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miércoles, 17 de octubre de 2012

TODOS CONTRA LOS CHINOS


La noticia de estos últimos días acerca de la mafia china y el blanqueo de capitales parece haber disparado una obsesión contra todo lo chino, todo esto me ha provocado algunas reflexiones:
  • De unos años acá recuerdo haber tenido conocimiento de tramas semejantes de blanqueo de capitales que han tenido lugar en diferentes zonas de nuestro país y llevadas a cabo por compatriotas que incluso podían hacer gala de muy españoles. ¿Quiere esto decir que si la trama se desarrolló en Andalucía debemos sospechar de todos los andaluces, si fue en el País Valenciano debemos hacerlo de todos sus residentes, si en Galicia de todos los gallegos, si en Madrid de todos los madrileños?
  • La fuga de capitales, desgraciadamente, ha sido una práctica habitual en nuestro país, basta leer algunos artículos, este que incluyo muy extendido por todo Internet (La banca, el fraude fiscal y el New York Times)  y noticias (La fuga de capitales en España: el último que cierre), esta noticia referida solo a la fuga de capitales que medianamente se controla. Los sujetos protagonistas de esta huida de dinero tienen nombres y apellidos, la mayoría de ellos, al menos la parte fundamental, ligados a la banca y a empresas españolas de renombre internacional. ¿Quiere esto decir que no han de utilizarse bancos de cuya práctica haya esa sospecha ni comprar en empresas, bajo diferentes marcas, que se encuentren en la misma situación por muy españolas que sean? ¿Es más llevadero si el que me roba es español?
  • Las opiniones que se vierten acerca de que los chinos nos están robando el dinero a los españoles me suenan igual que esas otras que dicen que “los españoles” les estamos robando el dinero a los “catalanes”. Se trata del mismo proceso de pensamiento en la misma estructura mental. El pensamiento es el mismo, su formulación solo depende de donde haya nacido uno.

lunes, 8 de octubre de 2012

NO ME REPRESENTAN

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Detesto el populismo que se va extendiendo, a menudo sin ser conscientes de ello, cada vez más entre nosotros, el de la clase política, el de todos los políticos son malos, el de solo piensan en robar, el del carro al que se suben archipopulistas archimillonarias como la señora Cospedal, lo detesto. Siempre serán necesarios los políticos, no cualquier político, no, pero sí los buenos políticos. Será necesario un control riguroso sobre el ejercicio de la política pero no se podrá prescindir de personas que se dediquen a ese ejercicio y ese control, tengámoslo claro, de una manera u otra, está en nuestras manos. La democracia directa se podrá intentar extender lo máximo posible pero siempre tendrá sus límites por lo que nunca podremos renunciar ya a la representativa. Lo asumo, siempre tendrán que existir representantes, también los míos, pero he de decir que cada día me siento más huérfano de los mismos, en la orfandad política. No niego que los que hoy se sientan en los bancos de los parlamentos lo son oficialmente, asumo que voluntariamente decidí participar en el juego y ahora, que las bazas me vinieron malas, no puedo retirarme sin más (cabría preguntarse quién puede escapar realmente al juego). Reconozco que no soy persona fácil, que nunca me sentí satisfecho con nadie y, seguramente, nunca lo estaré, que no aspiro a encontrar a alguien con el que poder identificarme plenamente, a un clon de mí mismo que ocupe un cargo político, ni esa persona existe ni existirá, ni sistema político alguno lo permitiría, pero cada día me siento más en la orfandad política, cada día puedo afirmar más categóricamente que estos políticos no me representan. No pretendo realizar una generalización absoluta, ni esconder mi mayor cercanía (a veces más afectiva que otra cosa) a unos que a otros, pero, aun así no puedo dejar de sentir esa aseveración: no me representan.

