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martes, 19 de marzo de 2019

Sentirse querido





Hace unos domingos tuve una experiencia maravillosa, creo que para todo el mundo, pero mucho más para personas como yo incapaces de andar: volar, sentirse flotando en el aire tocando el cielo. Lo hice en un parapente biplaza. Bien amarrado a un sillón delantero al que fui pasado en volandas por un grupo de amigos. El aparato arrancó como un avión para metros después despegar, romper a volar. Hoy cuenta el placer de volar una persona como yo, miedosa por naturaleza, con fobia a las alturas en las que siempre, salvo cuando he viajado en avión, he sentido vértigo y que en ocasiones me han generado ataques de pánico. Puede que sea la edad la que me ha enseñado la tranquilidad, a controlar esos ataques o sencillamente desde el principio confié en la propuesta que se me hacía y que, por lo tanto, fue posible que en ningún momento sintiera miedo. Sorprendente para un miedoso como yo.
Unos meses antes un antiguo alumno contactó conmigo. Cuando me refiero a un antiguo alumno lo digo con una absoluta certeza, se trataba de un alumno que tuve treinta años atrás y al que no había vuelto a ver desde entonces. Fue un solo curso escolar, él entonces tenía catorce años y hoy acaba de cumplir los cuarenta y cuatro. La propuesta me dejó descolocado, se trataba de un gesto tan bonito y de una proposición tan seductora que me era imposible decir que no. Ni siquiera se me pasó esa posibilidad por la cabeza. Ya entonces, desde el primer minuto, me sentí volando.
En noviembre de 1999 tuve el primer brote de la esclerosis múltiple, la enfermedad que me ha llevado a la gran invalidez que hoy me mantiene posgrado. Fue un duro golpe que ha cambiado, de hecho, mi vida. Si se me hubiera preguntado en ese momento por mi futuro, a pesar de mi buen ánimo, yo hubiera contestado con negatividad. La vida se había acabado para mí, en el tiempo que me quedaba por delante lo que tendría que hacer era únicamente aceptar mi invalidez y dejar pasar los días. Lo que no había recibido ya no me llegaría, lo que no había hecho ya no podría hacerlo. Me había tocado la cara dura de la vida en la que había que pensar ya en una sola cosa: la muerte.
Pero esto no deja de ser una simplificación, la vida no es así, con una sola cara para mostrar. En mi caso quizás nos encontramos ante una pelea conyugal, el dios de la vida decidió hundirme en la miseria mientras que la diosa de la vida no compartió ese veredicto, quizás yo no merecía esa decisión y la mujer se apiado de mi existencia y decidió regalarme lo más preciado que pueda haber: amor. Mi vida, desde entonces, se ha ido regando de gestos de cariño. En esos gestos hay una persona fundamental: mi mujer. Ella se ha ocupado de llenar mi vida de lugares, momentos y puentes, puentes para facilitar el desembarco en ella de amigos nuevos y antiguos, en este caso destaca para mí el nombre de uno que ha salvado el puente para desde hace años entrar en mi vida actual como un relámpago e instalarse en ella en un lugar que parecía tener reservado desde antaño. No era plenamente consciente antes de esta marabunta del valor de la amistad y en especial de la amistad que desde mi juventud me ha rodeado, amistad que se ha hecho presente en forma de gestos, dádivas y palabras. Pero no todo tiene la autoría de mi mujer, también la diosa de la vida se ha ocupado de que, sorprendentemente, se me hayan hecho presentes antiguos alumnos que tuve brevemente hace más de veinticinco años y que hoy, para bien, me recuerdan y han deseado dejar constancia de ello. Alumnos que entonces tenían ocho o trece años y hoy, en la madurez de sus vidas, han buscado un hueco para recordar a este viejo chocho que hoy solo sabe responder con el llanto. He de decir que hoy no solo he recibido, también he hecho cosas que quizás en el pasado, de haber permanecido tal cual, no hubiera llegado a hacer, he escrito, me han publicado libros y me ha dejado libre el tiempo simplemente para sentir la emoción del querer y ser capaz de expresarla.
Pero la pelea conyugal no ha cesado, en este momento continúa; el dolor y la alegría, el drama y la comedia, permanecen en puja, pero a pesar de todo soy feliz. No comprendo las bendiciones que recibo, en la vida he intentado no hacer el mal y no hacerlo mal, pero siempre me he sentido lejos del aplauso, no he comprendido las sorpresas recibidas como tampoco los halagos que me hayan dicho, ante eso casi lo único que sé hacer es llorar. Sentirse querido es sanador, lejos de mí el pensar que voy a recuperarme físicamente de la enfermedad que padezco, pero sí estoy convencido de que la forma en como voy a sobrellevarla será muy distinta para mí y para todos los que me rodean. La diosa de la vida hoy por hoy se impone.

