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domingo, 24 de junio de 2012

ESPIRITUALIDAD SOBRE EL ALAMBRE



Bailar en el alambre. Estar algo o alguien en una situación de peligroso equilibrio, de forma que en cualquier momento puede caer o terminar. La cuerda floja o el alambre son atracciones circenses que consisten en que un hombre pase andando de un extremo a otro, con evidente riesgo de caer.
¿Es posible la espiritualidad cuando se camina sobre el alambre, cuando el racionalismo y el desencantamiento del mundo nos ha privado de la red de seguridad, cuando el vacío a nuestros pies se convierte en una permanente amenaza? Se acabó la magia, Dios ha muerto, la realidad se ha desacralizado, el templo se resquebraja. Nadie nos tiene en sus manos, ya salimos del vientre materno y no es posible encontrar cobijo y seguridad en ningún otro. La vida es un permanente parto, una traumática salida a una realidad que nos deslumbra. Un encuentro con el dolor. ¿En qué ha de confiar el funambulista que camina por el cable? ¿Dónde agarrarse si sobreviene la caída? ¿Quién nos protegerá?
Si ya no tenemos la certidumbre de las explicaciones, la facilidad de la mediación, ¿cómo justificar la aterradora mirada al mundo que nos rodea y del que formamos parte? ¿Cómo inhibirnos de nuestro papel en él? Cortado el cordón umbilical flotamos en el espacio des-religados del absoluto del que nos sentíamos parte. ¿Cómo re-leer todo este desmoronamiento?
Desde la profundidad de uno mismo, lo material asfixia y solo desde la trabazón del sentir y el pensar es posible desatar ese nudo. Desanudar la atadura es re-leer a Dios y re-leer la idea de espiritualidad.
Si Dios, sencillamente, no fuera. No fuera todo aquello que interpretamos en la niebla. O fuera lo que no tiene nombre, lo que no tiene forma, lo que no es concebible, lo que no ve, lo que no hace, lo que no puede, lo que no siente. Si Dios, sencillamente, fuera lo que no fuera. Si Dios fuera la parte y el todo, sobre todo la pregunta y no la respuesta, el camino y no la meta, lo que se nos escapa y no lo que se aprehende, tendríamos por delante todo ese camino para sentir, para intuir, para preguntarnos, para equivocarnos, para levantarnos, para soñar, para experimentar el vértigo y el placer de la libertad, el desasosiego y la madurez de la responsabilidad. Un camino hecho de materia en la que desarrollar el espíritu, de realidades finitas que sirvan de arrimaderos sobre los que descansar parcialmente de la búsqueda del infinito, de sustancias con las que establecer los mojones que sirvan de guía a nuestro caminar.
Si la espiritualidad fuera la disposición para el camino, la intimidad que nos mueve a él, sería la conciencia de que la primera pregunta somos nosotros, es uno mismo. La conciencia de nuestra pequeñez, el eslabón que solo adquiere sentido en la cadena y que, aún así, en sí mismo, es parte fundamental de la misma, la humildad que sabe estar a la altura de todo lo existente y abre de par en par los poros de su sensibilidad a lo más pequeño. Que vive cada milímetro del camino sin olvidar de donde viene y hacia donde va, sin perder la perspectiva de la totalidad ni la atención a cada guijarro del mismo. El interés en que cada paso responda a esa búsqueda y la capacidad para descubrir nuestras vacilaciones y marcha atrás y saber, con ello, rehacer la desorientación. Percibir y vivenciar el dolor del caminar, en uno mismo y en los demás, y cargarse la mochila de compasión y de empatía. Que mantiene la capacidad de asombro respecto del curso del mundo como prerrequisito de la posibilidad de preguntarse por su sentido, el goce de la diversidad y el aprendizaje de la misma. La reivindicación de su permanente espacio de autonomía, resistiendo a la presión irracional e insensible de la masa. La certeza de que cada respuesta que cree encontrar adquiere rostro de nuevas preguntas, de que la superficie de las cosas solo es el disfraz de las cuestiones fundamentales y que el sentido de estas ayuda a la elección en las bifurcaciones del camino por lo que su cuestionamiento es ineludible. Que cada tropiezo ha de ser el comienzo de una nueva etapa y cada error el estímulo para un acierto, que el sufrimiento puede despertar la lucidez y la ternura. Que la razón del caminar se encuentra en todo aquello que le rodea, que uno es responsable de todo ello, que cada gesto, por minúsculo que sea, es importante, que cada decisión es de nuestra incumbencia, que no podemos eludir cada trago, cada oscuridad, cada recodo. Que el encuentro es cara a cara, sin mediadores ni circunloquios, que la única mediación para el hombre es el hombre, para lo que hay es lo que hay, para el no ser es el ser.
Es la espiritualidad del riesgo, no la de la calma chicha, la de los matices que humanizan, la que afronta los retos sin miedo a las derrotas, la que se integra en la complejidad de la vida y en el medio del torrente es capaz de encontrar balsas de aceite en las que intuir la luz y las salidas y reponer fuerzas para lanzarse a la aventura. La espiritualidad que se mueve en los contrastes que reflejan la unicidad, la del yin y el yang, lo finito que anuncia lo infinito que se sueña, la del ser autónomo y heterónomo, la de quien forma parte de un todo y no por ello deja de sentirse en soledad, la del placer y el dolor, la de quien se siente y lucha por ser libre sin dejar de saberse supeditado, la del pequeño que descubre su grandeza en esa pequeñez, la del débil que a fuerza de conocer sus flaquezas adquiere en ello fortaleza, la del que sabe que aún expuesto al azar, este azar no le arrebata sentido a la realidad, la de quien sin dejar de ser escéptico no renuncia a la esperanza.





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