Los que solo dicen y piensan el argumentario que se les pasa desde los despachos de su partido, los que resultan tan previsibles en el fondo y en la forma, los disciplinados voceros de su amo, no me representan.
Los que, parafraseando a Groucho Marx, con tal de mantenerse en el puesto, pueden decir sin complejos, “estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”, no me representan.
Los obedientes servidores del poder financiero que hacen pasar, sin un ápice de crítica, por inevitables las medidas que este exige, por las únicas posibles, por “lo que hay que hacer”; los que venden pereza mental como sentido común, servilismo  como patriotismo, no me representan.
Los que, desde sus escaños y en los medios de comunicación, patean, vociferan, aplauden mecánicamente sin saber a qué, abuchean mecánicamente sin saber a qué, insultan descaradamente y lo hacen pasar por ingenio, rebuznan y creen que hablan, cocean y creen que caminan, no me representan.
Los que se aferran de por vida a un escaño, a un cargo, a un sillón, a un despacho; hacen de vasallos fieles cuando el cambio de viento puede hacerlos mover, manipulan el poder cuando lo tienen en sus manos para no moverse de él; los que ponen sus intereses al frente de cualquier cambio, los que nunca dimiten, los que nunca dicen basta, los que sienten pánico ante la posibilidad de volver a ser uno más, no me representan.
Los que simplifican la realidad incapaces de ver su complejidad, los que la reducen a una pelea de buenos y malos, de blanco o negro, los que en su discurso solo buscan titulares y la pedagogía política la reducen a propaganda, no me representan.
Los que nunca dirán “me he equivocado”, los que nunca pedirán perdón, los que siempre creerán encontrarse en la posesión de la verdad por el simple hecho de estar donde están, los que nunca reconocerán parte alguna de verdad al otro por el mero hecho de ser el adversario, los que nunca llegarán a darse cuenta de que esto lleva a la estupidez y no a la inteligencia, no me representan.
Los que impiden que avance la realidad cargados de dogmas intocables, los que, por ello, nunca se cuestionan el presente, los que carecen de un mínimo ejercicio de autocrítica, los que son incapaces de imaginar una realidad distinta a la actual, los que, sencillamente, tienen miedo al cambio no vayan a perder su lugar en él, no me representan.
Los del “cuanto peor mejor”, los del “dejad que se hunda que ya la levantaremos nosotros”, los que anteponen el interés partidista, corporativo y personal al de la sociedad, los que no ven personas sino votos, no descubren problemas sino cuentas de resultados, los que hacen cálculos de beneficios con el sufrimiento ajeno, no me representan.
Los que hoy dicen digo y mañana diego y pasadomañana vuelven a decir digo otra vez, los que hoy hacen y dicen lo que ayer criticaron y mañana criticarán, si es necesario, lo que hoy hacen y dicen, no me representan.

Sé que todo lo anterior no es únicamente aplicable a políticos, sé que esas actitudes y comportamientos se encuentran de igual manera en otras muchas organizaciones sociales; la cerrazón intelectual, la estrechez de miras y el interés personal ante todo los podemos encontrar desde en la más grande hasta en la más pequeña, desde la que tiene una importante cuota de poder en la sociedad hasta la que no tiene ninguna, en los que enarbolan una bandera y en los que enarbolan la contraria, en todas ellas podemos reconocer el narcisismo, la rigidez y el egoísmo citados, la miseria intelectual y moral, la violencia gratuita. Es por ello por lo que la sensación de orfandad  es mayor, pero soy consciente que no me puedo constituir en república independiente, que no puedo hacer el camino solo, que en él habré de encontrar otros huérfanos como yo y sé que encontraré compañeros de viaje a mi gusto y otros que me generarán incomodidad, pero, aún así, habré de hacer el viaje con el ánimo siempre alerta para detectar todas esas tentaciones, todos aquellos que hayan caído en ellas y no me representan y aquellas en las que pueda haber caído yo de tal manera que ni yo mismo me represente.

jueves, 13 de septiembre de 2012

¡SE ROMPE ESPAÑA!

