Lanzo este mensaje al mar esperando que otro naufrago lo encuentre y le sea de utilidad.
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domingo, 26 de febrero de 2012
EL DISCÍPULO Y EL MAESTRO
jueves, 23 de febrero de 2012
COSAS QUE HE APRENDIDO CON LA JODIDA ENFERMEDAD

e posible. No he de aspirar a nada salvo a disfrutar de él. No tener más ambición que no tener ambiciones personales, dedicarme a jugar la vida y prescindir de los meta-juegos o meta-meta-juegos en los que he perdido parte de ella embarcado en una ficción con destino a ninguna parte. Vivir, simplemente vivir. Vivir y hacer vivir. Abrir futuro a los demás desde mi presente. Disfrutar de las largas avenidas que ellos tienen por delante, no exentas, como no, de problemas y sufrimientos. Es la vida que tendrán que protagonizar, la historia que tendrán que escribir. Enseñar a leer el pasado como argumento para ir construyendo mejores presentes. Mi futuro no me importa, mañana será un nuevo día, un nuevo presente, que tendré que afrontarlo con sus propias características.
nvivencia con ella, desde la misma infancia, era algo habitual por lo que acostumbraba a verla como algo natural, hemos pasado a otra en la que la muerte se ha ido distanciando de nosotros, en el tiempo y en el espacio, la hemos ido recluyendo en la última habitación de nuestra sociedad, aquella que tiene el paso restringido, convertida en una desconocida en la que no hay que pensar. Pero somos mortales y es necesario hacernos plenamente conscientes de ello, en mi caso, en nuestro caso, con un estímulo, la amenaza de nuestra progresiva degeneración puede hacernos ver que lo peor no es esa muerte sino el posible largo tránsito hacia la misma. Desde aquí la muerte puede ser percibida incluso como una liberación, esa consciencia de la muerte segura puede ser algo positivo. La muerte es un fin seguro e indefinido del que ya hemos empezado a participar un poco, debería ser un acicate para darnos prisa en hacer lo que tenemos que hacer. Lo preocupante no es la muerte en sí, sino la vida desperdiciada. Si la tememos nos hacemos más débiles, incapaces de vivir con la intensidad que tenemos que hacerlo, cuando desaparece ese temor, ¿qué nos puede preocupar? Formamos parte de una vida que nos sobrepasa y en la que no somos sino un mero eslabón, nuestra preocupación no ha de ser ceder el testigo a otro eslabón, sino hacerlo sin haber cumplido con nuestra función.
apellidos, no necesariamente han de verse encarnados en personas concretas, han sido propietarios de mi trabajo y, por lo tanto, de mi imagen y de mi voz. Eso se acabó. He pensado por mí mismo y, muy a menudo, a contracorriente, he de seguir haciéndolo y en aquello que desee y considere importante para mí; ahora soy plenamente dueño de esa imagen y de esa voz, sin tener que dar cuentas a nadie de ello. He perdido pudor y he perdido temor a las consecuencias. La repercusión de lo que yo haga o diga puede ser minúscula, ¿qué me ha de privar, entonces, de la libertad de hacerlo? No tengo nada que perder pero tengo mucho que ganar en cuanto a libertad y autoestima. La guía de mi vida ha de ser hacer lo que es apropiado para mí y para los míos, y en ese “para mí” es hacer lo que me haga crecer moral y humanamente; se acabó vivir la vida que me marquen los demás. Puede ser que mi margen de actuación sea escaso, pero ese espacio que yo construya será mi hogar, podré ensanchar las paredes de esa prisión en la que me pueda hallar.
