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sábado, 29 de junio de 2019

La hora final





Hablar de la muerte no tiene por qué significar pensar en ella constantemente ni desearla de una manera cercana. La muerte forma parte de la vida y antes o después nos llegará a todos, no por silenciarla la alejamos en el tiempo.
Hace quince años presenté mi testamento vital, con él solicitaba que no se prolongara mi vida artificialmente, no deseo nada de cables, sondas y química sin los cuales mi vida acabaría. No quiero esa vida artificial como tampoco quiero un proceso final doloroso. El sufrimiento que puede ser evitado carece de sentido. Cuando uno entra en su proceso final cuanto más corto sea y menos doloroso mejor. En ese mismo documento done mi cuerpo para la ciencia, en especial mi cerebro, o mis órganos para trasplantes. Aquello que en ese momento sea más factible por el estado de mi cuerpo o el lugar donde fallezco.
Mi estado físico actual si hace pensar en la muerte, no porque se encuentre cercana sino porque puede llegar un momento en el que se desee cercana. Esa es una decisión en la que yo he de estar al mando, junto con mi familia, mientras conserve lucidez en mi cabeza. Pero uno nunca sabe lo que te aguarda en el mañana y esa cabeza mía no se encuentra libre de amenazas. Hoy es lo único que manejo bien, pero esa pequeña luz puede ser que mañana se apague, que se acabe aquello que hoy me aporta cierta felicidad, como que deje de funcionar el órgano que a ellos pueda aportarles alguna alegría. No quiero continuar viviendo sin poder reconocer las personas a las que quiero, bastante dolor hemos sufrido todos ya. Si ese apagón supone que la muerte se encuentra cerca, ya está todo dicho; si no es así y la amenaza es un estado de completa incomunicación bien en estado de coma o con la cabeza perdida (no sé bien que será lo peor para ellos) espero que para entonces ya se encuentre legalizada la eutanasia. Entonces sí habrá llegado el momento de morir. Ese es mi deseo y así lo sabe mi familia. Puede ser un acto duro, pero también lo es de amor; doloroso, siempre, mucho. Por favor que nadie se interponga en ese deseo, que nadie aumente la dureza de ese acto ni incremente el sufrimiento. No contemplo la posibilidad de que alguien que realmente me quiera haga pagar su dureza de pensamiento, su rigidez moral, con los míos. Confío en que no sea así.
Pero también confiemos en que un momento así no llegue, que yo mantenga el dominio sobre mi cerebro hasta la hora final y que en el tiempo que queda por delante, sin esperarlo, sin que eso nos haga prolongar nada, nos encontremos con una sorpresa o lo que otros llaman un milagro.


domingo, 16 de junio de 2019

La locura como huida



Me encuentro leyendo estos días el libro "Pensar rápido/Pensar lento" de Daniel Kahneman como dos modos o sistemas (así los llama el autor) de pensar que  todo ser humano tiene, en teoría, en su cerebro sin que ese tener suponga una ubicación especifica en el mismo, no son partes de ese cerebro pero si hace referencia a maneras de utilizarlo, la primera de ellas se trata de un pensamiento inmediato, intuitivo, completamente necesario como también es el otro, pero también es un ejercicio mental más relajado, menos elaborado, quede claro que no me refiero a ningún problema de identificación con error/acierto o viceversa; el segundo modo se trata de algo más complejo, más elaborado, que lógicamente requiere más tiempo y, como es lógico, un esfuerzo mayor, en primer lugar de contención pues será el otro el que salte primero y continuará dominando si no sujetamos bien las riendas. Pensar lento entiendo yo que es un ejercicio de cercanía y a la vez distancia con el estímulo que se recibe, estímulo que no tiene por qué venir siempre de fuera, sino que puede surgir de nosotros mismos, que sea nuestro propio pensamiento, pensamiento que elaboramos y reelaboramos, que vamos puliendo, quitamos aquí, ponemos allá, y en ese rascar, lijar, a veces morder, puede que surja el daño y casi siempre el cansancio. Nosotros mismos puestos en la tabla de la autopsia para examinarnos sin piedad, convertidos de alguna manera, en examinador y objeto de examen, en analítico y analizado, incluso en víctima y verdugo.