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Después de vista la celebración de la Diada el pasado 11 de septiembre en Barcelona, imagino esa expresión (¡Se rompe España!), en boca de muchos, cargada de cólera y drama. Pero para poder descolerizar y desdramatizar quizás convenga hacerse algunas preguntas y aprender algo de la historia.
¿A qué hemos llamado y llamamos España? Significante y significado no siempre han ido parejos. El término España que hoy identifica un territorio y un Estado no siempre ha sido así. El nombre deriva de Hispania, nombre con el que los romanos designaban geográficamente al conjunto de la península Ibérica. Terminología que a su vez puede provenir, según distintas interpretaciones, de un origen ibérico, fenicio e incluso euskaldun. Resulta obvio que estamos hablando de un tiempo en el que es imposible la identificación territorio y Estado en la medida en la que la mera idea de este último no existe. El término Hispania y, posteriormente, España designa únicamente un territorio geográfico, que tampoco se identifica con el actual. Conviene resaltar otra obviedad, ese territorio es anterior al uso del término, es decir, existió antes de él y, presumiblemente, existirá después de él. Al mismo tiempo la identificación entre territorio geográfico y término lingüístico no implica la continuidad en el tiempo del mismo territorio. Durante esos, alrededor de, veinte siglos el término España o Reino de España ha sido aplicado no solo a la península Ibérica, sino a territorios repartidos por todo el mundo, europeos, africanos, americanos y asiáticos. Territorios que hoy sería impensable reivindicar como españoles. La imperecedera España, lo que hoy identificamos en sus límites como Reino de España tiene algo menos de cuarenta años de vida, los que han transcurrido desde la entrega del antiguo Sahara Español a Marruecos y Mauritania.
¿Un nombre, un Estado, un Reino, una cultura? El término lingüístico es muy anterior a la existencia de “estos” españoles de hoy. Se llamaron así mismos como tales ciudadanos de territorios a los que hoy ni se les pasaría por la cabeza denominarse así. Se les llamó como tales a ciudadanos de territorios a los que hoy a nadie se le ocurriría designar de esa manera, es más, se les rechaza como tales, y esa historia común, en gran medida forzosa para ellos, no evita que no sean bienvenidos y rechazados. Durante todo este periplo histórico el nombre ha recaído en entidades políticas y culturales muy diferentes, por lo que históricamente no es propiedad exclusiva ni de unas ni de otras, es más, la historia nos puede deparar sorpresas agradables para unos, desagradables para otros. Algunas crónicas y otros documentos de la alta Edad Media designan exclusivamente con ese nombre (España o Spania) al territorio dominado por los musulmanes. Así, Alfonso I el Batallador (1104-1134) dice en sus documentos que "él reina en Pamplona, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza", y cuando en 1126 hace una expedición hasta Málaga nos dice que "fue a las tierras de España". ¡Musulmanes! Poco hay, para algunos, tan declaradamente antiespañol.
Ciñéndonos únicamente a lo que sería el actual territorio geográfico de España podemos descubrir un abanico enorme de culturas (concepto relacionado a su vez con otros como religión, etnia, raza, etc.) que se asentaron en ella: íberos, celtas, romanos, suevos, vándalos, alanos, guanches, árabes, musulmanes, judíos, cristianos… El abanico se vuelve descomunal si incorporamos a esa relación todas aquellas que encontramos o nos fueron encontrando en territorios europeos y allende los mares, pero relacionados con el término España, es el caso, por ejemplo, de las culturas precolombinas azteca, inca, maya… La conclusión de todo este gran abanico puede resumirse en una única palabra: mestizaje.
¿Qué somos los habitantes de esta España de hoy y qué son la cultura o las culturas que decimos nuestras? Somos seres humanos que tenemos antecesores pertenecientes a distintas etnias o culturas, y esa mezcla dio origen a una nueva cultura. Este mestizaje, guste o no, resulta aplicable no solo a los que nos identifiquemos como españoles y a la cultura que podamos denominar como tal, sino de igual manera a aquellos otros que aun siendo oficialmente españoles no desean ser tenidos como tales y reivindican una cultura propia. Todos somos producto de ese mestizaje, todas esas culturas de hoy (incluidas sus lenguas) han sido resultado de una lenta elaboración de encuentro de diferentes culturas y, literalmente, nosotros no seríamos, no existiríamos, de no haberse dado esa mezcla. La mezcla es una tendencia imparable de la historia, en el futuro la cultura y la nación que (y, en buena medida, afortunadamente; si como tendencia histórica suponemos que ha sido positiva para llegar a producir lo que hoy deseamos defender, no hay por qué poner en cuestión que pueda seguir siendo así) tengan nuestros descendientes, inevitablemente, no serán la nuestras.
