Cuando la vida va cuesta abajo y sin frenos, puede ocurrir
que te lleguen sorpresas que no esperabas, cuando tu cuerpo se descomponía te
llegaron regalos que no creías merecer pero quizás por eso fueron de lo más
bonito que te ha llegado en la vida, ante lo cual solo puedes empequeñecer,
sentirte mínimo y llorar, ese llanto que te hace sentirte un niño, que te hace
preguntarte que seas tú el que estás viviendo eso, uno más del reparto, un
secundario del montón al que siempre le hizo temblar que le pusieran en primera
línea, que nunca supo representar bien el papel que le era adjudicado, que
siempre necesitó ir por libre y que casi siempre le pasó factura cuando actuó
así.
En este último tercio de mi vida (siendo generoso en el
cálculo cronológico) se me han ido amontonando ese tipo de sorpresas y que no
siempre han tenido que ver con un gesto de caridad por mi estado físico. Todas
ellas han sido personas que hace décadas no veía e incluso que casi había
olvidado, amigos de mi primera juventud, compañeras y compañeros de estudios,
alumnas y alumnos de mis primeros años de profesión; todo fue maravilloso, todo
me hizo llorar, el llanto de quien ve que todo aquello es desmesurado. Todo fue
sorprendente para mí y algunos de esos recuerdos llegaron envueltos en un regalo
que necesariamente los hará imborrables. Todos estaban unidos por algo en
común: la huella que, para bien, según dijeron, había dejado en ellas y en
ellos.
La huella, ¿en quién no han quedado huellas de otros?, ¿quién
no ha sido moldeado por las personas con las que se ha ido encontrando en su
vida?, somos barro que va adquiriendo nueva forma conforme pasa el tiempo, son
las circunstancias las que van conformando la nueva figura y en esas
circunstancias está uno mismo y el cómo se enfrenta a la realidad que le
envuelve, en ella todas las personas que van pasando por nuestra vida sabiendo
que no todas las huellas que nos van dejando son de la misma intensidad. Yo soy
también alfarero, todos lo somos de una u otra manera, pero no nací con esa
vocación. Más allá del sueño que todo adolescente suele tener de dejar huella
universal de su paso por la vida mi pretensión ha sido pequeña: dejar huella en
mis hijos. Esta y no más es la intención de este blog, así lancé mi botella al
mar, con el único alcance de dejar constancia en mis hijos de mi pensar y mi
sentir, nunca fue el loco interés de alcanzar la fama, estúpida pretensión para
un personaje vulgar de un reparto vulgar;
¿Qué dirán de mi cuando yo ya no esté aquí? ¿Qué recuerdos
tendrán míos? ¿Habrán conseguido superar mis defectos, aquellos de los que
siempre me he avergonzado? No sé si, para ellos, ser mis hijos es un gracias a
la vida o una maldición. Ser padre no es fácil, la familia es el escenario en
el que ponemos de manifiesto lo mejor y lo peor de uno mismo y ser padre supone
el poder, me da miedo tener que ejercer ese poder, poseerlo es el riesgo de
encariñarse a él y olvidar la ternura y tapar con él nuestra fragilidad y
debilidad, enmascarar nuestro ser y olvidar así lo que somos. Mi huella, el rastro
que yo dejaré, ¿les generara una sonrisa cuando se descubran siguiéndolo o será
el enojo lo que les surja? ¿Derramarán alguna lágrima al recordarme? ¿Será de
emoción o de rabia? Nadie es perfecto, todos podemos tener nuestras zonas
oscuras y nuestras luces, nadie tiene una vida completamente irreprochable, la
complejidad que somos no está a nuestro alcance comprenderla en su totalidad,
presiento que solo cuando vuele tendré la posibilidad de alcanzar la completa
verdad.
Como siempre, es un placer leer tus mensajes, aunque no encuentre las palabras y Formas para decirte lo bonito que sabes comunicar tus sentimientos!!!! Un beso.
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