trampa, tiene su coartada para escabullirse de la respuesta, pues casi nunca es fácil poder elegir ese lugar; eso nos justifica no solo el lugar en el que estamos sino también lo que somos, el papel que representamos en él, todo va en el mismo saco. Con la esclerosis los lugares posibles van disminuyendo hasta poder quedar reducidos a la mínima expresión, es la coartada perfecta, no hay elección para el lugar. No podemos elegir el lugar pero sí el papel que desempeñamos en él, ¿qué nos puede obligar a ser como no queremos ser? “podréis enfundar el tambor y aflojar las cuerdas de la lira pero, ¿quién podrá prohibirle a la alondra que cante?” (El Profeta, Khalil Gibran) Es por ello que la introspección siempre es pertinente y, por lo tanto, sigue siendo pertinente ahora. Resultan sospechosas las personas que mudan fácilmente de opinión, de criterios, de actitud, en función del lugar que ocupan y de los intereses creados; donde ayer dijeron digo hoy dicen diego, mientras que ayer eran de una manera hoy son de otra, mañana ya veremos. Representan el papel que les determinan o que les interesa representar. Carecen de criterios firmes y de una actitud reflexiva seria. Seguramente, el lugar no siempre se puede elegir pero sí el papel que desempeñamos en él, el tipo de persona que queremos ser, hacerlo será, sobre todo, un problema de valor; y seguramente el papel que desempeñemos nos irá llevando al lugar en el mundo al que estamos destinados.
sábado, 18 de febrero de 2012
LOS ONIS Y YO

Como el pájaro que equilibra su vuelo, el maestro domina al oni.
Una buena amiga me dedicó un retrato, realizado por ella, con el texto que da comienzo a este escrito. Para los que lo desconozcan (yo lo desconocía), los oni (鬼) son criaturas del folclore japonés, similares a los demonios occidentales, personajes populares en el arte, literatura y teatro japoneses. Existen muchos tipos de onis, la mayoría de ellos son fuerzas malignas que causan desgracias y roban las almas a personas inocentes. No sé bien que imagen doy a las personas que me rodean para que con frecuencia coincidan en esa imagen de maestro japonés, sereno y firme, controlando los demonios, pero nunca termino de identificarme con ellas. Supongo que eso ocurrirá con la mayoría de las personas, la percepción que se tiene de alguien nunca es completa (podría uno preguntarse si llega a serlo para uno mismo), está en función de las situaciones en las que se le ha visto desenvolverse, del grado de confianza que exista, de la cantidad y la calidad del tiempo que se ha compartido. No me encuentro en ese ser relajado y templado, no lo soy, en ocasiones todo lo contrario; aunque el tiempo siempre aplaca a la fiera todavía hay ocasiones en las que esta ruge. Mi respuesta siempre es la misma, yo no soy ese, si hay alguien que me conozca bien ese soy yo, convivo conmigo cada segundo y soy el único que se asoma sin problemas y censuras a mi interior, conozco mis demonios. Me turban los halagos porque conozco mis contradicciones, puedo llegar a sentirme un hipócrita, un farsante (tenía que salir la palabrita). No sé si este sentimiento es generalizado, si todos (o casi todos) llevamos dentro esos demonios, si lo admitimos. Esos onis son variados, la tradición de las diversas culturas, por alejadas que se encuentren, tienen similitudes, pienso que su función viene a ser cercana a la que en nuestra tradición judeo-cristiana cumplía ese diablo que te acompañaba y siempre andaba tentándote. La posible faceta de generosidad, en mí, se encuentra acompañada por un oni que me insiste en el egoísmo. Aquel que se sienta a mi lado en el sofá, y con el brazo alrededor de mis hombros me convence de dejarme llevar por la comodidad, este lo sabe hacer, es seductor y nada agresivo, políticamente correcto, que con frecuencia logra convencerme de que la omisión es un pecado menor. Está el transgresor, el provocativo, el obsceno, el libidinoso, el del lenguaje zafio e insultante que sabe hurgar en los recovecos de mi ser, en sus cavernas y mazmorras. También se encuentra el violento y agresivo, que sale disparado sin previo aviso y al que, en su actuación, contemplo desde el exterior, como si no fuera yo, o fuese otro yo, ese Mr. Hyde que mantengo encerrado en un aposento de mi ser, como la mujer del señor Rochester en la novela Jane Eyre, de Charlotte Brontë; ese misterioso y siniestro personaje que ríe y grita en las noches y agrede a quien se le acerca, y que Rochester intenta mantener oculto.
