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jueves, 14 de julio de 2011

PALABRAS ESCURRIDIZAS



Las palabras se le iban escurriendo entre los dedos de la memoria. Se trataba de una enfermedad rara, era capaz de leer y de reconocer a las personas y los objetos que le rodeaban, sin embargo, no era capaz de nombrarlos. Se encontraba inmerso en un proceso cada vez más acelerado de pérdida de vocabulario contra el que no estaba dispuesto a ceder, para ello leía todo lo que caía en sus manos y todo aquello que encontraba a su alrededor: carteles, periódicos, octavillas, anuncios, rótulos luminosos, letra pequeña, títulos, subtítulos, prólogos, epílogos, índices, prospectos, cualquier texto que encontrara en el interior de una fotografía, los pies de foto, tickets, facturas, entradas, pegatinas, propaganda impresa, tejida en ropa, y prestaba atención a todas las conversaciones que tuvieran lugar en su entorno, nunca participaba en ellas, solo escuchaba, atento a cualquier sonido que le pudiera llegar y discriminar su significado. Veía la tele, oía la radio con el único afán de atesorar palabras y resistirse a su pérdida, pero, por encima de todo, se impuso un objetivo, leer todos los libros posibles, vampirizar su terminología para poder vivir de ella, comunicarse a través de las palabras que iba adquiriendo de los otros. Así hizo de su casa una enorme biblioteca en la que resultaba difícil no encontrar alguno de los títulos más selectos del pasado y del presente, ya que, siendo consciente de la infinitud de su empresa y de los límites de sus capacidades resolvió rodearse de lo mejor de lo mejor tanto en ficción como en ensayo, para poder así, en esa guerra sin cuartel contra las palabras escurridizas, hacer gala de un repertorio escogido y de altura nada coherente con el mal que le aquejaba.

Decidió, para no dejarse nada de interés en el camino, seguir una trayectoria lectora en estricto orden cronológico, así emprendió su labor a partir de la literatura antigua. Un plan bien ideado que solo puso de manifiesto un problema, cómo a medida que iba adquiriendo vocabulario también lo iba perdiendo, este, en cada momento, se hallaba en consonancia con la época que en ese momento leía, así podíamos encontrarnos con una persona claramente anacrónica ya que de igual manera podía hablar permanentemente, por un tiempo, en un castellano muy antiguo, casi lengua romance, “fijo de la mala putanna” podía oírsele gritar cuando en ese momento se enfurecía; o en otro fuertemente influido por el autor que en ese momento se encontraba leyendo, el culteranismo de Góngora, “y al dulce lo extiende luego, que, lamiéndolo apenas mi dulce lengua de templado fuego, lento lo embiste, y con süave estilo la menor onda chupa al menor hilo” comentaba con deleite al desayunar; la densidad de Valle-Inclán, “ándele pendejo” gritaba al chico que le llevaba a casa los encargos de ultramarinos, “eres pelinegra flor temprana, hueles a nardos” susurraba con sonrisa pícara a la muchacha de la limpieza; o el realismo mágico de García Márquez con el que se aplicó con José Arcadio Buendía a la invención del aparato para olvidar los malos recuerdos, el emplasto para perder el tiempo y sobre todo a inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todo.

Tales circunstancias, en un primer momento, produjeron perplejidad entre las personas que le rodeaban lo que le llevó a situaciones realmente incómodas, dado su afán por capturar palabras en el aire en múltiples ocasiones le llamaron la atención por mantenerse a la escucha y en alguna de ellas se encontró en riesgo de recibir una buena ración de palos. Poco a poco fue encerrándose en su casa y dedicó su tiempo íntegramente a la lectura. Pero su enfermedad fue avanzando, su olvido, día a día, fue haciéndose más rápido lo que le llevó a obsesionarse en la búsqueda de léxico. Igualmente, poco a poco fue disminuyendo el grosor de los volúmenes que leía y fue aumentando la velocidad a la que lo hacía. Conforme pasaban las jornadas se fue mostrando incapaz de combinar la terminología que iba absorbiendo; puesto que solo era capaz de manejar una pequeña ración de ese vocabulario sus iniciativas de comunicación fueron disminuyendo, así como su capacidad para hacerse entender y fue cayendo no sólo en ser contemplado como un acontecimiento extraño sino en un progresivo agujero profundo de incomunicación. Lo anecdótico se convirtió en cotidiano y lo divertido en aburrido y con ello se fue encontrando cada vez más solo, era menor su número de visitantes y mayor su exposición al auxilio único de la letra impresa.

Incapacitado para ser dueño de las palabras fue convirtiéndose en súbdito de los libros y sus intentos de comunicación en meros conatos ya que imposibilitado para reorganizar el orden de los vocablos se encontró sometido a la obligación de utilizar fragmentos completos de aquello que se encontraba leyendo en ese momento. Pero no siempre es plausible alcanzar a encajar uno de esos fragmentos en las situaciones ordinarias en las que nos encontramos sin prestarse a equívocos y hacerse entender. “No es verdad ángel de amor” era poco más de lo que atinaba a decir cuando intentaba iniciar una conversación fuera con alguna monja que llamaba a la puerta de su casa solicitando una caridad, a la mujer del tendero bien entrada en canas y carnes o al propio tendero.

Y esas porciones textuales también fueron adelgazando así como los textos con los que intentaba detener la sangría a la que se veía expuesto, cada vez más cortos, cada vez más básicos. Cuentos de Andersen, Perrault o de los hermanos Grimm, lecturas pequeñas, cuentos mínimos que fueron infantilizando su relación con los demás. Las grietas iniciales por las que notó en un principio el mal que le afectaba se convirtieron en una escorrentía que arrasó no solo la comunicación con los demás sino la que intentaba consigo mismo. Incapaz de elaborar un mínimo pensamiento interior fue convirtiéndose en un ser casi exclusivamente contemplativo, incluso cuando releía una y otra vez las lecturas muy elementales con las que intentaba, con la poca tenacidad que le quedaba, sentirse vencedor, al menos, de la última batalla.

Y quizás fue así, “mi mamá me ama” fueron las últimas palabras que se le escucharon poco antes de morir.

1 comentario:

  1. Muy bonito. Gracias, Jesús. "Mi mamá me ama" o quizás "Padre nuestro...danos hoy la palabra de cada día..." Mas que lo primero, lo último que se pierde son las llamadas "series automáticas"...
    ¿Te imaginas que seamos básicamente complejidad de la materia y, en última instancia, manifestaciónes extraordinarias de una sofisticada bioquímica cerebral?

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