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lunes, 17 de octubre de 2022

CASI POEMAS !/



Olvidé todo aquello que me ocurrió,

solo recuerdo aquello que no he vivido,

el valiente que nunca fui,

el cuerpo que nunca vi,

el sexo que no tomé,

las mariposas que no bailaron sobre mi espalda,

el tiempo que no te dediqué,

el salario que no compartí,

las fuerzas que no gasté,

El hoy es el pasado que nunca existió.




Cómo puede anidar tanto odio en ti

sin que se te desmenucen las costuras

y te atormente ese fantasma que llevas dentro

jugando a la hipocresía de la hostia consagrada

envuelta entre improperios cubiertos de espuma.

Recuerdo cada parte de tu cuerpo

que nunca he visto.

Recuerdo todo aquello que he acariciado

y nunca toqué.

Creen que soy materia,

pero sólo soy deseo,

deseo atrapado en un cuerpo,

en el mío,

en el tuyo.

Deseo convertido en rosa

hacia fuera.

Deseo convertido en espinas

hacia dentro.

Deseo sin placer.

Deseo, sangre derramada.



La vida en tu mano.

Deseo de lo que no alcanzas.

Pensamiento de lo que no eres.

Tu cuerpo se agita haciendo el amor en la nada.
Un relámpago cae sobre ti.

A veces todo queda en un pasado

en el que jugabas a ser quien no eras.





Cuando todas las puertas se te cierran

sólo queda abrir la ventana indiscreta a la belleza.

Cuando la vida te escupe
sólo te queda absorber la belleza.

Cuando nada es categóricamente nada

únicamente te queda buscar resquicios de belleza.

Cuando el mundo se ha venido abajo.

sólo te queda alzar ante ti visiones de belleza.
Cuando has perdido todo lo que fuiste

qué puedes ser sino espectador de la belleza.

Cuando tú eres pura fealdad

lo único que está para ti es la búsqueda de la belleza.

 



 

 

 

lunes, 10 de octubre de 2022

EL PODER DE UN ZAPATO

 





No sé si ustedes valorarán la importancia de un zapato. Un buen zapato es pura ciencia, es fundamental para la salud de nuestros pies. No hay que olvidar que somos seres bípedos y todo el peso de nuestro cuerpo recae en nuestros pobres pies. Ustedes mismos habrán notado la diferencia entre llevar un mal o un buen calzado, este nos anima a andar, mientras que el primero parece obligarnos a pasarnos el día buscando un sitio donde sentarnos. Y qué decir del glorioso momento en el que llegamos a casa y nos desprendemos de ese mal zapato. Los pies parecen decirnos, “por fin” y suspirar por sí solos. El mundo parece mirarse de otra manera a partir de ese instante.

Pero no solo es la comodidad, es también la belleza. ¡Ah, la belleza! Reconozco que una y otra pueden estar reñidas. Esas sandalias de tiritas con tacón del número 9 que hacen que el pie se vea lindo, lindo. Pero no es solo el pie, sino la figura estilizada que te otorga, esos centímetros de más que te ponen. No es lo mismo ver el mundo desde arriba que desde abajo. Es una cuestión psicológica. Un poco de tormento al andar puede ahorrarte el Prozac. De pronto esos zapatos pueden hacerte sentir la mujer más sexy del mundo. Solo hay que entrar en una zapatería para que tus niveles de serotonina vuelvan a sus valores normales.

Se preguntarán ustedes por qué este interés en el calzado. Soy zapatero.  Zapatero de los que arreglan zapatos. Por mis manos pasan al cabo del año centenares o miles de zapatos de todo tipo: sandalias, zapatillas, botas, botines, escarpines, borceguíes… No se los oculto, es un enorme placer para mí. Tener en mi mano algún calzado da sentido y gozo a mi vida, poderlo contemplar, acariciar y saber que yo soy su médico y que de mí saldrá perfectamente sano. ¿Fetichista? Quizás.

Por mi profesión estoy condenado a ello. Amar u odiar. Decidí amar. Paso la mayor parte de mi vida rodeado de ellos, oliendo a cuero, incluso la ubicación de mi zapatería parece predestinada para mí. Se encuentra en un semisótano y el ventanuco que se haya situado en lo alto de una de las paredes y que permite entrar una pequeña ración de luz a la habitación también me permite ver un ir y venir de zapatos. Esa es mi vida, arreglar calzado y contemplar ese desfile. 