¿Qué podemos aprender de esta historia? Que España (o Cataluña, o Euskadi o cualquier otra nación) no deja de ser sino un concepto absolutamente coyuntural; no se trata de una realidad trascendental sino de una completamente inmanente, inseparable de unas circunstancias históricas y, por lo tanto, temporales. Una realidad que tuvo su inicio y que, lógicamente, tendrá su final, es por lo tanto finita y perecedera, veamos nosotros ese final o no.
Que la historia de la humanidad es una constante sucesión de creación y desaparición de nuevas naciones y Estados. Las naciones son un constructo social de los hombres, no existen sin los ciudadanos que se identifican con ellas. Sencillamente aparecen y desaparecen en la medida en que aumenta o disminuye el número de ciudadanos que se reconocen formando parte de las mismas. En este sentido, como afirma Eric Hobsbawm, no son las naciones las que crean el nacionalismo, sino a la inversa, es el nacionalismo quien inventa la nación. Históricamente ese final muchos lo habrán vivido con angustia y ansiedad, pero la vida ha continuado a pesar de ello. Ese dramatismo existe porque se ha otorgado a la nación una entidad por encima de la ciudadanía que la compone, en este sentido, considerada como transcendente e incluso sagrada.
Que toda nación es producto de la amalgama continua de la historia y por ello, en nuestra mezcla habrá componentes que es posible que hoy detestemos y que consideremos ajenos a nosotros mismos. Es así en la cultura que defendemos, en la lengua que hablamos y en la sangre que corre por nuestras venas. Es también a ellos a los que debemos que seamos y que seamos como somos. Esta convicción debería llevarnos a revisar no solo la visión que podamos tener del pasado, sino la que podamos tener del presente y de los grupos sociales, etnias, culturas y naciones que hoy forman parte del mismo.
La solución no es negarse a la mezcla, sino está en cómo mezclar. Pretender cerrar fronteras a cal y canto es también cerrar inteligencia y corazón. Se trata de un despropósito político y humano. Negar la entrada es impedir la oxigenación, impedir la salida a quien desea hacerlo es asfixiar y apostar fuerte por el distanciamiento y el enfrentamiento. Se trata de tener claro qué valores son aquellos que, de ninguna manera, yo no debo perder. El coste del envilecimiento es mayor que el riesgo que se teme correr pues ya se han perdido en él esos valores que se dicen defender.
Que esos cambios, el surgimiento de nuevas naciones, la secesión o la modificación de las fronteras, a pesar de lo consustanciales que son al ser humano y la naturalidad, con que por ello, deberían ser vividos, siempre han sido violentos. Han supuesto derramamiento de sangre, muerte, miseria, sufrimiento. Anteponer la idea a las personas. El hombre “civilizado” sigue, en este aspecto, sin dar muestras de civilización. Es perentoria la necesidad de encontrar soluciones políticas pacíficas y dialogadas, establecer las condiciones y los procesos para los cambios. Regular cauces institucionales antes de que el problema se produzca. No se trata, necesariamente, de aceptar de buen grado un hecho, sino de reconocer su existencia. Es optar entre tolerancia o intolerancia, entre humanismo o fanatismo.
Dicho todo lo anterior, me gustaría poder decir que el nacionalismo es algo anacrónico, pero no pasa de ser un simple deseo personal, yo no soy nacionalista; pienso que no solo suponen el surgimiento de un yo colectivo, sino el establecimiento de unos otros de los que me distancio y que, de alguna manera, otorgan sentido a mi yo. Es “mi” nación la que otorga sentido a mis desmanes, pero critico y me enfrento a esos mismos desmanes realizados en nombre de otra nación. Es el fanatismo nacionalista el que es el desmán, no la nación por la cual se realizan. No lo entiendo o no lo disfruto, pero es un hecho que los nacionalismos siguen siendo un realidad del presente y no parece que vaya camino de que desaparezcan en el futuro. Quizás el anacrónico sea yo