Pero, en general, mis demonios y yo convivimos más o menos tranquilamente, hemos llegado a un acuerdo de coexistencia que me permite no llegar al extremo de la greguería de Ramón Gómez de la Serna, "Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte". Dejo que se permitan ciertas libertades en la oscuridad y el silencio de la noche, que jueguen como malos chicos en mi cerebro, aunque, poco a poco, parecen irse retirando a espacios más profundos, quizás aburridos ya por un juego que no les satisface del todo; les doy gusto a través del monólogo interior, ese que puede permitirse ser políticamente incorrecto aún en las situaciones más formales y estiradas. Les doy gusto y me doy gusto yo, para qué negarlo, quizás sea bueno conservar una parte primaria y un tanto salvaje que nos permita recordar de donde venimos.
Pero no todos los onis tienen por qué ser malvados por naturaleza, pueden llegar a ayudar a los humanos en apuros o aparecer como feos y tontos, pero llegar a ser más astutos de lo esperado y tener un efecto positivo en la vida, incluso puede identificarse con esa voz interior (daimonion, daemon o daimon) por la que fue condenado Sócrates por corromper a los jóvenes. En mi caso, pueden lucir como un muchachuelo todavía algo vehemente, alborotado y de escasa cabeza, con cierta facilidad para meterse en problemas, como un iluso concupiscente torpe y frágil, un trasto lascivo incapaz de hacer daño a nadie (lo que no quiere decir que no pueda salir alguien dañado), como un viejo pretendiendo nadar contracorriente intentando obviar los años que han ido depositando, uno tras otro, sus inevitables sedimentos. Pobres diablos, soñadores fracasados, que me permiten mirarlos (mirarme) con ternura, cabreado y divertido a la vez, dolido y feliz, que me invitan a explorar las zonas obscuras sin amargura y enfrentarme a las equivocaciones de los demás con la complicidad necesaria. Yo no me entendería sin ellos, no me reconocería en un hombre de una pieza, sin líneas quebradas y cicatrices, sin errores que corregir y de los que aprender, los retos que pueden hacer apasionante la vida.
martes, 14 de febrero de 2012
RESENTIMIENTO
Que inconfesable placer al manifestar nuestra hostilidad hacia esa persona a la que responsabilizamos de nuestros males, al exteriorizar en forma y fondo ese rencor que nos muerde por dentro. Qué importa que esa persona tenga poco o nada que ver con ellos, lo importante es sacar la cólera a pasear. Mucha gente vive cargando un fardo en la espalda lleno de frustraciones, de ofensas atesoradas con mimo, de rencores, de culpas, de heridas, de amores fallidos, de desilusiones, de corazones rotos, de infidelidades, de miserias que envenenan el alma de resentimiento. El resentimiento parece haberse convertido en el sentir distintivo de la patria, acompañado jubilosamente por sus estandartes: odio, desconfianza, ira, estupidez. Los políticos alimentan con brío el fuego (perdónenme los inocentes la generalización) y en los medios de comunicación los arietes de la pocilga golpean con insistencia la escasa inteligencia de su público. ¡Gloria al resentimiento!
Una característica cada vez más extendida en nuestra sociedad, cada vez más incapacitada para ver la vida con serenidad y objetividad, cada vez más cargada de prejuicios, orgullosa de los mismos, haciendo alarde de ellos. Ciega ante su irracionalidad, centrada en sus monomanías activadas por la burla degradante como fuelle directo a las vísceras, transformando nuestras miserias en motivos de orgullo, avivadas por la hipocresía y el cinismo que, con desparpajo, se muestra una y otra vez. ¡Gloria al resentimiento!
El atajo para el triunfo es la destrucción del contrario, vale todo, los insultos, las mentiras, la infamia, la vejación. Vale todo mientras la plebe jalee la estrategia puesta en pie con el pulgar hacia abajo. ¡Gloria al resentimiento!
