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viernes, 20 de abril de 2012

PEQUEÑAS PÉRDIDAS



- Un café solo, por favor.
Sentado ante el gran ventanal contemplaba pasar el ritmo de la vida en el exterior. Salvador hacía poco que había cumplido los cincuenta. No se podía decir que la vida no le hubiera sonreído. Se diría que todo lo contrario. Era un hombre públicamente reconocido, cómodamente instalado, sin apuros económicos de ningún tipo. Si bien no podía permitirse grandes lujos, algunos podía tomarse de vez en cuando. Nada necesario le faltaba. Casado con Gracia, funcionaria con una jefatura de servicio, y con un hijo, podría decirse que ideal, afrontaba un futuro sin complicaciones. Un matrimonio estable y gratificante, en el que ya habían pasado las malas rachas y en el que encontraba las zonas de respiro necesarias para superar las ansiedades del trabajo y el apoyo para enfrentarse a ellas. Todo el mundo hubiera dicho que formaban una pareja, una familia, perfectamente equilibrada, y no le faltaba razón. Él mismo lo hubiera dicho sin dudarlo ni un instante. Se sentía feliz, en ese grado de felicidad que puede esperarse de la vida: sentirse querido y querer, poder reír y llorar con naturalidad, no necesitar máscaras para andar por casa, ceder el testigo de las esperanzas y sentir otras ajenas como propias. Y, a pesar de todo, contemplaba ese ir y venir externo con un punto inconfundible de melancolía.
La fila de coches que esperaba que el semáforo se pusiera en verde. Los rostros de sus conductores. Sus gestos, ora de impaciencia, ora pensativos. La gente deteniéndose ante los escaparates, y, especialmente, esa pareja sentada en el banco y ajena al ajetreo de su alrededor. Los abrazos. Los besos. Miraba con detenimiento la efusividad de sus ademanes, las manos recorriendo impúdicamente el cuerpo del otro, las bocas devorándose mutuamente, las miradas de los transeúntes deteniéndose en ellos, y ellos absortos en su fiesta privada. Se sentía un tanto voyeur. Siempre le había atraído esa pequeña perversión. Pero más allá de ese placer, le atraía la actitud de ella. Era quien claramente llevaba la iniciativa. La boca que mordía los labios con más avidez. Los dedos insaciables del cuerpo de él arriba y abajo por su cara, por su cuello, por su pecho. La mirada lujuriosa taladrando el cuerpo de su chico. El virus de la excitación contagiándosele. La envidia de algo muy simple: el deseo.
Hubiera dado en su vida buena parte de lo que tenía por ese deseo. La voracidad de una mujer sobre su cuerpo. La sensación de transmitir excitación. La agitación de un corazón esperándole. La pasión de otro cuerpo sobre él. Apetito voraz. Ansia de sexo y lascivia. La trasgresión de la  obscenidad rompiendo límites. Sentirse carne sin más, sensualidad y deseo, aparcando normas y cerebro y dejar libre su instinto animal. No ser sino carne y saberse capaz de despertar esa conducta en una mujer. Aquella muchacha le hacía revivir lo no vivido, lo siempre anhelado, lo imaginado. Esa parte de la vida que le había sido negada, que no había sido capaz de generar. El café servido se iba enfriando, y esa excitación, clara y consciente, ya no era capaz de despertar en él sino melancolía… y un difuso sentimiento de ternura.
Aquella tarde Gracia estaba de compras, una de esas tardes en las que las compras se van enredando y el pretexto inicial se va transformando en un paseo lento y sosegado de tienda en tienda, sin más objetivo que la curiosidad y la sorpresa. Se encontraba en una tienda de esas de bisutería barata que tanto le gustaba. Había estado decidiéndose entre unas pocas parejas de pendientes que la habían gustado en el escaparate y, entonces, le llamo la atención un joven, casi un adolescente, que pedía con cierta timidez una gargantilla plateada que había en el mostrador. Un leve rubor coloreaba sus mejillas. En él Gracia casi reconocía a su hijo, jugando al amor lejos de su mirada vigilante. Salieron casi a la vez. Fuera, apoyada en la pared unos portales más allá le esperaba ella. Le sonrió al verle salir, sujetando la risa que pugnaba por salir al exterior. El caminaba hacia ella con una expresión maliciosa e interesante en la cara y las manos a su espalda. Gracia ralentizó sus pasos atraída por la escena, se hizo la remolona ante el escaparate de una tienda de electrónica, pero su atención estaba puesta en ellos. Él llegó hasta la chica y con un gesto ceremonioso le entregó un pequeño envoltorio. Ella respondió a esa ceremonia con una inclinación de cabeza. Abrió el paquete y ya no pudo contener ni un segundo más la risa. Agarró la cabeza de él con las dos manos y le beso suavemente en los labios. Un abrazo manso y reposado los unió por unos segundos. Ella besaba dulcemente el cuello de él. Él besaba con tranquilidad su cabello. Se colgó la gargantilla y echaron a andar agarrados firme y delicadamente a la vez. La tarde, el mundo, empezaba y acababa en ellos. No existían nada ni nadie sino ellos dos. Alfa y omega de toda una historia de la humanidad sin más razón de ser en ese momento, que su amor adolescente.