martes, 28 de agosto de 2012

BREIVIK COMO REFLEJO

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El ultraderechista noruego Anders Behring Breivik no apelará la sentencia de 21 años de cárcel prorrogables por el asesinato de 77 personas. El tribunal justificó el veredicto porque Breivik es un "fanático extremista" y no un enfermo mental, de ahí que sea penalmente responsable. Lo fundamental es encuadrar las ideas de Breivik en un contexto político de ultraderecha, porque ahí cobran sentido, sostienen sus abogados, que pedían una pena de cárcel lo más leve posible si el fundamentalista cristiano no es puesto en libertad, como él solicita.
Breivik nunca ha negado ser el autor de los 77 homicidios voluntarios, además de otros intentos de homicidio, de los que se le acusa, pero asegura que actuó en una situación de "necesidad", en defensa del pueblo noruego, que considera amenazado por la "invasión musulmana" y el "infierno multiétnico" impulsado por el Gobierno. En la sesión final ha pedido perdón a los «militantes nacionalistas» por no haber matado a más gente durante los ataques de julio del año pasado.
La consideración de fanático extremista y no enfermo mental puede haber sorprendido a muchas personas, quizás en el deseo de que solo un esquizofrénico paranoide y un psicótico puede cometer tanto mal. La sentencia, sin embargo, nos sitúa de bruces frente a la realidad, el mal está entre nosotros, lo alimentamos nosotros, forma parte de nuestra normalidad. Es más, el mismo concepto de mal puede llegar a carecer de sentido, ya que Breivik no realizó esos crímenes por hacer el mal, sino por lo que él suponía un bien. Es por ello que esos actos, llegado el momento, pueden llegar a cometerse de una manera incluso desapasionada, administrativa, banal.
Es difícil llegar a aceptar esa realidad, la existencia del mal de una forma “integrada” en nuestra sociedad, y más aún llegar a plantearse la pregunta sobre la manera en que uno convive con él, con esa realidad. Para huir de ese compromiso a veces basta con calificar como extremista a una persona así. Extremista como sinónimo de una persona situada fuera de los márgenes de la sociedad, es por lo que la misma tiene difícil control sobre ella. Pero no es así, todo extremo, parte primera o última de algo, requiere ese algo para tener razón de ser, es en esa realidad donde se genera y que llega a estar en su grado máximo. El extremismo se nutre de planteamientos ideológicos que pueden no contemplar el crimen como solución pero que, sin embargo, llegan a alimentar, de forma visceral, esa conclusión. Cuando yo lo justifico, de alguna manera, por las circunstancias que lo han desencadenado, estoy también, de alguna manera, siendo cómplice ideológico del mismo; y viceversa, cuando establezco una mínima complicidad ideológica con él, en esa medida soy también cómplice del mismo. Comentarios, propuestas, conductas que son piezas sueltas de un puzzle que el extremista reorganizará a su manera componiendo un todo macabro.
Esa defensa de una supuesta realidad amenazada pone de manifiesto el deterioro mismo de esa realidad. Si esa ha de ser su defensa no merece ser defendida. Si los defensores han de llegar a esos extremos para defenderla serán ellos mismos los que terminen devorando a la criatura. La idea de una patria amenazada por la llegada de extraños a la misma y que solo puede ser defendida con la expulsión de los mismos tiene su base en los mismos orígenes de la humanidad y es la evolución de la misma la que pone en evidencia la debilidad del argumento. La defensa frente al forastero, frente al intruso, ya se dio en realidades que hoy consideraríamos todos, esos extremistas incluidos, como anacrónicas y que han ido evolucionando en la medida en que ha ido evolucionando el ser social del hombre, la sociabilidad del individuo. Ese mismo comportamiento se dio ante la aldea amenazada por la llegada de foráneos, el pueblo, la tribu, la comarca, la nación, el continente incluso. Es ese proceso el que pone de manifiesto que la evolución cultural del ser humano se ha dado en paralelo a la progresiva integración de ese forastero y que una “defensa” así solo supone una regresión sobre esa evolución, una destrucción de las bases culturales sobre las que se ha dado.
La idealización de una patria, chica o grande, como ente puro y aislado del resto, es un evidente error. Somos lo que somos gracias al mestizaje, y lo que serán nuestros descendientes también lo serán gracias a él. El empeño ha de centrarse en que ese mestizaje sea lo mejor posible, no en que no exista. La dirección de la historia camina en ese sentido, intentar cerrar el paso a ese camino solo clausurará la propia historia. Toda cultura puede tener en mayor o menor medida aspectos valorables, y toda cultura siempre puede tener algo que aprender y mejorar. No se trata del reinado hipócrita de lo políticamente correcto, ni de un ciego y temeroso respeto absoluto a todo y a todos, la medida es el ser humano concreto y han de ser los derechos humanos que este valora y respeta y aquellos que le son escamoteados.
Se trata del ancestral miedo al cambio, del intento de superar la inseguridad mediante la agresividad, de la expulsión del que amenaza mi estatus, independientemente de las realidades históricas por las que ese estatus se ha conseguido.  Para ello se hace necesario fundamentarlo en la superioridad de una raza, de una etnia, de una tribu, una casta, una religión, una cultura, o una patria; en definitiva, la superioridad de unos sobre otros. ¿Y en que se puede sustentar la superioridad de un individuo frente a otro si no es en su mayor humanidad? ¿Y no pierde esa supuesta superioridad si, al ejercerla, pierde esa humanidad?
¿Y en que nos convertimos con ello? En sujetos que piensan y actúan en función del miedo, de la ignorancia y del rencor, en personas degradadas al mismo tiempo que intentamos degradar al vecino que nos es extraño. Y todavía más, es paradójico, que ese comportamiento lo justifiquemos en razón y defensa de una civilización cristiana que supuestamente ha conformado nuestra cultura. Es difícil encontrar una antinomia más permanente que la que se establece entre el mensaje de ese cristianismo evangélico y el discurso que intenta sostener esas prácticas. Se trata de un mensaje vaciado de su sentido y reducido a lo ornamental y meramente institucional.
Breivik no está loco, no lo está al menos más que puede estarlo una parte importante de nuestra sociedad en la que anida el germen de la destrucción que él ha puesto de manifiesto, en este sentido Breivik es el reflejo de ese estado de descomposición y podredumbre que nos acompaña desde la misma génesis de nuestra cultura.

