Tengo esclerosis múltiple secundaria progresiva. Es decir, en mi caso, ya
no puedo mover las piernas y las manos
van camino de ello, la derecha, inútil, se va cerrando y la izquierda ya
está muy limitada. Necesito que una persona me vista, levante y asee todos los
días. Esté donde esté estoy prácticamente inmovilizado, dependo de los demás en
todas mis necesidades.
En la cama, inmóvil, solo, con la vista fíjate en el techo, ando lamiéndome
las heridas, cuando, para mi sorpresa, empiezan a desfilar ante mí un batallón
de desechos reflejados en el mismo espejo en el que yo me cuento las penas.
Aparece esa amiga también confinada en la silla de ruedas, sola, sin nadie que
escuche sus lamentos, que la abrace y le hablé cada día del mundo que le es
ajeno. La miro, le sonrío, cruzamos unas palabras insulsas intentando no entrar
en el fango. Recuerdo a mi mujer y que se aproxima la hora en la que vuelva del
trabajo. Pasan aquellos amigos, también en soledad aunque convivan en familia,
aquel lugar no es un lugar propio en el que, tranquilamente, puedan ser ellos.
Arrastrando la búsqueda permanente de empleo, las penurias económicas, la
permanencia de yo oculto allá donde nunca debería ser necesario tener algo de
ese yo escondido, el de la familia desestructurada en la que el beso y el
escupitajo se encuentran mezclados, aquellos que me muestran la bondad
alcanzada entre la tormenta, la inocencia
mantenida entre las zancadillas de la vida. Los que cuidan mi cuerpo,
los que me protegen. Les sonrío, me sonríen y me lanzan un beso. Dentro de unos
días vendrán mis hijos y entrará aire fresco en mi casa. Llegarán, me abrazarán
y besarán y estarán pendientes de mi todo el tiempo. Acudirán a la más mínima
llamada.
La procesión sigue. Incorporo la cama para verlos mejor. Los que ocupan mi
silencio ahora no los conozco personalmente pero sí he oído hablar de ellos.
Los que se juegan la vida en el mar con la intención, sencillamente, de
sobrevivir; los que se la han jugado y la han perdido, ese viejo al que empujan
en silla de ruedas entre el barro. Giro la cabeza y contemplo mi silla de
ruedas eléctrica. Delante de mí pasa ese negro al que la policía una y otra vez
le pide la documentación; niños raquíticos en brazos de su madre, esas personas
millones de escalones de dignidad por debajo de la nuestra, allí de donde
traemos a precio miserable aquello de lo que nos alimentamos y con lo que
construimos este cómodo mundo en el que vivimos. Los desconozco, me generan incomodidad
verlos tan cerca de mí, pensar en mi frigorífico, en mi televisión, en mi aire
acondicionado, todo aquello que tengo y poseo sin saber su verdadero precio. Ante mí, desfilan aquellos que viven y mueren
siendo, a veces, conejillos de indias de nuestras farmacéuticas, las
parturientas sin lugar donde dar a luz, las madres sin leche, los niños
diferentes que son abandonados por su diferencia, las niñas violadas, las que
son casadas a la fuerza a temprana edad, las víctimas de la ablación, los niños
de la guerra, las niñas vendidas para la prostitución, niños y niñas que casi
nunca han pisado una escuela, familias enteras bajo los escombros. Pienso en mi
casa, pienso en mis medicamentos, pienso en mi. Por alguna razón este inválido,
que permanece inmóvil en su cama, ha roto a llorar.
Viejo caradura, no tienes nada de pobrecito; mira a tu alrededor, todo lo
que tienes: la familia, los amigos, el dinero, la estabilidad, la casa, sus
objetos, la sociedad que te rodea, la sanidad que te cuida, la educación a la
que has ido, los derechos de los que disfrutas, y el muro que te separa de
ellos, aquellos que hoy se han mostrado ante ti. Ni siquiera con las
enfermedades graves desaparecen las clases,
los ricos y los pobres, los beneficiados y los perjudicados, los
importantes y los insignificantes, el atracador y el atracado. Es mucho más lo
que debes a la vida que lo que la vida te debe a ti, a lo que estás obligado
sea cual sea tu estado de salud. No te hagas el pobrecito, no insultes a la
vida.
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