Hay que mantener vivo el fuego hasta lograr la incapacidad para el olvido y para el perdón, generar el sentimiento de ofensa y prolongarlo permanentemente. Que devoren las llamas al enemigo, que devoren también toda posibilidad de ver la realidad con calma y moderación. Que el juez sea el resentido, que el que busque el perdón y el entendimiento sea objeto de burla y escarnio. Pero el fuego puede llegar a ser incontrolable y puede arrasar a su paso todo vestigio de vida. Todos podemos terminar siendo cenizas. ¡Gloria al resentimiento!
Instauremos el prejuicio como eslabón de la cadena que nos une, el emblema que nos otorga identidad. Hoy los gabachos, ayer los de la Pérfida Albión, siempre los gitanos, los “sudacas”, los “panchitos”, los rumanos, los “negritos”, los “polacos”, los extranjeros, los pobres. La clave es olvidar de donde venimos, cuando también fuimos pobres, cuando también fuimos extranjeros; borrar de nuestra razón que podemos volver a serlo. Instaurar el culpable de todo ello en nuestras entrañas, siempre el otro, el adversario político, o el que tiene otro color, otra nacionalidad, del que es necesario desconfiar. Darle cuerpo al culpable, ser capaces de identificarlo, darle nombre propio si es posible, solo un ser real puede ser linchado. ¡Gloria al resentimiento!
Viva la simplificación fácil de deglutir, el mensaje transmitido en el grito, la repetición hasta la saciedad del escarnio, la mentira infinitamente repetida es convertida en verdad. Pensar por uno mismo es peligroso. Los que son incapaces de hacerlo son los encargados del discurso. Lo importante es la inmadurez, fácilmente impresionable, la irresponsabilidad, fácilmente manejable, la irracionalidad como código compartido para entenderse, la estupidez como lenguaje común. ¡Gloria al resentimiento!
Abaratemos el valor de la palabra hasta que quede reducido a la nada. La promesa no existe solo es una mera ilusión de los inocentes. Desdigámonos sin pudor, que la hipocresía llegue a ser un mérito y el cinismo una cualidad. Que la mentira no se perciba, que solo exista en el inconsciente colectivo y lleve aparejado un nombre o un adjetivo. ¡Gloria al resentimiento!
Premiemos la mediocridad, confundamos la fidelidad con el seguidismo irracional o interesado, fomentemos el fanatismo, castiguemos el pensamiento crítico, hagamos costumbre de la decepción, facilitemos la cólera y el desencanto. ¡Gloria al resentimiento!
Pasemos factura a nuestros contrincantes a la menor oportunidad, repartamos prebendas entre nuestros seguidores, que siempre se note quien manda, que la fidelidad sea el único valor y el antagonismo el gran pecado. ¡Gloria al resentimiento!
Cultivemos nuestras tradiciones ancestrales, las que nos marcan como colectividad: la persecución inquisitorial, la hoguera (metafórica, faltaba más), la confrontación fraticida, la rivalidad y odio entre vecinos, los excesos, la idolatría sin límites, la vejación y el ultraje sin límites, las fiestas nacionales en torno a maltrato, sangre y muerte. Mantengamos nuestras señas raciales. ¡Gloria al resentimiento!
Desahoguemos con ello nuestras frustraciones no resueltas, los desprecios acumulados, lo que quisimos ser y no hemos sido, las envidias enquistadas, los dolores no curados. Mantengamos siempre a nuestro alcance un chivo expiatorio sobre el que escupir nuestro rencor. ¡Gloria al resentimiento!
Despertemos la genética más agresiva y descubrámonos participando del desenfreno, liberemos los demonios, utilicemos, también nosotros, el absurdo y el desvarío, seamos uno más en la borrachera, y después, en el vía crucis de la resaca, aliviemos nuestro malestar con el vómito. Este es el país que nos ha tocado vivir y del que difícilmente podremos escapar. ¡GLORIA AL RESENTIMIENTO!
domingo, 5 de febrero de 2012
A MANOLO Y JOSEFINA
Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles. - Bertolt Brecht
Es evidente para todos, en esa última categoría de personas que se pasan luchando toda la vida se encuentran nuestros amigos Manolo y Josefina, Josefina y Manolo, que tanto monta, monta tanto. Pero no es el hecho de luchar sin más lo que es valioso. No cualquier lucha es válida.