martes, 7 de agosto de 2012

MOMENTOS



Detrás de toda fachada resplandeciente siempre puede haber habitaciones oscuras. Detrás de todo rostro radiante siempre puede haber una lágrima en el fondo de la mirada.
La batalla a librar contra una enfermedad crónica, y más si es degenerativa (la esclerosis múltiple en mi caso) dura toda una vida y deja pocos resquicios para la victoria. La derrota del cuerpo es casi segura, solo queda la consolación de alcanzar esa victoria en forma de resistencia, no abandonarse al desaliento, mantener la capacidad de soñar y de esperar, descubrir entre los escombros en los que tu cuerpo se va convirtiendo la mirada sensible y el gesto tierno. Pero nada de eso puede ocultar el vencimiento de tu cuerpo, el desbaratamiento de la parte física que fuiste, la pérdida de la vida que suponía. Nada puede evitar que entre esa resistencia que parece llenar todo tu tiempo,  se dé la existencia de momentos, secretos a veces, públicos otras de abandono a ese desaliento contra el que peleas y en los que, de entre los escombros, puede aparecer, aunque sea brevemente, ese tú que más detestas.
Es así, lo pequeño permanece dentro de lo grande, lo triste dentro de lo alegre, lo frágil dentro de lo fuerte, el silencio dentro del alboroto, el temor dentro de la valentía, lo oscuro dentro de lo claro, la ansiedad dentro de la calma, la duda dentro de la certeza, la muerte dentro de la vida. El pequeño animal tembloroso a la espera del siguiente golpe. El puro y simple miedo, ese soy yo en algunos momentos.
Es así, tengo miedo de decir basta y tengo miedo de no poder decir basta
Miedo de no ser dueño de mí.
Miedo de llegar a ser un simple objeto de compasión.
Miedo de convertirme en piedras en el camino de los demás. Una traba que respira.
Miedo de llorar y miedo de no poder llorar.
Miedo del orgullo y miedo de la sumisión.
Miedo del laberinto en el que repetir una y otra vez las mismas nadas. Miedo del callejón sin salida del que, pase lo que pase, no poder huir.
Miedo del tiempo, de su transcurrir y de que se detenga.
Miedo de la soledad y de la compañía.
Miedo de convertirme en la disyuntiva, el ser o no ser de otros.
Es la realidad de las muñecas rusas. Siempre hay un yo dentro de otro yo, la clave es quién contiene a quién. Espero que en mí caso sea la fortaleza quien contenga a la fragilidad y no a la inversa y sea la conciencia de esa fragilidad la que vaya fraguando la fortaleza y con ella la ocasión para la alegría, la calma, la felicidad, la vida conteniendo a la muerte; y no abandonarse a la existencia de un tejido necrosado que te va gangrenando todo. Nada puede impedir la existencia de esos momentos en los que muestras tu cara más débil, nada debe impedirlo. Aceptarlos es, de alguna manera, exorcizarlos, reducir su poder, ponerlos en su sitio, liberar las fuerzas destructivas que hay en tu interior, reconocerte y permitirte vivir en todas tus contradicciones, en toda tu complejidad, permitirte vivir sabiendo que el miedo te acompaña siempre pero que se hace fuerte solo en eso, en momentos.


