugando al amor lejos de su mirada vigilante. Salieron casi a la vez. Fuera, apoyada en la pared unos portales más allá le esperaba ella. Le sonrió al verle salir, sujetando la risa que pugnaba por salir al exterior. El caminaba hacia ella con una expresión maliciosa e interesante en la cara y las manos a su espalda. Gracia ralentizó sus pasos atraída por la escena, se hizo la remolona ante el escaparate de una tienda de electrónica, pero su atención estaba puesta en ellos. Él llegó hasta la chica y con un gesto ceremonioso le entregó un pequeño envoltorio. Ella respondió a esa ceremonia con una inclinación de cabeza. Abrió el paquete y ya no pudo contener ni un segundo más la risa. Agarró la cabeza de él con las dos manos y le beso suavemente en los labios. Un abrazo manso y reposado los unió por unos segundos. Ella besaba dulcemente el cuello de él. Él besaba con tranquilidad su cabello. Se colgó la gargantilla y echaron a andar agarrados firme y delicadamente a la vez. La tarde, el mundo, empezaba y acababa en ellos. No existían nada ni nadie sino ellos dos. Alfa y omega de toda una historia de la humanidad sin más razón de ser en ese momento, que su amor adolescente.
Que pronto se fueron para ella esos momentos. Salvador, aun tierno, era torpe, y la torpeza que no dejaba de tener su encanto, le había impedido degustar con profundidad la exquisitez de estos momentos, los del romanticismo trasnochado que nunca pasa de moda, los de los besos delicados, los de las sorpresas emotivas, los de una relación sutil y esponjosa capaz de absorber los pequeños vacíos que se iban acumulando con los años. La felicidad para ella se trataba de un puzzle compuesto de esas pequeñas piezas que no generan un titular pero que justifican una vida: decirle que la querían, que estaba guapa, una pequeña broma pícara, un beso a destiempo, una sorpresa fuera de calendario; sin embargo, su vida se había ido instalando demasiado en el reino de lo previsible. Salvador si bien, sí podía decirse que la trataba con ternura y que encontraba cobijo en su fuerza para soportar los desmanes producidos a su alrededor; había perdido pronto ese punto poético que  consiste en vivir la vida como si fuera cada momento un momento especial. Es por eso que Gracia contemplaba a esos chiquillos con un efecto inequívoco de envidia, mezclado con una enorme sensación de ternura y un difuso y extraño sentimiento de deseo.
Ella mordiendo los labios de él. Él jugueteando alrededor de ella. Ella ambicionando más y más zonas de él. Él riendo en la broma permanente de los dos. Ella y él en una danza sin espacio para las palabras. Él haciéndose el ofendido por el pudor de ella. Tonta. Tonta, le contestaba él con una teatral dignidad, para luego echar a reír. Él, sentado ante su café rendido ante la emoción de lo anhelado que ya nunca llegaría. Ella con los ojos ligeramente humedecidos por las lágrimas de esos sentimientos que su piel y su corazón reconocían escondidos en el desván de su memoria pero siempre asomándose al presente. Ella deseo. Él juego. Ella y él, envidia. Ella. Él.
Cuando llegó a casa Gracia y su hijo ya estaban allí. Al abrir la puerta los dos se acercaron hasta él. Gracia con una sonrisa en la cara le besó en los labios. ¿Qué tal? Bien. Su hijo le besó la mejilla para luego poner la suya y recibir su beso. ¿Qué tal? Bien. El placer de volver a estar allí, con ellos; su doméstico cielo; en el que las tormentas y nubarrones también eran las suyas y era capaz de defenderlas si llegaba el caso. El pequeño tiempo de la charla familiar, el momento de la cocina y de las pequeñas bromas; la quietud de la noche, el periodo de las confidencias en el que no hubo necesidad de detenerse en esas pequeñas pérdidas que aquella tarde les había atraído su atención. Quién necesitaba acordarse de aquello en la alegre certidumbre de que todos estaban allí, dispuestos a luchar hasta con los dientes cada uno de ellos por los otros dos. El buenas noches diario. El beso de antes de irse a la cama. El abrazo en el que se fundían en la cama cada noche, con la luz apagada, antes de de dormirse. Hasta mañana. Hasta mañana. Eran felices. Pero en la oscuridad cada uno de ellos, ya solos, en ese mundo nocturno que es absolutamente privado y muchas veces inesperado, los dos permanecieron con los ojos abiertos mirando al techo de la habitación, recordando otro tiempo que no fue, que no es, que, tal vez, no será.






