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jueves, 25 de abril de 2019

¿Adónde fueron mis caricias?

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Un niño pequeño, de no más de dos años se acerca a mi silla de ruedas, se detiene ante mi con gesto de intriga por ese aparato en el que me ve subido. Me seduce su cara y su falta de vergüenza, levanto mi mano para acariciar su cabeza, pero no lo consigo, mi cerebro ha dado la orden, pero mi brazo no ha respondido, sigue sin ser totalmente consciente de su incapacidad y continúa dando órdenes inútiles, ese órgano sigue necesitando acariciar.
La caricia no es un gesto formal sin más, se trata de una necesidad corporal y sensitiva, un gesto nutritivo para ambas cosas, para lo que somos, para nuestro equilibrio ético y emocional.
Caricias tiernas para la infancia. Caricias con la palma de la mano, con los dedos recorriendo la espalda. Es gozosa la respuesta del niño a este paseo digital, ver cómo va inmovilizando cada parte de su cuerpo y como tú te sientes feliz al ver como responde a ese pequeño placer, como estás participando en su educación emocional y corporal.
Caricias de afecto, caricias de cariño. Un fuerte abrazo de bienvenida, una caricia recorriendo el rostro mientras unas pocas lágrimas caen de tristeza o emoción, caricias reiteradas, lentas, cariñosas, tiernas, para el consuelo, en el dorso de la mano del anciano o del moribundo, estrechar la mano suavemente, pero con sensación de firmeza, aquí estoy contigo, puedes contar conmigo. Las caricias tienen que hablar. Decir lo que la boca no puede. Hay tantas caricias mudas como mudos son muchos besos. El silencio del cuerpo para dejar hueco al ruido del engaño.
Caricias de deseo para las que no hay rincones prohibidos, caricias paseándose con suavidad por el cuerpo de la persona amada o recorriendo con ansia animal. Acariciar, oler, besar, lamer. Caricias fuertes y rápidas, olfatear todos los lugares convirtiendo cada olor en fragancia, besos secos, besos húmedos, besos profundos pero aislados, tormenta de besos, lamer hasta alimentarse de la otra, comer cual enamorado caníbal con los ojos, con los oídos, con cada milímetro del cuerpo. Todo él es un órgano para las caricias.
¿Adónde fueron a parar mis caricias? Mi cuerpo inmóvil es un tronco de un árbol sin ramas que puedan ondear hojas al viento. Mis brazos quieren sin poder decirlo, mis manos son frutos vanos, sin carne, quietas, mudas. Las caricias solo existen en mi mente, nadie me las ha quitado, he sido yo el que las ha perdido. Mi capacidad para acariciar es cero, solo me queda la pequeña esperanza de recibir, recibir caricias de niño, no me importa ser toda mi vida el “chiquitín”, pequeñas caricias que expresen el cariño acariciando mi cara, mis manos, mis piernas; casi impensables caricias de deseo en este cuerpo dormido, casi muerto, incapaz de responder a ellas. El deseo no se puede transferir a pesar de que permanezca anclado en este cuerpo de sesenta años, una eternidad que no puede revivir.