domingo, 10 de marzo de 2019

Pero si volar




Gracias a José Manuel y a Ángel

Mis manos y mis pies ya no me responden, el número de tareas que puedo hacer es cercano a cero. Dicho así parece una situación dramática… en realidad lo es, pero el amor y algo de azar hacen posible que dentro de ese drama puedan surgir tiempos de luz.
Ella, solo hay una ella, busca sin cesar momentos de sorpresa y alegría, momentos que rompan la rutina extrema que gobierna mi vida, tiempos de luz y gloria que hagan volar mi esperanza.
La música que habita mi casa desde entonces, pero en especial el amigo que lo ha hecho posible, amigo que ha vuelto a mi vida y demuestra con ello que el tiempo pasa, pero no arrastra todo consigo y deja todo atrás sin posibilidad de volver. Volar hacia los nombres que construyeron mi pasado para que ayuden a cerrar las grietas del presente.
 Nombres de niñas y de niños que pusieron una sonrisa en mi boca y que me hicieron soñar la utopía de ser alguien significativo en sus vidas y que hoy, ya adultos, hagan que mi mente crea que esa utopía no era una ilusión sino una realidad. Puede ser que yo me engañe, pero hay algo que no es engaño sino realidad, esos nombres sí son significativos en la mía. Gracias a ellos voy convenciéndome de que hice algo más que ocupar mi tiempo, puede volar mi conciencia hacia aquel lugar en el que se asienta tranquila.
Me desmoronaría si las amistades me hubieran abandonado, cada ladrillo iría dejando un agujero cada vez mayor. Aun así, me sentiría incompleto si no se hubieran ido incorporando a mi vida más personas. El ser es un continuo proceso de arquitectura que sólo debe cesar con la muerte, únicamente así vuelan sueños más allá de lo que somos.
Mis manos y mis pies ya no me responden, únicamente muevo la cabeza. Mi vida es la inmovilidad, no puedo andar pero sí puedo, en su estricto sentido, volar.

viernes, 1 de marzo de 2019

AURORA



  