lunes, 16 de abril de 2012

AYUDAR DESPUÉS DE MORIR

 
He de confesar de entrada que no creo en otra vida ni en la existencia de un alma que sobreviva a mi cuerpo y ande vagando quien sabe donde por los siglos de los siglos, amén. De estar equivocado seguramente alguien, tras mi muerte, me recibirá con un pescozón y me dirá algo así como, “¿cómo que después de la muerte no había nada, descreído?”, y yo entraré con una sonrisa forzada y sin decir esta boca es mía. Qué remedio. De llevar yo razón, pues expiraré y allí se acabó. O me acabé yo y dejará de existir otro yo como yo mismo, otra unicidad que pueda ser equiparable a un yo como el mío actual. Pero este Jesús Mora pasará a formar parte de la vida en general, disgregada mi materia orgánica en partículas, moléculas, seres unicelulares y pluricelulares varios. Pienso que es la sabia manera de la naturaleza de hacernos ser útiles a lo demás y a los demás una vez que acabamos y somos conducidos al pudridero. Una manera menos egoísta, menos egocéntrica, que la de aferrarse a una hipotética vida propia para la eternidad, como si la naturaleza y sus ritmos no fuese capaz de continuar sin la presencia de un nosotros, encantados de habernos conocido, y descomponernos fuera una pérdida miserable de un ser precioso. Pero este asuno de la inmortalidad y la resurrección ya lo traté en otro momento.
Es lógico que, habida cuenta de mi forma de pensar, no conciba la posibilidad de poder seguir ayudando después de mi desaparición de esa manera tan peliculera, como alma en pena pululando alrededor de mis familiares. Lo siento, los que aquí me sobrevivan tendrán que nutrirse de otras ayudas de mi parte.
Hay ayudas que uno puede legar y disfrutando de ellas en la propia vida, es el caso del artista al que le puede sobrevivir su pintura, su música, su escrito para placer e inspiración de sus sucesores; o el del pensador que abre puertas y enciende lámparas a los que le siguen; o el científico que resuelve enigmas o soluciona problemas de salud. La ayuda a la población futura, en estos casos, está clara. Pero presiento que yo no estoy hecha para ella.
También tenemos a nuestro alcance la donación de órganos, pero también presiento que esta esclerosis múltiple que me acompaña desde hace años como sombra densa, no los hace muy apetecibles para quien los pudiera necesitar. Me imagino en ese momento al doliente con mi órgano entre los dedos, como una pinza, observándolo con desasosiego, inquieto por el posible veneno que le van a introducir en su cuerpo. No, mejor no le hagamos padecer ese trago. No creo que, ni tan siquiera, mis órganos fuesen aceptados a pesar de que esa fuera mi intención.
Pero sí hay una opción que se encuentra a mi alcance (y al de todos), se trata de la donación de mi cuerpo a la ciencia. Hace unos días, en una conferencia de Fernando de  Castro, científico titular del Grupo de Neurobiología del Desarrollo Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo,  y miembro del CSIC, que trataba sobre una investigación que se está llevando a cabo con el propósito de encontrar “reparación” para la esclerosis múltiple, este lamentó la muy escasa existencia de cerebros de personas con esa enfermedad con los que se pueda investigar. De cerebros de pacientes muertos, claro está, porque, como bien dijo él, al vivo no le suele hacer gracia que le extraigan el cerebro para hurgar en él. Yo, a mis años y en las condiciones en las que me encuentro, tengo prácticamente aceptada mi derrota por la enfermedad (claro que me gustaría llevarme una sorpresa), pero me resisto a no poder colaborar en la futura victoria sobre la misma. Eso puede formar parte de mi legado. Reconozco que da cosa, en primer lugar porque supone pensar en la muerte con anticipación, una señora (o señor) a la que se quiere tener cuanto más lejos mejor, pero hay que desmitificar ese enorme dramatismo con el que la  identificamos. Hay decisiones sobre ella que solo se pueden tomar ahora, luego es tarde. Tomarlas no nos acerca a la misma. En segundo lugar está esa idea en la que insiste mi mujer, pensar que allí estará tu cuerpo para que lo hagan cachitos unos novatos. Pienso yo, que más valdrá que unos novatos hagan barrabasadas con mi cuerpo yacente, que no que por no tener con quien experimentar, paguen las novatadas con inocentes seres vivos que, nunca mejor dicho, nada tienen que ver en este entierro. Pero no se trata solo de descuartizar, se trata de que a mí ya no me dolerá que me saquen el cerebro (no creo que lo vaya a necesitar) o la medula espinal para poder investigar qué carajo ha ocurrido en mis placas y qué puede ocurrir en el futuro en otras de unos desafortunados seres vivientes. Seguramente no habrá nada de mi yo que pueda sentirse alborozado en ese momento pero espero que así lo estén mis descendientes. Como cantaba Jacques Brel, en la canción Le moribond, “quiero que rían, quiero que bailen, quiero que se diviertan como locos, cuando me metan en el hoyo”, en este caso, cuando sepan que sigo ayudando después de muerto.


P.S. Para quien le “tiente” dar el paso, aquí van dos direcciones: 1 y 2.


sábado, 14 de abril de 2012

¿EL CREPÚSCULO DE LAS IDEOLOGÍAS?