miércoles, 1 de agosto de 2012

POLÍTICOS



Ya es un lugar común en todas partes, en la barra de un bar, en los lugares de trabajo, en el puesto del Mercado, en un encuentro casual, en las redes sociales de Internet, en todo él, la condena a los políticos, la censura de su comportamiento, la culpabilización por la situación económica y social (en los informes del CIS la clase política y los partidos son considerados como el tercer problema de los españoles después del paro y la crisis económica), se les identifica directamente con la corrupción, son señalados como una casta aparte del común de los mortales y causantes de las penurias de estos.
Todo aquel que se maneje un poco por el ciberespacio habrá leído, recibido y, es posible que, mandado variopintos escritos y presentaciones poniendo a los políticos a caer de un burro. Como cualquier generalización es injusta ya que no toda persona que dedica su tiempo a la política puede meterse alegremente en el mismo saco vituperador ni, una vez dentro de él, pueden calificarse en el mismo grado, pero la realidad es la que es y no se puede obviar; el hundimiento de la clase política (ya la misma generación de este término es representativo de esa realidad), de los políticos, con más o menos motivos, con más o menos razón, amenaza seriamente con arrastrar consigo no solo a las personas en sí, sino que con ello degrada también la ocupación misma.  No nos engañemos, esa ocupación siempre será necesaria, necesaria y, en su esencia, loable, por lo que siempre habrá políticos, personas que dedicarán su tiempo a ella. Otra cuestión muy diferente es que sean necesarios este tipo de políticos.
Esa escorrentía producida por la estigmatización de la ocupación política amenaza con llevarse por delante algo más que el buen nombre de todas y cada una de las personas dedicadas a ese oficio, algo de mucha mayor importancia, con ser ya importante su derecho a la presunción de dignidad, amenaza con fagocitar los conceptos de política y democracia. Política es mucho más que una lucha limitada a intereses partidistas, que el paupérrimo esfuerzo intelectual puesto en marcha para triunfar en el mercado electoral, bienvenido sea que esto se pierda, pero política es mucho más, se trata de la preocupación por lo común, de valorar el quehacer por el bien común, la ocupación en favor de los demás, el denuedo puesto en ello. Política es la mirada solidaria allá donde estemos, es la manera de llevar a cabo nuestro trabajo, política es la visión de la vida que tenemos y que ponemos en evidencia en cada gesto que realizamos. Política es la obligación que, como ciudadanos, tenemos por vivir en sociedad, es un deber ineludible y un derecho al que no podemos renunciar, lo que da sentido a nuestro ser social. Se trata del peligro de agudizar la tendencia a la reclusión al espacio e interés privado como único objetivo en la vida. Es un coste que la sociedad no puede soportar y que los responsables de ello no tienen derecho a hacerle pagar.
Y está en juego también el mismo concepto de democracia, con la reflexión intelectual que él conlleva y la participación en la gestión de la comunidad que supone; se trata de una visión de la colectividad como ente vivo, dinámico, crítico y responsable. Nos arriesgamos a que la renuncia a esa responsabilidad sea la norma y que se propague el anhelo por un redentor que expulse a los “mercaderes” del templo y que piense y decida por nosotros. Es el terreno abonado para el populismo, para la banalidad y el sensacionalismo, para las soluciones simples y los discursos huecos, para la apelación a las vísceras y no al cerebro, para estimular las emociones más primitivas y menos complejas, para generalizar el desentendimiento de ese “lo común” en torno al cual fragua la comunidad.
Es eso lo que está en juego y lo que es necesario salvar y es la colaboración en ese salvamento lo que hay que exigir a ”los políticos”. No se trata exactamente de un harakiri lo que conlleva esta exigencia, pero sí requiere un grado de generosidad importante que puede y debe llevar en muchos casos a la renuncia personal. Generosidad, valentía e inteligencia en las reformas políticas que se deben abordar con profundidad llegando hasta la misma Constitución, sin el miedo, los intereses partidistas y la pobreza intelectual que han caracterizado los últimos años; generosidad, valentía e inteligencia en las reformas del propio sistema y organización de los partidos, liberándolos del dominio amordazante y empobrecedor del aparato en su pensar y actuar; generosidad, valentía e inteligencia en la exigencia de una ejemplaridad pública y privada, que conlleva la renuncia a tantos privilegios a menudo estúpidos e insultantes, y que debe ser abordada legalmente pero que debe también llevarse a cabo independientemente de su regulación legal. Todo político que no asuma la exigencia de esta ejemplaridad no tiene cabida en el espacio público y debería ser expulsado del mismo. El escándalo no está solo en su permanencia, sino en su refrendo electoral por los mismos votantes que al mismo tiempo denuestan la política.
He hablado de exigencia, pero ahora me limito a un ruego. Ruego ese esfuerzo, que no dudo que lo es, y apelo a esa generosidad y valentía que se supone debe tener cabida en todo servidor público, que haga posible la recuperación de la ilusión, confianza y esperanza en el trabajo político. Y apelo a la recuperación de la inteligencia que ha sido excluida del hecho político y de la que permanece acurrucada en el mismo. Ruego, por favor, una apuesta por el futuro y no por un mañana eternamente reincidente en los mismos errores del pasado y del presente, por muy beneficiosos para uno que pudieran parecer.

