“Cuando
Dios quiera”, esa es la expresión que a menudo se interpone entre una
persona y la muerte. ¿Qué clase de Dios es ese? El que decide cuándo, cómo y
dónde ha de morir uno, aquel que controla cada segundo de nuestra vida, aquel
que nos la arrebata. La vida no es nuestra sino de Dios. Él nos la dio y él ha
de quitárnosla. Vivimos de prestado en una vida que no es la nuestra y en la
que una lotería nos otorga la riqueza o la miseria, la salud o la enfermedad, la felicidad o la
desdicha, y en la que este dios arbitrario nos condena a jugar con la baza que
nos ha tocado, no podemos cambiarla, no podemos retirarnos del juego. ¿Acaso
este dios disfruta con nuestro sufrimiento? ¿Se trata de un Dios inmisericorde?
¿Cuál ha de ser nuestra respuesta, la aceptación o la rebeldía? ¿Quién, en
realidad, nos ha expropiado la vida? ¿Dónde está ese Dios? ¿Quién se ha
concedido el privilegio para hablar en su nombre? Son esos mediadores los que
se atribuyen el privilegio de otorgarnos la gracia de la salvación o disponen
nuestra condena, los que establecen, incluso, el momento de nuestro perdón. Son
ellos los que hablan mientras Dios permanece en silencio. Se ha plagado la vida
de intermediarios, los jueces que han de mantenernos bajo control. Pero se les
fue este control de las manos y entre la vida y la muerte se les han instalado
otros dueños y señores: buena parte de los médicos. Su deontología parece exigirles
una lucha hasta el final contra la muerte, aunque sea contra toda esperanza. Su
éxito será arrebatar el cuerpo a esa muerte, aunque los restos que queden de
ese cuerpo sean inanimados, aunque para ello agoten el cuerpo hasta la
desesperación. No importa que en esa lucha contra la muerte el primer destruido
sea el paciente.
Asisto a los momentos finales de un nonagenario con un único problema, no
haber entrado en coma, es por eso por lo que el médico se resiste a dejarlo ir.
Sin despeinarse, limpio, intachable,… intocable, ha tomado el mando en esta
decadencia, a pesar de que el enfermo difícilmente responda a cualquier
estímulo, a pesar de su rostro de agotamiento, a pesar de que todo aquel que se
acerca es consciente de que está asistiendo a su final. Menos él, abanderado de
la vida, se encuentra dispuesto a alancear a todo aquel que intente arrebatarle
ese estandarte, incluso al propio enfermo. A pesar de que la mujer se lo
demande, será su responsabilidad, le esgrime. Cómo cargar con esa culpa los
días que le quedan. A pesar de que su sacerdote le haya dicho que le deje ir.
Ya no es fe lo que le mueve, únicamente es fanatismo. También en la ciencia podemos encontrar fanáticos. Dictador de bata blanca,
ejerce su absolutismo sobre todo aquel que se le pone a mano. Cesar que no
aprendió el sentido de la palabra piedad.
Ese dios, si existe, no merece ser llamado como tal si es tanta su falta de
compasión. La muerte acoge piadosamente al ser humano cuando ya no puede más
con su vida, cuando el cuerpo que la mantiene se encuentra agotado, cuando ya
cada minuto carece de sentido. La muerte forma parte de esa vida y esa es su
función, pero los mediadores artificiales se empeñan en interrumpir su ciclo
natural. Se nos ha arrebatado el derecho a decir basta, hemos dejado en manos
de extraños el qué hacer con nuestra propia vida y nadie se atreve a corregir a
un dictadorzuelo coronado por una sabiduría técnica pero carente de la más
mínima sabiduría humana. Tememos ir contra Dios pero ese dios no existe, de
hacerlo sólo ir contra él nos daría cierta libertad. Ese Dios no existe, sólo
ha sido inventado para engordar el poder de esos mediadores. Sólo un Dios que
llore, que comprenda nuestro sufrimiento y que se haga cargo de la necesidad
que podamos tener de librarnos de la vida cuando esta supone una carga insoportable merecería nuestra fe, el que sea nuestro
aliado y no un riguroso juez. Un Dios que también es muerte, pero no aquella
que viene a castrar una vida en flor y que convierte en tragedia y sufrimiento el
último periodo de la existencia, sino una muerte que acoge, es piadosa, hace descansar y,
paradójicamente, sana.
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