 
Debemos ser el cambio que queremos en el mundo.
MAHATMA GHANDI

Terminaremos por darle la razón al añejo Gonzalo Fernández de la Mora con su El crepúsculo de las Ideologías. Estas parecen dejar paso a los tecnócratas, a una realidad en la que las ideas suponen un alejamiento de la realidad y la gestión eficaz de esta solo debe de estar en mano de los expertos técnicos. El sometimiento de la política ante la economía parece reflejo de ello, la conversión de los programas electorales en recetarios electorales también, y la reducción de los discursos ideológicos al tiempo de las campañas electorales a modo de estrategias para la captación clientelar una reminiscencia de un pasado a la que queda bien volver de vez en cuando.  
 Una ideología se ha entendido como el conjunto de ideas sobre la realidad, sobre la sociedad respecto a lo económico, la ciencia, lo social, lo político, lo cultural, lo moral, lo religioso, etc. y que pretenden la conservación del sistema o su transformación. Pero, una visión de la realidad, ¿puede no conllevar una visión de la persona? ¿de uno mismo? Hablar de la virtud parece un anacronismo, la moral, los valores se han recluido en el ámbito de lo privado. Es el acuerdo de lo posmoderno, una fusión de intereses de ideologías, que se dicen, contrapuestas, que se dicen. Supuestas visiones de vida diferentes amalgamadas para producir un mismo hombre. De qué han de servir si generan la misma mediocridad, la misma mezquindad, si una vez que se bajan del escenario y se quitan el maquillaje, esconden la misma vulgaridad, ambicionando las mismas ruindades, edificando sus propios infiernos, legitimándolos.
No se trata del aspecto positivo que puede tener el concepto de pensamiento débil de Gianni Vattimo, el de una ideología flexible y acomodable a las situaciones de cambio desconcertante de la sociedad postmoderna; o la identidad necesaria en la modernidad líquida, de Zygmunt Bauman, que necesita la flexibilidad y versatilidad para hacer frente a las distintas mutaciones que el sujeto ha de enfrentar a lo largo de su vida; se trata, a mi modo de ver, de un pensamiento y una personalidad dúctil que puede deformarse, moldearse, malearse con facilidad, pero a diferencia del líquido que busca por sí mismo los espacios por los que adentrarse y extenderse, esta personalidad es fundamentalmente pasiva ante las circunstancias y se deja dar forma y carácter por ellas, es, fundamentalmente, dócil, aunque lo sea bajo una capa de falsa rebeldía o de contestación.
¿Pero cómo podemos hablar con autoridad de transformar la sociedad si no somos capaces de transformarnos a nosotros mismos, si ni tan siquiera sea algo que nos planteemos? ¿Resulta inevitable la afirmación de Marx, “No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”? ¿No podemos escapar a ese destino? El ser social parece ser el mismo y la ideología solo su caparazón. Observamos el ejercicio de la hipocresía con total naturalidad sin castigarlo, asistimos a la feria del insulto y de la mentira celebrándola y participando de ella.
Coincido con Ghandi, debemos ser el cambio que queremos en el mundo, este ha de ser el principio de toda conversión. Somos el material con el que se construye ese edificio, ¿y cuánto durará si sus cimientos se encuentran podridos? ¿qué hombre limpio logrará habitar en él sin respirar su aire viciado? No todos los que predicamos un nuevo mundo somos aptos para ser sus ciudadanos. ¿Seremos cizaña en medio del trigo? El discurso se ha escindido del ser y su dominio se ha convertido en la ventaja que les otorga el dominio sobre los demás, pero, a menudo, ese discurso no son más que palabras, simples sonidos, pura palabrería, expresión vacía e inútil que se va devaluando en la medida en que se nombra más impunemente. En la medida en que toleramos con cierta complicidad la corrupción y la deshonestidad también nosotros nos vamos envileciendo, quizás aguardando nuestra oportunidad. La visión que tenemos de la sociedad ha de comenzar por la que tenemos sobre nosotros mismos, esa visión sobre el hombre es la materia prima de la ideología, ha de formar parte del discurso,  ha de convertirse en la primera exigencia. El camino más corto no lleva hacia ninguna parte, llegados los momentos de crisis lo que creemos realizado se desmorona, los que tomamos por aliados se afanan en buscar sus chivos expiatorios y desentierran la guadaña. Lo que hemos edificado sobre la arena se lo lleva el primer oleaje.
A riesgo de parecer anacrónico quiero hablar de virtud, de aquello que le hace a uno llegar a ser una buena persona. La capacidad  para eliminar el odio de nuestras vidas, el continuo resentimiento, ninguneando a los profesionales de la hostilidad y del enfrentamiento, los que no tienen más palabras que decir que las de la discordia. Estos, si los hubiera, no forman parte de los míos.
La capacidad de elevarse sobre el pensamiento simple  y ofuscado que solo se basa en trazar una irreal línea divisoria entre la verdad y la mentira, entre los buenos y los malos, entre el acierto y el error. Capaz de rastrear la verdad allá donde se halle, se encuentre enunciada o vivida sin más, capaz de descubrir la razón distinguiendo entre el discurso diáfano del privilegiado o el confuso del sometido, entre el verbo que enreda y confunde y la vivencia que duele y asusta.
La virtud que incorpora a su forma de ver la vida la misericordia y, con ella, es capaz de matizar su discurso. La que se pregunta por lo cercano y es capaz de crear un mundo nuevo desde ahí, la que es incapaz de mantener un doble discurso, el de la retórica pública farisaica y falsa y la de la realidad privada mezquina e incluso cruel, la que es consciente y rechaza la actitud hipócrita del que juega conscientemente al donde dije digo digo diego en función de mis intereses, la del que sabe diferenciar entre los fines y los medios y no convierte a estos últimos en los primeros, la del que se niega a convertirse en mero servidor de una institución mero instrumento, a descomponer su trayectoria vital y a sí mismo por el interesado y ruin propósito de un invento plena y crudamente humano. La del que se levanta cada día y no sacrifica una caricia por un aplauso, una cercanía por un voto, un compañero por un fiel, una verdad contraproducente por una mentira beneficiosa.
La política, en el amplio sentido de esa palabra, la religión, han de tener una función pedagógica, educativa. ¿Qué ha sido de ella en ambas? Se buscan clientes, fanáticos, incondicionales, feligreses antes que acompañantes críticos, personas. Se prima siempre la ortodoxia segura, pero cautiva, sobre la incómoda heterodoxia, pero libre. El objetivo de ambas es construir una nueva sociedad (el reinado de Dios, dicen los segundos) pero esta nunca se construirá sin la exigencia sobre el hombre, sin hacer de él un hombre nuevo, sin más dogmas que la ternura, que la piedad con el débil, que la caridad, que la estricta exigencia de honestidad, que el convencimiento vital de la igualdad de todos, que la ambición de justicia, que el anhelo de ser el hombre que pregono se ha de ser.
Pero no podemos escurrir el bulto, aquí no vale la escusa de la ignorancia como tampoco culpabilizar a otros de lo que es mi estricta responsabilidad. Atrapado en un infierno, rodeado de egoístas, yo sigo siendo el primer responsable de ser el cambio que quiero en el mundo, y lo he de ser con mi discurso, pero sobre todo lo he de ser con mi actitud vital, con el pequeño mundo que construyo a mi alrededor y el que edifico en mí mismo. Ser el templo que nunca he de dejar que se envilezca, la antítesis de lo que rechazo, el testimonio de lo que defiendo, el esfuerzo inacabable por llegar a ser un hombre bueno. Todo esto ha de ser parte fundamental de una ideología.
 