domingo, 24 de junio de 2012

ESPIRITUALIDAD SOBRE EL ALAMBRE



Bailar en el alambre. Estar algo o alguien en una situación de peligroso equilibrio, de forma que en cualquier momento puede caer o terminar. La cuerda floja o el alambre son atracciones circenses que consisten en que un hombre pase andando de un extremo a otro, con evidente riesgo de caer.
¿Es posible la espiritualidad cuando se camina sobre el alambre, cuando el racionalismo y el desencantamiento del mundo nos ha privado de la red de seguridad, cuando el vacío a nuestros pies se convierte en una permanente amenaza? Se acabó la magia, Dios ha muerto, la realidad se ha desacralizado, el templo se resquebraja. Nadie nos tiene en sus manos, ya salimos del vientre materno y no es posible encontrar cobijo y seguridad en ningún otro. La vida es un permanente parto, una traumática salida a una realidad que nos deslumbra. Un encuentro con el dolor. ¿En qué ha de confiar el funambulista que camina por el cable? ¿Dónde agarrarse si sobreviene la caída? ¿Quién nos protegerá?
Si ya no tenemos la certidumbre de las explicaciones, la facilidad de la mediación, ¿cómo justificar la aterradora mirada al mundo que nos rodea y del que formamos parte? ¿Cómo inhibirnos de nuestro papel en él? Cortado el cordón umbilical flotamos en el espacio des-religados del absoluto del que nos sentíamos parte. ¿Cómo re-leer todo este desmoronamiento?
Desde la profundidad de uno mismo, lo material asfixia y solo desde la trabazón del sentir y el pensar es posible desatar ese nudo. Desanudar la atadura es re-leer a Dios y re-leer la idea de espiritualidad.
Si Dios, sencillamente, no fuera. No fuera todo aquello que interpretamos en la niebla. O fuera lo que no tiene nombre, lo que no tiene forma, lo que no es concebible, lo que no ve, lo que no hace, lo que no puede, lo que no siente. Si Dios, sencillamente, fuera lo que no fuera. Si Dios fuera la parte y el todo, sobre todo la pregunta y no la respuesta, el camino y no la meta, lo que se nos escapa y no lo que se aprehende, tendríamos por delante todo ese camino para sentir, para intuir, para preguntarnos, para equivocarnos, para levantarnos, para soñar, para experimentar el vértigo y el placer de la libertad, el desasosiego y la madurez de la responsabilidad. Un camino hecho de materia en la que desarrollar el espíritu, de realidades finitas que sirvan de arrimaderos sobre los que descansar parcialmente de la búsqueda del infinito, de sustancias con las que establecer los mojones que sirvan de guía a nuestro caminar.
Si la espiritualidad fuera la disposición para el camino, la intimidad que nos mueve a él, sería la conciencia de que la primera pregunta somos nosotros, es uno mismo. La conciencia de nuestra pequeñez, el eslabón que solo adquiere sentido en la cadena y que, aún así, en sí mismo, es parte fundamental de la misma, la humildad que sabe estar a la altura de todo lo existente y abre de par en par los poros de su sensibilidad a lo más pequeño. Que vive cada milímetro del camino sin olvidar de donde viene y hacia donde va, sin perder la perspectiva de la totalidad ni la atención a cada guijarro del mismo. El interés en que cada paso responda a esa búsqueda y la capacidad para descubrir nuestras vacilaciones y marcha atrás y saber, con ello, rehacer la desorientación. Percibir y vivenciar el dolor del caminar, en uno mismo y en los demás, y cargarse la mochila de compasión y de empatía. Que mantiene la capacidad de asombro respecto del curso del mundo como prerrequisito de la posibilidad de preguntarse por su sentido, el goce de la diversidad y el aprendizaje de la misma. La reivindicación de su permanente espacio de autonomía, resistiendo a la presión irracional e insensible de la masa. La certeza de que cada respuesta que cree encontrar adquiere rostro de nuevas preguntas, de que la superficie de las cosas solo es el disfraz de las cuestiones fundamentales y que el sentido de estas ayuda a la elección en las bifurcaciones del camino por lo que su cuestionamiento es ineludible. Que cada tropiezo ha de ser el comienzo de una nueva etapa y cada error el estímulo para un acierto, que el sufrimiento puede despertar la lucidez y la ternura. Que la razón del caminar se encuentra en todo aquello que le rodea, que uno es responsable de todo ello, que cada gesto, por minúsculo que sea, es importante, que cada decisión es de nuestra incumbencia, que no podemos eludir cada trago, cada oscuridad, cada recodo. Que el encuentro es cara a cara, sin mediadores ni circunloquios, que la única mediación para el hombre es el hombre, para lo que hay es lo que hay, para el no ser es el ser.
Es la espiritualidad del riesgo, no la de la calma chicha, la de los matices que humanizan, la que afronta los retos sin miedo a las derrotas, la que se integra en la complejidad de la vida y en el medio del torrente es capaz de encontrar balsas de aceite en las que intuir la luz y las salidas y reponer fuerzas para lanzarse a la aventura. La espiritualidad que se mueve en los contrastes que reflejan la unicidad, la del yin y el yang, lo finito que anuncia lo infinito que se sueña, la del ser autónomo y heterónomo, la de quien forma parte de un todo y no por ello deja de sentirse en soledad, la del placer y el dolor, la de quien se siente y lucha por ser libre sin dejar de saberse supeditado, la del pequeño que descubre su grandeza en esa pequeñez, la del débil que a fuerza de conocer sus flaquezas adquiere en ello fortaleza, la del que sabe que aún expuesto al azar, este azar no le arrebata sentido a la realidad, la de quien sin dejar de ser escéptico no renuncia a la esperanza.