Resulta esencial la lucha que es gratuita, aquella que no pide nada a cambio, la que no busca encumbrarse, la que solo persigue el hecho mismo de luchar por una causa, el de sentirse vivo sin más, ser humano digno y sensible
Es vital la lucha compartida, la que se realiza codo con codo, donde el protagonismo es de todos, la que continuamente aporta y recibe, la que busca contagiar el espíritu que la sustenta, sabedora de que lo importante no es tanto la persona que la lleva a cabo sino la razón que la hace necesaria.
La única lucha indispensable es la que pone el acento en el débil, en el despojado, en el maltratado, en el caído, en el necesitado. La que transita caminos que la mayoría rehúyen, la que se introduce en moradas que para los demás han de permanecer ocultas. Solo ella es justa, solo ella aporta grandeza.
La lucha necesaria es la que es producto de la empatía y la que a su vez la genera, la que es capaz de ponerse en lugar del otro, la que nos va haciendo cada vez más humanos en vez de deshumanizarnos, más tiernos, más cercanos, más alegres.
La que es imprescindible es la que es producto de la esperanza, esperanza contra toda esperanza, esperanza con los pies bien firmes sobre la tierra, la esperanza sin fecha de caducidad, más allá de las derrotas, más allá de cualquier fecha, más allá de nosotros mismos.
Pero esta lucha somos capaces de percibirla gracias a las personas que la llevan a cabo, gracias a los luchadores. Luchadores cuyos nombres no veremos impresos ni en libros de texto ni en apergaminados santorales, luchadores cotidianos, luchadores del pueblo que no son perfectos, pero es eso lo que hace grande su esfuerzo, no la perfección sino la imperfección; capaces de mejorar porque conocen lo que les resta por conseguir; con la sabiduría del que sabe reconocer sus errores y aprender de ellos; luchadores ejemplo ya que su modelo no se encuentra en lo inalcanzable que pudiera haber en ellos sino lo que se puede encontrar a nuestro alcance.
Luchadores amigos, porque ya, personalmente, lo bonito de toda lucha es que tenga nombre de amigos, Manolo y Josefina, Josefina y Manolo; amigos a los que podemos ver y tocar, compartir con ellos sueños y vigilias, infortunios y alegrías, frustraciones y ánimos, gachas y tortillas. Amigos a los que admirar, a los que querer, a los que poder dar las gracias.
Gracias por vuestra permanente lección de humildad. Bienaventurados aquellos que encuentran cada día su propia satisfacción sin esperar más recompensa que ser pequeños y ser felices entre los pequeños.
Gracias por vuestro continuo testimonio de perseverancia. Bienaventurados los que no se desmoronan ante los golpes de la vida, los que se caen y vuelven a levantarse en un alentador ejemplo de fuerza entre los débiles.
Gracias por el ánimo que día a día, año a año, nos habéis aportado. Bienaventurados los que encuentran el sentido de su caminar en alentar a los demás a acompañarles en el camino, los que no encuentran mérito en hacer ese camino solos.
Gracias por ejercer siempre una caridad bien entendida. Bienaventurados los que practican la caridad haciendo honor a su etimología, a su relación con el ágape, como amor desinteresado por los que carecen. La caridad como filantropía, como amor a la humanidad.
Gracias por compartir vuestra alegría y transmitírnosla a nosotros aún en los tiempos de sombras. Bienaventurados los que mantienen la sonrisa en los momentos aciagos, los que combaten la desdicha con un chiste.
Gracias por mantener la esperanza porque nos mueve a nosotros a hacer lo mismo. Bienaventurados los esperanzados contra toda esperanza porque solo ellos abrirán las puertas al futuro.
Gracias por ser, por estar ahí, por permitirnos ser vuestros amigos y por permitirnos aprender. Amigos de los que hemos aprendido y de los que queremos y debemos seguir aprendiendo por mucho tiempo más.
