Es
imposible que pase una temporada medianamente larga sin que tengamos noticias
de algún episodio de violencia de género. Puedo intentar mirarlo desde la
distancia. Pero no es posible. Esta violencia es ejercida sobre una persona
sobre la base de su sexo o género. Estamos dos sexos, hembra y varón, y en la
violencia encontramos dos papeles, sobre quién se ejerce la violencia y quien
la ejerce. La realidad es inopinable, la inmensa mayoría de la violencia física
que se ejerce se hace sobre la mujer y la hace el hombre. Existen dos bandos y
yo, inevitablemente, me encuentro en el bando agresor. Puedo mirar hacia otro
lado, puedo elaborar un bonito discurso, pero seguiré estando en el bando agresor.
El problema de la violencia sobre la mujer no es cosa mayoritariamente de ésta,
lo es también, en lugar muy importante, mío, nuestro, y no por solidaridad con
ellas sino también porque ya es hora de intentar limpiar nuestro género. Lo que
ocurre nos envilece, nos degenera.
Hombre
y mujer no son dos géneros estrictamente puros, es decir sin componentes
psicológicos y comportamentales el uno del otro. Encontramos, en mayor o menor
grado, rasgos masculinos en la mujer y rasgos femeninos en el hombre. Mi
sensación es que aquello mejor que tengo en mi se corresponde con ese
componente femenino, y viceversa, aquello peor, mas duro, más hiriente, más
agresivo, es claramente masculino. El ejercicio del poder físico o psíquico, la
necesidad de control, el sentimiento de propiedad, han sido actitudes
históricamente en manos del macho. Mía o en manos de nadie más, como yo la
quiero o de ninguna otra manera, se hará lo que yo diga o nada se hará de otra
forma. El sentimiento que me hará crecer a mí humillándola a ella todo lo que
pueda, su cuerpo es mío y he de hacer todo lo posible para que no llegue a
tomar conciencia del mismo. Yo no vivo al margen de esta realidad, hay gestos,
comentarios, que parecen corroborarla. La violencia se encuentra escondida en
la intimidad del hogar o en la descerebrada cabeza de algún macho. Yo no la veo
hasta que no explota y pasa a engrosar el mundo de las estadísticas. Mientras
tanto, el macho, presuntamente inocente, que únicamente asume el papel que
socialmente le ha venido dado, duerme sobre un colchón cargado de bombas
racimo. Mientras tanto yo también duermo tranquilo satisfecho en mi papel de
hombre de hoy, sin carga de prejuicios.
Es
violencia el asesinato, como lo es toda agresión física por pequeño que
parezca, como lo es el insulto, el desprecio, la humillación, incluso el
silencio que ignora, que ningunea. Es violencia la complicidad que calla, que
oculta, que mira hacia otro lado, que pretende esconder nuestra cobardía y
miseria. Es violencia las palabras pretendidamente inocentes que ríen, se
burlan, agreden y construyen con nuestra colaboración los cimientos de un
perfil donde el macho se reserva el poder para sí, que abonan el campo donde
crecerá, cuando nos hayamos marchado y creeremos limpias nuestras manos, la
microviolencia y, más allá, la planta carnívora de lo macro y nos escandalizará
cuando una vez más lo contemplemos en televisión, aquello que creemos sentir
tan alejado de nosotros. ¿Cuál ha de ser nuestro papel? Aislar, denunciar,
enfrentarnos si es necesario y reconstruirnos, sacudirnos el polvo
mefistofélico del hombre arcaico que se aferra al poder y a la dominación, del
animal carnívoro que necesita devorar para sentirse vivo, que detesta la
civilización que lo hace frágil pero más humano. Ya va siendo hora de desmontar
el patriarcado y darle a ella el espacio que le debemos; ha de ser nuestra
tarea. Ya es hora de desmontar ese patriarcado en nosotros, nuestra
liberación tiene rasgos femeninos.
¿Cuándo seremos conscientes de ello?
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