miércoles, 28 de marzo de 2012

CELIA Y ROSARIO


Se acomodó el jersey y la falda antes de llamar y pulsó el timbre. El día anterior había visto un anuncio en el supermercado solicitando una mujer para el cuidado de una anciana, se apresuró en llamar al teléfono que se indicaba y allí estaba, a probar suerte. Llevaba unos meses en España, en Ecuador había dejado a su hija de tres años y desde que llegó no había parado de ir y venir de un sitio a otro. No soñaba con hacerse rica, sencillamente esperaba encontrar a alguien que le diera trabajo, para poder comer y enviar dinero a su familia, y un sitio para dormir. Sabía que lo iba a pasar muy mal, que no iba a tener papeles y que no iba a poder salir a la calle, a un sitio público, porque la Policía le podía identificar y expulsarla. Pero aun así, tenía que intentarlo. Desde entonces solo salía de su habitación en contadas ocasiones y, casi siempre, en busca de trabajo. Cuando la puerta se abrió un hombre de cincuenta y tantos años le preguntó qué deseaba.
-       Vengo por lo del anuncio.
-       Ah, sí. Me lo dijo mi mujer. Pase.
Celia quedó esperando en el pasillo mientras aquel hombre fue a buscar a su esposa. La casa olía a años, esa impresión que queda en el olfato mezcla de muebles viejos, personas ancianas y lugar cerrado. Celia aguardó de pie, en el silencio de la casa, ojeando cada uno de los muebles que había en la entrada. Un gran espejo antiguo con marco en madera tallada y dorada, un gran perchero de pared con varios rostros tallados en él, un gran aparador de cuatro cajones, un sillón de tapicería gastada y un paragüero de latón. Todo aquello daba sensación de riqueza y descuido y le hacía sentirse todavía más cohibida de lo que lo estaba al llegar.
Llegó la señora de la casa, enjuta, seria, formal. Se presentó. No le dio la mano ni, menos aún, la besó. Los siguientes minutos fueron un interrogatorio. Nombre (Celia Jiménez), nacionalidad (ecuatoriana), edad (treinta y cuatro años), situación familiar (viuda con una hija y una madre en su país), referencia (está acostumbrada a cuidar personas enfermas y mayores), situación legal en España (sin papeles). Yo no sé nada. Nunca me lo has dicho. ¿Sabes cocinar? (me he pasado la vida haciéndolo) ¿Cuándo podrías empezar? (cuándo usted quiera) Las condiciones serían alojamiento, manutención y quinientos euros al mes para gastos, ¿de acuerdo? (Sí) Empezarías mañana por la mañana (Cuando usted diga). Se me olvidaba, ¿sabes leer? (claro) Te dejaré en la mesa de la cocina unas hojas c con instrucciones. Cualquier duda me la preguntas cuando venga. Ven, te presentaré a mi madre. La siguió pasillo adelante hasta una habitación que se encontraba al fondo. Se llama Rosario. Se encuentra bien, solo las cosas de la edad, tiene noventa y un años, la cabeza es lo que algunas veces se le va, pero no da problemas, nosotros vendremos por aquí al menos una vez a la semana, te dejaremos nuestro número de teléfono para cualquier urgencia. Confiamos en ti. En el cuarto una cama, armario, aparador y espejo y una mecedora situada de cara a la ventana en la que se hallaba sentada la abuela.
- Mamá, ésta es Celia, va a vivir contigo y te va a cuidar- la anciana ni se inmutó, continuó con un ligero movimiento de la mecedora y con la vista en el exterior.
- No oye bien. Tampoco habla mucho. No te va a dar un ruido.
Le enseñó la cocina y la habitación en la que ella dormiría, después el resto de la casa. Todo el mobiliario seguía la misma tónica que el de la entrada. Años y soledad acumulados en él y en las fotos, la gran mayoría antiguas, que se distribuían por encima de los muebles.
Quedó sorprendida de lo rápido que se desarrolló todo. Todo fue tan fácil. Todo tan sospechoso. A la mañana siguiente, a la hora convenida en punto, cargada de sus escasas pertenencias, estaba allí. En cuestión de minutos se encontraba ya cerrando la puerta tras la señora. Fue entonces mucho más clamoroso el silencio. Le asaltó la indecisión, por unos minutos no supo qué hacer, quedó allí clavada, apoyada en la puerta, como esperando que las paredes se le vinieran encima de un momento a otro. No podía permitirse la más mínima duda y se puso manos a la obra.
Desde los primeros intentos de aproximación a Rosario comprobó que no le iba a ser fácil comunicarse con ella. Su respuesta fue invariablemente el silencio y unas pocas miradas siempre a los ojos. Era una mujer dócil que se dejaba llevar adonde Celia quisiera, que miraba con escaso interés, pero miraba, los programas de televisión que le pusiera y en general se dejaba hacer sin problemas, se dejaba vestir y desnudar, respondía a las pequeñas demandas que se le hicieran, se dejaba lavar y comía, aunque poco y con desgana, las comidas que le hacía, el menú que su hija le había propuesto por escrito, sencillas comidas que no le suponían ningún problema. Ese parecía ser su futuro, una tarea tranquila y callada en la que tendría mucho tiempo supuestamente libre pero también mucha necesidad de comunicación. Lo que Celia no llegó a percibir fueron las miradas que Rosario le dirigía cuando sabía que no iba a ser observada, intentando quizás descubrir quien sería aquella mujer de mediana estatura y melena larga que ahora iba a ser su compañera.
Unos días después, tal y como se le había estipulado, Celia preparó la primera ducha de Rosario. Colocó en el interior de la amplia ducha una silla de baño. La desnudó, le puso un albornoz color crema para que no se enfriara y la llevó tomada del brazo hasta el cuarto de baño. Una vez que la dejó sentada miró con cautela la columna de ducha que tenía ante sus ojos, ese raro artefacto con el que los europeos parecen querer complicar un acto tan simple como es una ducha. Con desconfianza y  la alcachofa en la mano intentaba averiguar el funcionamiento de aquel aparato, miraba sus numerosos agujeros y las diferentes posiciones del mando. Santiguándose se decidió por fin, giró el mando y el agua salió, pero no por donde esperaba. Una buena ración de agua salió por la parte de arriba poniéndola toda mojada. Con el agua le vino un sobresalto y soltó un gran chillido que a la vez sobresaltó a Rosario. Y tras el grito, Celia rompió a reír, sin control, sin disimulo, pidió perdón por aquel comportamiento y siguió riendo, rió y  rió, se sentó sobre el bidé mientras el pelo le chorreaba y el agua se deslizaba por su cara, y seguía riendo y lloraba mientras reía. Pero algo aún más sorprendente le sucedió mientras lo hacía, con su propio ruido no había prestado atención a Rosario. Ella también estaba riendo, suavemente reía, reía, reía. Celia calló y se quedó contemplándola y escuchándola. Entonces, sin disimulo, la anciana giró su cara y la miró fijamente a los ojos con una sonrisa en el rostro. Y en aquel momento las dos rompieron a reír. Mientras enjabonaba y lavaba su cuerpo una se echaba a reír y arrastraba a la otra o era la otra la que lo hacía y arrastraba a la una. La hilaridad empezó a coser un nexo de complicidad entre las dos.