Nuestra educación emocional casi siempre tiene nombre de mujer, las caricias, los besos, los consuelos, los cuentos, las canciones, los poemas, todo contacto corporal que nos haga sentir el afecto, todo juego de palabras que nos haga descubrir la magia de las mismas, cualquier actividad que nos haga florecer las sonrisas, todo aquello que en nuestra infancia nos hizo sentirnos protegidos e importantes. Puede que mi generalización sea excesiva, que no todos los afectos tengan nombre de mujer, incluso que mi propio caso no sea del todo cierto pues los recuerdos tienen siempre entremezclados hechos que ocurrieron con otros que soñamos, aquello que vimos con aquello que nos contaron, lo que realmente era con lo que nos gustaría que hubiera sido y las circunstancias sociales y los papeles que en ellas se desempeñan están en gran medida  determinados por la realidad que les rodea. El papel del hombre y de la mujer, del padre y de la madre, afortunadamente, tienen muy poco que ver hace cincuenta años con la actualidad, del mismo modo que en cualquier momento histórico ni son iguales todas las mujeres ni todos los hombres. Es por eso por lo que poner nombre propio a tu educación emocional no solo resulta arriesgado sino que es posible afirmar con seguridad que es mentira en la medida en que se trata de una verdad incompleta, las emociones se educan por muchas  de las personas con las que convives y las circunstancias y situaciones en las que lo haces del mismo modo que tú mismo te educas por la manera en que te relacionas con ellas y por las experiencias que vas teniendo en esas circunstancias. Siendo consciente de ese riesgo es posible asegurar que no todas esas personas pueden ponerse al mismo nivel, del mismo modo que también hay una certeza casi absoluta de que entre las personas que se encuentran en primera línea, si no, incluso, a la cabeza, se encuentra tu madre.
El nombre propio en este caso, el mío. es Aurora. Me es difícil nombrarla en público sin que los ojos se me humedezcan, soy consciente de que ella hubiera deseado todos aquellos gestos de cariño que no le di, la torpeza de un muchacho que entonces no era capaz de expresar el amor que sentía. Ella no requería más que unas pocas palabras que salieran del corazón, una mano que se posara en la suya y un beso gratuito dado de manera imprevista, porque sí, simplemente porque contemplarla removía en ti todos los afectos; aquello que ella realizaba de forma natural. No era perfecta, nadie lo es, sin embargo, bastaba con detenerse a pensar un poco entre el trajín de la vida para darse cuenta de que la mayor parte de sus gestos lo eran de amor. Su presencia en la cocina, más allá de que a ella le gustara esa labor, era un acto de amor en el que soñaba con el destino final de lo que hacía, nuestro disfrute. Los sábados que mantuvo hasta el final, en los que cada día su agotamiento era mayor, momentos en los que disfrutaba viéndonos a todos juntos, pero con los que seguramente se le iban restando días de vida. Puede ser el papel de las madres de entonces, no saber decir que no, aunque con ello se les fuera yendo la vida. No supo decir basta a esas comidas, quizás no se trataba de un simple gesto de sacrificio, sino que ella las necesitaba, le aportaban felicidad, aunque le restaran vida. No supo decir que no como madre y tampoco como abuela, tampoco con sus pequeños ni supo ni quiso negarse, con aquellos que al final del día, cuando ya se habían ido, siempre exclamaba lo mismo: “! ¡Qué alegría cuando llegan y que descanso cuando se van!”. Me transmitió también el afecto por la cocina. No cogí nunca una sartén en mi casa, las madres de antes ocupaban la cocina como un reino propio al que difícilmente permitían acceder a un hombre para batir si quiera un huevo, actitud de la que nos aprovechábamos los hombres de la casa para no dar un palo al agua. Pero era consciente de que ese reparto desigual debería morir con ella. Así fue, su disfrute también nos lo contagió al igual que seguro disfrutó también al ver a sus hombres al mando de las cocinas de sus casas. Esa fue una característica suya, poner cariño en todo lo que hacía, por ejemplo, en la lectura. Recuerdo un comentario de Víctor Moreno referido al fomento de la lectura, que no se puede contagiar el virus que no se parece. Muchos docentes no lograron transmitir ese virus por mucha animación lectora que hubiera, no lo padecían, cosa que, sí logro una mujer, regordeta, sin estudios (cosa frecuente entonces pues la mujer estaba destinada al matrimonio y para eso bastaban sus labores), con libros siempre en su mesita de noche. El afán cultural que podamos tener sus hijos tiene su autoría. No creo en cielo ni en infierno, pero ella sí creía, por ello estoy seguro que tiene que haber un cielo con su nombre desde donde espero esté leyendo esto y me perdone mi falta de gestos de cariño y sabrá ya que la quise y la quiero mucho más de lo que fui y soy capaz de expresar.