Se dirá, con razón, que este ir y venir de un pensar a otro, de alguna manera, todos los hacemos a diario; por supuesto y no necesariamente para bien. En el quehacer cotidiano en el que la mayoría se encuentra inmerso es el primer sistema, el rápido, el que va por delante y el que gestiona todas nuestras rutinas, todo aquello que tenemos automatizado y que responde de manera intuitiva, casi sin pararte a pensar, a todas aquellas cuestiones que surjan y que ya son costumbre; solo cuando la necesidad lo requiere, echamos mano del  freno y activamos el pensar lento, el segundo sistema. Un equilibrio adecuado de ambos es lo que nos mantiene cuerdos. ¿Pero qué ocurre cuando ese quehacer cotidiano parece que no existiera, cuando las rutinas tú no las controlas, cuando esas rutinas parecen haberse convertido en tiempos muertos, irónica manera de llamarlos? ¿Pero qué ocurre cuando uno es tetrapléjico? Los tiempos cambian completamente, no se encuentran, literalmente, en tus manos, se pueden convertir, con facilidad, en largos tiempos vacíos, agobiantemente lentos, en soledad, tiempos muertos muy complicados de rellenar salvo por tu propio pensamiento en un ir y venir de palabras de las que resulta harto difícil escapar sin otro estimulo ante ti que tu propio pensar. Pero ese pensar y pensar supone un esfuerzo en esa situación de inmovilidad, silencio y soledad, un esfuerzo que genera tensión, la sensación de una goma en tu cabeza que se va estirando cada vez un poquito más y que llegas a temer que se rompa y con su ruptura qué llegará después.
Ese inevitable pensar, ese largo elucubrar en solitario que no has podido contrastar con nadie, que ocupa tu mente y que, al mismo tiempo, la tensa. Pensamiento en solitario, casi onanismo mental que sólo te sirve a ti, que no parece existir otro modo de desembuchar que este, sentarte en soledad ante el ordenador y desocupar tu cabeza soltándolo palabra a palabra en el mismo, liberar el cerebro de esa tensión vaciándolo para tener después una nueva ocasión para llenarlo. Esta es la paradoja, aquello por lo que con frecuencia eres aplaudido cuando se lee puedes llegar a ser recriminado cuando se te escucha, encuentras personas dispuestas a leerte, lógicamente sin interrupción, con una lectura lenta que exige un pensamiento similar, lento, pero paradójicamente es harto difícil encontrar personas que escuchen de ti algo semejante, lo que puede ser placentero cuando se lee resulta cansino al escucharte, si ya es dificultoso el proceso de lectura, lo es mucho más el de escucha. Hemos ido perdiendo la capacidad de escuchar, el dialogo lento, cauto, con el intento de ser profundo, sin la repetición de estereotipos, de los mismos pensamientos comunes, sin interrupciones que te hagan perder el hilo de tu reflexión y que deriven la conversación de un lugar a otro, siempre no previstos, y que con frecuencia transforman el diálogo o la simple conversación en discusión rápida, tensa incluso. Las consecuencias, en casos como éste, pueden ser en primer lugar evitar diálogos del tipo hablado y en segundo lugar tu propio aislamiento, tus ritmos son ahora otros, para ti y para los demás, no dejas de ser querido por ello, pero ya no se te aguanta de la misma manera. Se trata de una reacción humana, natural, de ninguna manera punible, lógica, a la que hay que aprender a hacerse todas las partes.
Pero la goma puede seguir estirándose y tu miedo continuar siendo el mismo, que llegue a romperse y con ello, de alguna manera, que tu cabeza estalle, se rompa, se pierda la cordura y que tras ella llegue la locura. ¿Qué locura será esa? ¿Serás, como Alonso Quijano, un héroe o simplemente un loco? ¿Quién te valorará y quién te dará la espalda? Te encuentras ante el miedo de que la goma se rompa o el deseo de que así ocurra, la necesidad del descanso y el temor a que con él llegue la locura. Quieres mantener esa cordura que a veces te vuelve loco y también una locura que te mantenga en el mundo de los cuerdos, quieres huir de un tiempo y un espacio que te hace sentirte solo. Huir hacia la calma a la que pareces verte abocado o hacia una añorada acción para la que no parece que vayas a tener ya capacidad. Huir para encontrarte en un momento nuevo, capaz de seguir siendo útil sin llegar a ser temible.