A partir de ese momento Rosario no ocultaba su mirada a Celia. A menudo volvía su cabeza cuando ella entraba en su habitación, le miraba a los ojos cuando se dirigía a ella y cuando le daba de comer. Un extraño diría que aquel cruce de miradas sostenido representaba un pequeño romance entre las dos. Aun así Rosario seguía comiendo poco y con desgana.
-       Una más – insistió Celia acercándole la cuchara a la boca. – Mañana le voy a hacer una comida de mi tierra y que me escriba la señora lo que quiera. -La anciana pareció asentir o al menos eso quiso imaginar ella.
-       ¿Le parece seco de gallina? Pero no se lo cuente a su hija- Celia primero y Rosario después, rompieron a reír ante aquel último comentario.
El seco llegó y la gallina y el arroz sucumbió hasta el último grano. Celia disfrutaba satisfecha con cada uno de los bocados y Rosario parecía regalarle cada momento en el que abría la boca.
-       Otro día se lo haré de chivo.
Transcurrieron los meses. Las visitas del matrimonio, que en un primer momento se atuvieron a lo convenido. Una a la semana. No más. Poco a poco se fueron espaciando, no se sabe si porque la confianza en Celia aumentó o las costumbres se relajaron porque en el fondo nunca había habido verdaderos deseos de que llegaran a serlo. El tiempo, dentro de su monotonía, fue pasando la lógica factura a la nonagenaria, cada vez se la veía fatigarse con más facilidad, tenía que pasar más períodos encamada, con los ojos cerrados como recobrando fuerzas para poder volver a abrirlos.
Una noche, Celia despertó sobresaltada ya que parecía haber escuchado un lamento. En efecto, desde la habitación de la abuela parecía oírse un llanto. De un salto se echó rápidamente al suelo y en camisón fue hasta allí, Rosario temblaba y lloraba desconsoladamente.
-       ¿Qué le ocurre señora?- Se sentó en su cama y le cogió las manos, pero la anciana no pareció darse cuenta de su presencia. Tras unos segundos de vacilación, se tumbó a su lado y abrazándola la apretó fuerte contra su pecho. Con una mano la sujetaba y con la otra le acariciaba el cabello. – Ya pasó, ya pasó, ya estoy aquí yo – le repetía con suavidad. Poco a poco los temblores fueron cediendo y el llanto fue quedando en sollozos entrecortados cada vez más espaciados. El sueño las fue tomando a las dos y así quedaron hasta que el día las descubrió.
Dormir juntas las dos se convirtió en una costumbre. Rosario buscaba a menudo el pecho de Celia para sentirse acogida y segura, se dejó ir hacia sus años de infancia con agrado y sin remordimientos. A Celia le permitió rememorar las sensaciones que le producía una chiquilla que le esperaba más allá del océano. Los días fueron complicando la respiración de la anciana, cada vez mas dificultosa, más irregular. Fue entrando en un estado casi permanente de somnolencia solo interrumpido por breves momentos para comer livianamente. Breves momentos que fue llegando un tiempo en el que quedaron reducidos casi a la nada. Tiempo en el que Celia creyó necesario avisar.
Llamó al teléfono que le habían dejado apuntado, los timbrazos se sucedieron pero nadie descolgaba hasta que saltó un contestador. Señora, su mamá no está bien, creo que sería bueno que viniera. Colgó  y volvió con Rosario que entreabrió levemente los ojos por unos instantes al oírla entrar. Celia pasaba la mayor parte de su tiempo sentada al lado de la cama con la mano de la anciana cogida. De vez en cuando bebía algunos sorbos de agua cuando le ponía el vaso en los labios. Las horas del reloj transcurrían sin que nada cambiara. Nadie acudía a la llamada. La cama, la enferma, la silla, la mano, la amiga. Cuando la noche se acercó Celia lo volvió a intentar y de nuevo se enfrentó al contestador. Señora, perdone que le moleste, su mamá no se encuentra bien, sería necesario que viniera por aquí. La noche transcurrió sin otra modificación que el transcurrir de las manecillas del reloj y esa respiración cada vez más costosa. Con el nuevo día, Celia lo intentó una y otra vez. Señora, su mamá no está bien. Llamadas sin respuesta alguna. Fue consciente en toda su crudeza de lo que representa encontrarse en un lugar ajeno, de lo que casi nada conocía, donde se encontraba sin capacidad de maniobra, sintiéndose una inútil, sin otro teléfono al que acudir que aquel muro infranqueable con el que una y otra vez se topaba. Señora, su mamá no está bien le repetía una y otra vez a esa voz neutra del contestador que nada le respondía y a la que nada le importaba. Sentirse extraña, sentirse sola, sentirse presa. Rosario buscaba su mano cada vez que la oía sentarse a su lado. Agua, las pastillas de siempre que nada parecían hacerle y prodigarle cuidado y cariño, solo eso era capaz de hacer. Solo eso, ella sola. Sola. Los días pasaron. Señora…
Al borde del derrumbamiento, al borde de que aquella respiración se transformara en un gemido, en un lejano quejido, o así lo vivía ella, cuando cada silencio se le convertía en un grito de ayuda, cada inspiración en un gesto con el que agarrarse a la vida y cada espiración en un abandono a la muerte, por entonces, días después, tras muchos inútiles “señora…”, se oyó la puerta de la entrada. Él y ella entraron en la habitación. ¿Qué ocurre Celia?. Ninguna disculpa, ninguna explicación, como si todo fuera normal. Te espero en el comedor, fueron las palabras del marido. La hija se sentó en la silla al lado de la cama. Celia permaneció, en un segundo plano, a sus pies. Mamá, le dijo colocando su mano sobre la de ella. No hubo respuesta alguna, no abrió ni siquiera levemente los ojos, ni el más pequeño músculo pareció responder a la llamada. Tráeme un vaso de agua, ordenó a la criada. Celia fue a la cocina a por ello. Se oía al marido hablar por el móvil. Si no fuese por nosotros todo se iría al carajo, la verdad es que estamos gobernados por inútiles. Cuando le entregó el vaso lo bebió casi hasta la última gota, dejándolo con un sorbo en la mesita de noche. Mamá, insistió. Un minúsculo sonido pareció salir de la garganta de Rosario. Parece que quiere decir algo, se extrañó su hija. ¿Quieres algo mamá? Rosario volvió a emitir un susurro indescifrable. No te entiendo mamá, ¿qué estás diciendo? La madre repitió ese ruido inarticulado y a la vez retiró su mano de debajo de la de su hija y pareció buscar con ella algo en el aire. ¿Qué quieres mamá? Colocó su oído pegado a la boca de la anciana y ésta repitió de nuevo aquel murmullo. Creo que dice tu nombre, creo que te llama. Celia se acercó a la anciana. ¿Qué quiere, señora? Esta continuaba buscando algo allá por donde escuchó la voz. Entonces Celia acercó su mano a la de ella, como entregando el tesoro buscado. Rosario la cogió con fuerza y la depositó sobre la cama, con ella bien cogida pareció tranquilizarse. Estoy aquí señora, estoy aquí. Celia se sentó con ella al borde de la cama tranquilizándola. Estoy aquí, con usted, no me he ido. Se diría que los ojos de su hija se humedecieron.
Y la vida se deslizó hacia su final, sin más pretensión que llegar a él, tranquila, calladamente, sintiéndose protegida por quien realmente es indispensable para ella, para nacer y también para morir.

