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domingo, 16 de junio de 2019

La locura como huida



Me encuentro leyendo estos días el libro "Pensar rápido/Pensar lento" de Daniel Kahneman como dos modos o sistemas (así los llama el autor) de pensar que  todo ser humano tiene, en teoría, en su cerebro sin que ese tener suponga una ubicación especifica en el mismo, no son partes de ese cerebro pero si hace referencia a maneras de utilizarlo, la primera de ellas se trata de un pensamiento inmediato, intuitivo, completamente necesario como también es el otro, pero también es un ejercicio mental más relajado, menos elaborado, quede claro que no me refiero a ningún problema de identificación con error/acierto o viceversa; el segundo modo se trata de algo más complejo, más elaborado, que lógicamente requiere más tiempo y, como es lógico, un esfuerzo mayor, en primer lugar de contención pues será el otro el que salte primero y continuará dominando si no sujetamos bien las riendas. Pensar lento entiendo yo que es un ejercicio de cercanía y a la vez distancia con el estímulo que se recibe, estímulo que no tiene por qué venir siempre de fuera, sino que puede surgir de nosotros mismos, que sea nuestro propio pensamiento, pensamiento que elaboramos y reelaboramos, que vamos puliendo, quitamos aquí, ponemos allá, y en ese rascar, lijar, a veces morder, puede que surja el daño y casi siempre el cansancio. Nosotros mismos puestos en la tabla de la autopsia para examinarnos sin piedad, convertidos de alguna manera, en examinador y objeto de examen, en analítico y analizado, incluso en víctima y verdugo.


Se dirá, con razón, que este ir y venir de un pensar a otro, de alguna manera, todos los hacemos a diario; por supuesto y no necesariamente para bien. En el quehacer cotidiano en el que la mayoría se encuentra inmerso es el primer sistema, el rápido, el que va por delante y el que gestiona todas nuestras rutinas, todo aquello que tenemos automatizado y que responde de manera intuitiva, casi sin pararte a pensar, a todas aquellas cuestiones que surjan y que ya son costumbre; solo cuando la necesidad lo requiere, echamos mano del  freno y activamos el pensar lento, el segundo sistema. Un equilibrio adecuado de ambos es lo que nos mantiene cuerdos. ¿Pero qué ocurre cuando ese quehacer cotidiano parece que no existiera, cuando las rutinas tú no las controlas, cuando esas rutinas parecen haberse convertido en tiempos muertos, irónica manera de llamarlos? ¿Pero qué ocurre cuando uno es tetrapléjico? Los tiempos cambian completamente, no se encuentran, literalmente, en tus manos, se pueden convertir, con facilidad, en largos tiempos vacíos, agobiantemente lentos, en soledad, tiempos muertos muy complicados de rellenar salvo por tu propio pensamiento en un ir y venir de palabras de las que resulta harto difícil escapar sin otro estimulo ante ti que tu propio pensar. Pero ese pensar y pensar supone un esfuerzo en esa situación de inmovilidad, silencio y soledad, un esfuerzo que genera tensión, la sensación de una goma en tu cabeza que se va estirando cada vez un poquito más y que llegas a temer que se rompa y con su ruptura qué llegará después.
Ese inevitable pensar, ese largo elucubrar en solitario que no has podido contrastar con nadie, que ocupa tu mente y que, al mismo tiempo, la tensa. Pensamiento en solitario, casi onanismo mental que sólo te sirve a ti, que no parece existir otro modo de desembuchar que este, sentarte en soledad ante el ordenador y desocupar tu cabeza soltándolo palabra a palabra en el mismo, liberar el cerebro de esa tensión vaciándolo para tener después una nueva ocasión para llenarlo. Esta es la paradoja, aquello por lo que con frecuencia eres aplaudido cuando se lee puedes llegar a ser recriminado cuando se te escucha, encuentras personas dispuestas a leerte, lógicamente sin interrupción, con una lectura lenta que exige un pensamiento similar, lento, pero paradójicamente es harto difícil encontrar personas que escuchen de ti algo semejante, lo que puede ser placentero cuando se lee resulta cansino al escucharte, si ya es dificultoso el proceso de lectura, lo es mucho más el de escucha. Hemos ido perdiendo la capacidad de escuchar, el dialogo lento, cauto, con el intento de ser profundo, sin la repetición de estereotipos, de los mismos pensamientos comunes, sin interrupciones que te hagan perder el hilo de tu reflexión y que deriven la conversación de un lugar a otro, siempre no previstos, y que con frecuencia transforman el diálogo o la simple conversación en discusión rápida, tensa incluso. Las consecuencias, en casos como éste, pueden ser en primer lugar evitar diálogos del tipo hablado y en segundo lugar tu propio aislamiento, tus ritmos son ahora otros, para ti y para los demás, no dejas de ser querido por ello, pero ya no se te aguanta de la misma manera. Se trata de una reacción humana, natural, de ninguna manera punible, lógica, a la que hay que aprender a hacerse todas las partes.
Pero la goma puede seguir estirándose y tu miedo continuar siendo el mismo, que llegue a romperse y con ello, de alguna manera, que tu cabeza estalle, se rompa, se pierda la cordura y que tras ella llegue la locura. ¿Qué locura será esa? ¿Serás, como Alonso Quijano, un héroe o simplemente un loco? ¿Quién te valorará y quién te dará la espalda? Te encuentras ante el miedo de que la goma se rompa o el deseo de que así ocurra, la necesidad del descanso y el temor a que con él llegue la locura. Quieres mantener esa cordura que a veces te vuelve loco y también una locura que te mantenga en el mundo de los cuerdos, quieres huir de un tiempo y un espacio que te hace sentirte solo. Huir hacia la calma a la que pareces verte abocado o hacia una añorada acción para la que no parece que vayas a tener ya capacidad. Huir para encontrarte en un momento nuevo, capaz de seguir siendo útil sin llegar a ser temible.

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