Que pronto se fueron para ella esos momentos. Salvador, aun tierno, era torpe, y la torpeza que no dejaba de tener su encanto, le había impedido degustar con profundidad la exquisitez de estos momentos, los del romanticismo trasnochado que nunca pasa de moda, los de los besos delicados, los de las sorpresas emotivas, los de una relación sutil y esponjosa capaz de absorber los pequeños vacíos que se iban acumulando con los años. La felicidad para ella se trataba de un puzzle compuesto de esas pequeñas piezas que no generan un titular pero que justifican una vida: decirle que la querían, que estaba guapa, una pequeña broma pícara, un beso a destiempo, una sorpresa fuera de calendario; sin embargo, su vida se había ido instalando demasiado en el reino de lo previsible. Salvador si bien, sí podía decirse que la trataba con ternura y que encontraba cobijo en su fuerza para soportar los desmanes producidos a su alrededor; había perdido pronto ese punto poético que  consiste en vivir la vida como si fuera cada momento un momento especial. Es por eso que Gracia contemplaba a esos chiquillos con un efecto inequívoco de envidia, mezclado con una enorme sensación de ternura y un difuso y extraño sentimiento de deseo.
Ella mordiendo los labios de él. Él jugueteando alrededor de ella. Ella ambicionando más y más zonas de él. Él riendo en la broma permanente de los dos. Ella y él en una danza sin espacio para las palabras. Él haciéndose el ofendido por el pudor de ella. Tonta. Tonta, le contestaba él con una teatral dignidad, para luego echar a reír. Él, sentado ante su café rendido ante la emoción de lo anhelado que ya nunca llegaría. Ella con los ojos ligeramente humedecidos por las lágrimas de esos sentimientos que su piel y su corazón reconocían escondidos en el desván de su memoria pero siempre asomándose al presente. Ella deseo. Él juego. Ella y él, envidia. Ella. Él.
Cuando llegó a casa Gracia y su hijo ya estaban allí. Al abrir la puerta los dos se acercaron hasta él. Gracia con una sonrisa en la cara le besó en los labios. ¿Qué tal? Bien. Su hijo le besó la mejilla para luego poner la suya y recibir su beso. ¿Qué tal? Bien. El placer de volver a estar allí, con ellos; su doméstico cielo; en el que las tormentas y nubarrones también eran las suyas y era capaz de defenderlas si llegaba el caso. El pequeño tiempo de la charla familiar, el momento de la cocina y de las pequeñas bromas; la quietud de la noche, el periodo de las confidencias en el que no hubo necesidad de detenerse en esas pequeñas pérdidas que aquella tarde les había atraído su atención. Quién necesitaba acordarse de aquello en la alegre certidumbre de que todos estaban allí, dispuestos a luchar hasta con los dientes cada uno de ellos por los otros dos. El buenas noches diario. El beso de antes de irse a la cama. El abrazo en el que se fundían en la cama cada noche, con la luz apagada, antes de de dormirse. Hasta mañana. Hasta mañana. Eran felices. Pero en la oscuridad cada uno de ellos, ya solos, en ese mundo nocturno que es absolutamente privado y muchas veces inesperado, los dos permanecieron con los ojos abiertos mirando al techo de la habitación, recordando otro tiempo que no fue, que no es, que, tal vez, no será.






2 comentarios:

  1. Muy bonito y excitante... Alguien que escribe así, con esa vehemencia y veracidad, no es posible que haya perdido nada. Enhorabuena por este nuevo regalo que nos haces, querido amigo. ¡Ah! y felicita a tu amante esposa.

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  2. Me encanta!!! Es maravilloso como escribes. Y ésta pequeña historia me encanta porque, precisamente ahora, pienso en la rutina, pienso también en lo que fue y ya no es. Maravilloso!!!!

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