domingo, 25 de marzo de 2012

RECUERDOS DE MI ÚNICA CASA



A mi amigo Aldo, cuya gran humanidad está hecha toda ella de emoción y que se dedica a ir por el mundo contagiando una y otra, de la presentación de su libro Recuerdos de mi única casa.

Recuerdo de mi infancia el juego del Rescate, seguramente muchos de vosotros también los recordáis. Se trataba de un juego de calle, en aquellos años en los que esta era una prolongación de la casa. Tomábamos posesión de ella hasta que muy de vez en cuando el paso de un coche, muy raramente, nos obligaba a hacer un alto en el juego y, generosamente, dejarlo atravesar nuestros dominios. Nos dividíamos en dos grupos, uno de ellos el de los policías y otro el de los ladrones, uno el de los perseguidores y otro el de los perseguidos. Los atrapados de estos últimos iban formando una cadena agarrados a una farola, a una ventana, a un banco y el juego consistía en que los primeros lograran atrapar a todos los rateros o bien, estos, consiguieran rescatar a todos sus compañeros capturados. Yo siempre fui un patoso, era lento y me caía con facilidad, por lo que la rara vez me atrevía a salir del espacio que nos estaba reservado y nos otorgaba seguridad, con frecuencia sentía el aliento en el cogote de mi perseguidor y mi corazón desbocado por el esfuerzo y el nerviosismo. Cuando conseguía regresar a salvo, habitualmente sin haber podido rescatar a nadie, pero libre mi pellejo, siempre recordaré el grito exultante que profería al llegar al espacio en el que mi perseguidor tenía prohibido entrar. Exclamaba, en ese momento, con todas mis fuerzas: ¡CASA!
Era solo un juego inocente del que no era consciente y, sin embargo, muchos años después cuantas veces me he acordado de aquel, ¡CASA!.
¡CASA!
Del profundo significado que contenía.
En mis años de profesión docente cuantas veces me he encontrado con niños y niñas que no tienen la oportunidad para exclamar con esa alegría esa palabra. ¡CASA! Cuantos hay en este mismo momento, lejos de nosotros, completamente ignorados, absolutamente desapercibidos, que desconocen ese sentimiento.
¡CASA!
La casa es el lugar donde nos sentimos a salvo, donde somos nosotros mismos. El espacio que hemos hecho nuestro tomando posesión de cada uno de sus rincones, espectadores y  actores de la tragicomedia que cada día se escenificaba allí. El espacio que nos ha hecho suyos, cargándonos de sus olores y de sus ruidos, de sus luminosidades y de sus sombras, todos ellos agazapados en la memoria a la espera de enseñorearse en ella a la menor ocasión. Recuerdo el poema de Mario Bendetti, Otro cielo, y qué puede haber más parecido al cielo que nuestra casa, que nuestra única casa, aquella a la que podemos nombrar con el corazón trotando al galope tendido, con la ansiedad del niño que aguarda su premio, con la inocencia de la mirada capaz de transformar grietas en ventanas luminosas, las goteras en el lugar mágico en el que nace la lluvia. Porque, aunque pudiéramos lavar, arreglar, transformar, todas sus quebraduras, siempre nos faltaría ese telón lleno de remiendos que era el techo, las rendijas por las que se colaban mariposas, lagartijas y vecinos, el cauce del río en que crecimos, esa casa convertida por la noche en estrella. Esa otra, limpia, aseada, arregladita, perfecta, nunca la sentiremos como nuestra, como en la que crecimos, nos hicimos, soñamos y despertamos. La casa que perdimos y que siempre está con nosotros, como siempre se encuentra con nosotros el niño que fuimos en ella, la fuerza de las imágenes grabadas en nuestra retina y las emociones vividas allí.
Y la casa también era la calle, que no era sino una sola casa grande, donde la gente ríe, sueña e inventa; donde no hay historia que no sea compartida, donde cualquiera sabe el día exacto de tu cumpleaños y en las noches de tristeza son más los hombros que las lágrimas. Yo también recuerdo una calle parecida. Una prolongación extensa de mi casa en la que yo jugaba a ser mayor, tontamente ilusionado en el gran futbolista que sería mientras golpeaba torpemente con el pie ese balón desinflado o jugaba al escondite, “Ronda, ronda, quien no se haya escondido que se esconda”, hasta que mi madre se asomaba a la puerta de nuestro pequeño jardín y gritaba ¡Jesús! y un eco de jesuses (jesús, jesús, jesús, jesús…) se iba trasladando hasta que llegaba a mí y yo iniciaba una carrera hasta mi casa.
¡CASA!
Esa casa eran los otros, aquellos con los que fuimos, aquellos que nos hicieron. Llevo a mi casa siempre conmigo, porque los llevo incorporados a mí, el niño que fui y soy. Llevo en mí todas las edades y con ellas a las personas que las habitaron impresas en mi memoria. Los que siguen viviendo en mí. Fantasmas amigos que me acompañan en los momentos en los que me siento solo ante una ventana observando la lluvia, cuando me pongo a cocinar saboreando ya el instante de llevarlo a la mesa y escucho los consejos de mi madre, su figura de matrona, componiendo con sabiduría una sinfonía culinaria.  Esa familia extensa que hoy me acompaña cuando la casa se me viene abajo de silencio.
Pero la casa es, especialmente, la familia, lo que fuimos, somos y seremos, aunque sea encallados en un mar de contradicciones: el lugar de la ternura y el lugar donde salen los demonios; del que huir y al que es necesario volver; de donde queremos escapar y el que siempre llevamos con nosotros; en el que aprendimos a ser hombres, de lo que no nos dimos cuenta hasta que lo fuimos; donde aprendimos el odio y el perdón; donde empezamos a descubrir las miserias y las grandezas; de donde salimos cargados de orgullo y donde la vida se fue encargando de dotarnos de humildad. Donde aprendimos a amar y aprendimos también lo difícil que es amar. Donde aparecieron nuestros primeros héroes y villanos, y donde hemos ido descubriendo que todos tenemos un poco de ambas cosas. El lugar de donde somos y el que llevamos marcado a fuego en nuestro ser aunque nos empeñemos en ocultarlo. El del sueño y el de la pesadilla. La referencia que tenemos para el placer sosegado y para el dolor intenso; para reencontrar la inocencia perdida o sufrir una culpabilidad desgarradora. El recuerdo que nos hace llorar con un corazón desparramado. 
Recuerdos de mi única casa es un ejercicio contra el olvido porque el olvido es ingratitud y desprecio, por eso este libro se encuentra escrito desde la gratitud, y, si ha sido necesario, desde el perdón. Escrito con la ternura que Aldo aprendió y desde la oralidad en la que creció. Una recuperación de los olores y de los sonidos, de los rostros y de las voces. Un tributo a los otros. Un reencuentro con ellos, la madre, fabricando, después de la lluvia, el espejo por donde caminaban, con el abuelo de nombre raro al que llamaban “papá”, con la abuela Nena, una brujita infeliz, con Uba, la abuela Julia; o con el abuelo Horacio, el “Almirante”; con la “Nana”, Martina Moreno; con Mayo y Mariquita, la sabia; con Nano, el barbero, y María, su mujer, que bordaba florecitas de rococó en las batas de canastilla; con Justa y Justo, que no eran ni arientes ni parientes; con Gaspar, el último Rey Mago; con Mundín, pregonando noticias; con Joseíto Villa; con Antoñica, la más vieja de todas las viejas; y sobre todo Meneses, ese lugar que está donde tiene que estar; y sobre todo, sobre todo, su padre, en un abrazo hecho con las palabras que él puso en su corazón, y que quedaron por decir, pero que moverá, con ellas eternamente su recuerdo.
Recuerdos de mi única casa, es transformar la vida en poesía. Aunque nada suele ser lo que uno sueña, algo ha de tener esa realidad cuando el río suena, algo que nos ha permitido soñarla así, algo que nos ha transmitido la magia para transformarla, para reírla y llorarla, para sentirla con todo nuestro cuerpo derritiendo ternura sobre las palabras. Es un canto a la memoria, esa que pidió a los Reyes Magos y que le fue concedida; esa que todos deberíamos ejercer, sin miedos ni rencores, sin pudor, esa memoria generosa que nos hace más humanos, que nos hace mimar la vida, curar las heridas y aliviar el dolor. El bálsamo de Fierabrás, que desde la ternura y la compasión, nos ha de curar todas las heridas. Ese que al beberlo nos va a permitir gritar con una mezcla de melancolía e ilusión: ¡CASA!
La letra en cursiva corresponde al libro de Aldo Méndez, "Recuerdos de mi única casa"