jueves, 6 de junio de 2019

LA HUELLA



Cuando la vida va cuesta abajo y sin frenos, puede ocurrir que te lleguen sorpresas que no esperabas, cuando tu cuerpo se descomponía te llegaron regalos que no creías merecer pero quizás por eso fueron de lo más bonito que te ha llegado en la vida, ante lo cual solo puedes empequeñecer, sentirte mínimo y llorar, ese llanto que te hace sentirte un niño, que te hace preguntarte que seas tú el que estás viviendo eso, uno más del reparto, un secundario del montón al que siempre le hizo temblar que le pusieran en primera línea, que nunca supo representar bien el papel que le era adjudicado, que siempre necesitó ir por libre y que casi siempre le pasó factura cuando actuó así.
En este último tercio de mi vida (siendo generoso en el cálculo cronológico) se me han ido amontonando ese tipo de sorpresas y que no siempre han tenido que ver con un gesto de caridad por mi estado físico. Todas ellas han sido personas que hace décadas no veía e incluso que casi había olvidado, amigos de mi primera juventud, compañeras y compañeros de estudios, alumnas y alumnos de mis primeros años de profesión; todo fue maravilloso, todo me hizo llorar, el llanto de quien ve que todo aquello es desmesurado. Todo fue sorprendente para mí y algunos de esos recuerdos llegaron envueltos en un regalo que necesariamente los hará imborrables. Todos estaban unidos por algo en común: la huella que, para bien, según dijeron, había dejado en ellas y en ellos.
La huella, ¿en quién no han quedado huellas de otros?, ¿quién no ha sido moldeado por las personas con las que se ha ido encontrando en su vida?, somos barro que va adquiriendo nueva forma conforme pasa el tiempo, son las circunstancias las que van conformando la nueva figura y en esas circunstancias está uno mismo y el cómo se enfrenta a la realidad que le envuelve, en ella todas las personas que van pasando por nuestra vida sabiendo que no todas las huellas que nos van dejando son de la misma intensidad. Yo soy también alfarero, todos lo somos de una u otra manera, pero no nací con esa vocación. Más allá del sueño que todo adolescente suele tener de dejar huella universal de su paso por la vida mi pretensión ha sido pequeña: dejar huella en mis hijos. Esta y no más es la intención de este blog, así lancé mi botella al mar, con el único alcance de dejar constancia en mis hijos de mi pensar y mi sentir, nunca fue el loco interés de alcanzar la fama, estúpida pretensión para un personaje vulgar de un reparto vulgar;
¿Qué dirán de mi cuando yo ya no esté aquí? ¿Qué recuerdos tendrán míos? ¿Habrán conseguido superar mis defectos, aquellos de los que siempre me he avergonzado? No sé si, para ellos, ser mis hijos es un gracias a la vida o una maldición. Ser padre no es fácil, la familia es el escenario en el que ponemos de manifiesto lo mejor y lo peor de uno mismo y ser padre supone el poder, me da miedo tener que ejercer ese poder, poseerlo es el riesgo de encariñarse a él y olvidar la ternura y tapar con él nuestra fragilidad y debilidad, enmascarar nuestro ser y olvidar así lo que somos. Mi huella, el rastro que yo dejaré, ¿les generara una sonrisa cuando se descubran siguiéndolo o será el enojo lo que les surja? ¿Derramarán alguna lágrima al recordarme? ¿Será de emoción o de rabia? Nadie es perfecto, todos podemos tener nuestras zonas oscuras y nuestras luces, nadie tiene una vida completamente irreprochable, la complejidad que somos no está a nuestro alcance comprenderla en su totalidad, presiento que solo cuando vuele tendré la posibilidad de alcanzar la completa verdad.