sábado, 24 de marzo de 2012

LA CUCARACHA


Mi tía Ángeles, hermana de mi padre, no caía bien en mi familia, servía de diversión, pero también daba miedo. De rostro enjuto y nariz ligeramente aguileña, con el pelo cano recogido hacia atrás en un moño y vestida invariablemente de negro o de tonos grises, seria aunque pretendidamente mordaz, carecía del ingenio suficiente para ello. En mi casa la llamábamos la cucaracha, habida cuenta de todo lo anterior, no es necesario justificar el apelativo. Tampoco ayudaba en nada la prole que tenía, una cuadrilla de hijos malcriados de los que era imposible dudar quien era la madre. Cuando su figura aparecía por la puerta siempre se provocaba una pequeña revolución en casa de idas y venidas en carreras, de rápidas escondidas para no dejarse ver.
La tía Ángeles avanzaba por los pasillos de la casa como si fuese la reina de Saba, mirando hacia un lado y otro en busca de alguna cosa que criticar, cuando la encontraba se detenía ante ella y la señalaba con el dedo sin pronunciar palabra hasta que captaba la atención de mi madre que se afanaba como loca en buscar la fuente de la desdicha. Solo entonces, la tía emitía su juicio sumarísimo que siempre concluía en una breve risa irónica que terminaba concluyendo de golpe. Entonces, tía Ángeles, se giraba y sin más dilación proseguía su entrada. Lo suyo era criticar, era una especialista en esa práctica. Sentada en el sillón, con las manos apoyadas en los reposabrazos y la barbilla levantada desmenuzaba sus ruindades sobre mi madre y, sin que nadie le pidiera opinión, se convertía en fiscal y juez sobre todo lo humano y lo divino que nos pudiera concernir. Cuando venía acompañada de sus criaturas, estas se dedicaban a hurgar y curiosear por toda la casa sin que nadie les hubiera autorizado a ello. Dignos hijos de tal madre, cuando encontraban algo que consideraban motivo de burla acudían a la carrera ante ella, carcajeándose sin medida y mostrando sus dientes cariados por los kilos y kilos de golosinas que engullían al cabo de la semana. Tía Ángeles acariciaba sus cabezas con orgullo y miraba a mi madre con gesto de lástima y misericordia forzada.
Era, como no, la cucaracha; era pues comprensible que mis hermanos y yo tuviéramos una visceral guerra a muerte declarada a esos insectos. Nuestra casa era un edificio antiguo lleno de grietas, agujeros y rincones donde ellas podían habitar y esconderse. Aquella batalla era una competición para nosotros, cada cucaracha era un trofeo que acumulábamos para ver quien era el cazador victorioso al fina del mes. Cada uno de los hermanos tenía un tarro de cristal con nuestro nombre escrito en un papel  y en el que guardábamos una a una cada una de aquellas valiosas piezas que al final de mes nos reportaba unas valiosas ganancias provenientes de las apuestas que hacíamos. A mamá no le gustaba aquella competición nuestra ni las burlas y risas que nos traíamos a costa de mi tía, no dejaba de recordarnos que llevábamos la misma sangre y que no era bonito reírse de los parientes y que Dios o la vida podría castigarnos por ello. Pero servían de bien poco esas regañinas pues, inmediatamente, en cuanto vislumbrábamos algún hemimetábolo nos lanzábamos en tropel a su caza y captura; servía todo, zapatillas, escobas, insecticidas, golpes o pisotones. Más de una vez aquella contienda terminaba en trifulca por defender la autoría de su muerte y captura, trifulca que a veces llegaba a las manos y que solía terminar en algún castigo físico o moral por parte de mi madre.  
Pero mi tía murió y esa costumbre la sobrevivió. Mis hermanos y yo mantuvimos esa cruzada contra las cucarachas hasta su completa erradicación. Veíamos en cada una de ellas su reencarnación. Es verdad que la presencia de mis primos, fieles a la estampa y el carácter de mi tía, ayudaba a ello, pero esto no terminaba de explicar que la fobia fuera heredada por hijos y nietos. Todos al alimón en una ofensiva que se terminó convirtiendo en la marca de la casa haciendo del exterminio de una especie una razón para vivir. Esa contienda fue, lógicamente, más allá de mi antigua casa para realizarse en cualquier lugar en el que estuviéramos. Se convirtió en una obsesión, una rareza patológica que nos marcó como familia y que en algún momento consideré podría tratarse de una maldición de mi tía que terminó incrustándonos en nuestra genética el castigo por aquellas burlas interminables que habíamos realizado de ella. Qué sino la genética podía explicar ese comportamiento, quizá la insistencia en determinadas conductas durante varias generaciones termina por dejar una huella genética que ya no se puede abandonar.   
Las casas de nuestros hijos se fueron llenando de tarros de cristal en el que dos generaciones fueron guardando esos cadáveres exquisitos. La competición se fue perfeccionando y ampliando hasta contabilizar no solo las piezas capturadas en una casa sino las que se habían obtenido en todas ellas. El ganador era valorado como el auténtico paladín de esa conflagración. Llegó también un momento en el que las cucarachas perseguidas no solo tuvieron por nombre Ángeles sino que podían atribuírsele cualquiera de los que tenían alguno de sus descendientes, lo que vino a suponer toda una separación entre las dos ramas de una misma familia. Lo que podía parecer gracioso llegó a resultar muy preocupante cuando a las casas de los hijos de nuestros hijos también se extendió ese proceder llegando hasta límites insospechados, como turnarse para montar guardia durante la noche, ir provistos de insecticida mata-cucarachas a cualquier lugar al que se acudiera y no sentarse allí sin antes haber rociado ampliamente los alrededores o saltar estruendosamente sobre alguna  que apareciera sin preocupación ninguna por el lugar en el que se encontraran, fuera reunión de trabajo o misa de difuntos.
Es por todo esto por lo que espero se me comprenda. No se trata de renegar de la sangre de la que he venido y que yo he ayudado a perpetuar, pero visto lo visto considero que llegado este momento de mi sorprendente existencia y tras el óbito correspondiente, lo mejor que puedo hacer en cuanto veo a alguno de mis familiares es quitarme de en medio todo lo más rápidamente que mis seis patas me permitan.

          

sábado, 17 de marzo de 2012

ORACIÓN LAICA

 
Niño que te encuentras a punto de morir de hambre, con vientre hincado y moscas en el rostro.
(Yo masticaba la comida mientras te veía en la televisión).
Ruega por nosotros.
Geoffrey Ojok, de 13 años, exniño soldado del LRA en Pader, Uganda. Como tantos otros niños y niñas que han sido secuestrados y obligados a convertirse en soldados o sirvientes. Obligados a matar a otros niños o a miembros de su familia para alienarlos y poder malearlos más fácilmente.
(Nosotros jugábamos, mientras tanto, a la guerra en la videoconsola).
Ruega por nosotros.
Las niñas que también han sido secuestradas y han acabado siendo esclavas sexuales o 'esposas' de los miembros del grupo militar.
(Nosotros estábamos preparando los trajes y el festín de la Primera Comunión)
Rogad por nosotros.
Kungwa Kyalwa, de 23 años y madre soltera, violada por las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda y forzada a huir de su aldea.

Ruega por nosotros.

Ciudadanos congoleños, ugandeses, ruandeses, y de tantos otros países de África, sometidos y explotados por gobiernos y grupos rebeldes corruptos, que negocian su riqueza con nuestras sacrosantas y honorables multinacionales con el oro, el coltán o el tantalio, muy demandados para la fabricación de nuestros teléfonos móviles.

(Forma parte de nuestra ilusión, hacernos con ese último modelo de móvil para estar al último grito.)

Rogad por nosotros

Vosotros, miles de supervivientes de la tortura, desnudados y apaleados, colgados de unas muñecas esposadas, a los que se les ha arrancado la piel con tenazas, a los que se les ha torturado con descargas eléctricas en distintas partes del cuerpo, en Siria y en otros muchos países con gobiernos “amigos” de los nuestros.

Rogad por nosotros.

Amina, de 16 años, vecina de la ciudad de Larache (norte de Marruecos), que fue violada por Mustafa, que la sacó de casa, la amenazó con un cuchillo y la llevó a un bosque cercano donde la violó, que fue posteriormente entregada en matrimonio a ese mismo hombre. Amina puso fin a su vida ingiriendo un matarratas en la casa de sus suegros.
(Contemplábamos en la televisión un programa que se llama, que ironía, “Sálvame”.)
Ruega por nosotros.
Mohamed, que tienes diez años, y te dispones a coser los pedazos de cuero que te han asignado para elaborar un balón. Trabajarás a lo largo de muchas horas, y sólo conseguirás unas monedas para colaborar en el sustento familiar. En tu casa son pobres y necesitan ese dinero. Seguramente nunca podrás estudiar, y tus padres y hermanos seguirán malviviendo como la mayoría de las familias de tu pueblo.

(Nosotros nos divertimos con aquel balón de cuero que compramos en el hipermercado para regalárselo a nuestro niño en su cumpleaños.)

Ruega por nosotros.

Leila, colombiana, engañada en tu país para venir a trabajar a una cadena de restaurantes en España para acabar ejerciendo la prostitución de un motel a otro, sin dinero, sin papeles, sin teléfono, sin esperanza de salir, al menos, en dos años cuando hubieras cancelado la deuda, siempre bajo la amenaza de que si no pagabas, se la cobraban a tu familia.
(Casi la mitad de la población masculina española admite haber recurrido alguna vez a los servicios de una prostituta. Pero lo que parece más improbable es que estos clientes que reclaman sus servicios, no sean conscientes de que el 92% de estas mujeres, en su mayoría inmigrantes, llegan a nuestro país engañadas por las mafias y se ven obligadas a mantener relaciones sexuales con una media de 15 clientes diarios.)
Ruega por nosotros
Llegará un momento en el que necesitemos ayuda y no habrá nada ni nadie que interceda en nuestro favor
Llegará un día en el que vendréis a pasarnos la factura que hemos ido acumulando.
Solo nos quedará esperar vuestro perdón. Tener la esperanza de que vuestra humanidad sea mucho mayor que la nuestra.