No puedo ver mucho más allá de su calzado, pero me basta con ello para identificar la personalidad de su dueño, incluso, por qué no, su fisonomía. Cada vez veo pasar ante mi ventana más calzado deportivo. No puedo discutir su comodidad, ni de que sus portadores sean personas seguras de sí mismas, independientes, anticonvencionales, pero yo no soy así, pienso que un zapatero fetichista solo puede ser alguien tradicional. El fetiche para mí tiene que ser algo sagrado, íntimo, necesariamente cosido al tiempo de la persona, necesariamente convencional y, necesariamente, femenino. Confieso mi predilección por los zapatos de mujer, como es mi predilección por el otro sexo. Es así, ya he dicho que soy un hombre convencional, un hombre convencional que disfruta de un cierto placer onanista al contemplar el pasear de zapatos y piernas. Me siento un perfecto voyeur introduciéndome en la intimidad de las mujeres que pasan ante mí a través de sus pantorrillas sin que ellas tengan constancia de ello. El tacón, en una mujer, indica su nivel de autoestima. Aquellas que usan el tacón bajito se deprimen con facilidad, mientras que la confianza crece en la misma medida que ese tacón lo hace y se va estrechando, mujeres seguras, firmes, decididas, muy femeninas, con energía y confianza en sí mismas y sin miedo a mostrar su atractivo y disfrutar de él; mujeres románticas, prácticas y ansiosas, dispuestas a tener éxito a cualquier precio. Son las mujeres ideales para soñar con ellas. Qué otro camino le queda al onanista que soñar. Soñar con la gran dama clásica de zapatos negros, la inocente de los blancos que te permite poner un punto de perversión en tu sueño, la atrevida del estampado leopardo con la que juegas un papel pasivo, disfrutar también de la servidumbre, y, sobre todo, sobre todo, la apasionada, sensual y segura de sí misma de los zapatos rojos. Fueron unos zapatos rojos que se paraban, para mi recreo, delante de mi ventanuco todos los atardeceres, a los que terminé fuertemente enganchado. Eran unos zapatos con tacones de aguja de los que terminé prendado. Ella no podía ser sino una mujer a la que no le daba miedo presumir de su sensualidad y feminidad y que no quería pasar desapercibida, y quizás, especialmente, no quería pasar desapercibida para mí. La imaginaba con un pelo negro azabache, las curvas justas, ni muchas ni pocas. Recuerdo que soy un hombre tradicional y que, por tanto, me gusta que haya donde agarrar, mejor que sobre que no que falte. Esa mujer y esos zapatos se instalaron en mis sueños, con ella hablaba, con ella gozaba, con ella convivía noche y día, me acompañaba allá donde fuera y fue para mí tan real como puedo ser yo.

Fue una tarde del mes de agosto, cuando me encontraba poniéndole tapas nuevas a unos zapatos bajo el aíre que despedía un ventilador de pie y que me ayuda a sobrellevar las fuertes temperaturas del verano, las campanillas de la puerta me hicieron levantar la mirada. Una mujer de unos veintitantos años entraba a mi establecimiento con una bolsa en la mano, un vestido minifalda engomado negro que dejaba contemplar más de la mitad de los muslos y que se ajustaba perfectamente a su cuerpo destacando con mucha sensualidad su curvatura. Seria, pero sin llegar a ser desabrida, manifestando sin más lo que debía de ser, una mujer de carácter, se acercó hasta mí y me explicó qué la había llevado hasta allí, se había roto el tacón de un zapato y necesitaba que yo lo reparara. Me entregó la bolsa que contenía el zapato y esperó mi diagnóstico. Cuando saqué la mano me encontré con un zapato de tacón de aguja terminado en punta y… rojo. El zapato rojo. Mi zapato rojo. Lo reconocí al instante, no podía ser otro. Él y yo habíamos compartido muchas horas, demasiadas, como para que pudiera pasárseme desapercibido. Solo entonces me fijé bien en ella, pelo negro azabache, ojos negros, con las curvas justas, ni muchas ni pocas, las suficientes para agarrarse, segura de sí misma y extremadamente sensual. Ella y él. Para mí aquel zapato tenía personalidad propia.

El corazón me dio un vuelco. Me quedé sin palabras y me costó escuchar y entender lo que ella me decía. Por unos segundos que se me hicieron eternos enmudecí. ¿Si tenía solución? Claro que sí. Haría todo lo que estuviera en mi mano para volver aquel zapato a su estado original. ¿Qué para cuando lo podría tener? Una semana, quizás dos. Prometía convertirlo en mi tarea prioritaria. ¿Cuánto podría costarle? No sabía. Poco. No se preocupe por el precio, le cobraré solo lo que considere razonable. Me hubiera gustado retenerla allí conmigo sin tiempo fijo, pero la soltura y decisión que mostraba en mis sueños se había transformado en una infinita torpeza. Conforme con mis palabras quedó en volver en siete días y se marchó. Las campanillas volvieron a sonar y la puerta se cerró tras ella. Yo quedé allí, con la mirada fija en el espacio que había ocupado, con el zapato rojo en una mano y el tacón en otra. Sin saber bien lo que hacía me llegué hasta la entrada y cerré la puerta. Todo desapareció a mi alrededor salvo el zapato y yo. Me senté y lo miré y remiré, lo acaricié con la yema de mis dedos, lo deslicé por la piel de mi cara, lo besé, olí su exterior y su interior y quedamos definitiva e intensamente unidos.

Lo confieso, a partir de ese momento mi faceta fetichista se disparó. Cada minuto de esos días los viví con y para ese zapato. Establecí con él una relación que antes me hubiera parecido inimaginable. Tarde poco en repararlo, pero ya aquella misma noche, a la hora de acostarme lo lamí por primera vez y esa práctica se convirtió en algo habitual. Saboreé cada uno de sus rincones. En el momento de la comida ese zapato fue el cáliz que me permitió comulgar con ese sueño, que me hizo realidad lo que pudiera parecer una fantasía. Y algunas otras cosas que no les relato por pudor. Seguramente muchos de ustedes pensarán que lo mío era, sencillamente, una enfermedad. Que yo era un degenerado. Fueron, sin embargo, los días más felices que había vivido hasta entonces, y ¿a quién hacía mal? Puede que en verdad fuese un depravado, pero solo un pobre depravado que estaba viviendo para una quimera.

Los días pasaron rápidos. Intensos pero rápidos. Y llegó la fecha en que aquella joven debía volver para recoger su zapato. Desde el momento en el que abrí toda mi atención se centró en aquella puerta. En cada momento en el que sonaba la campanilla mi corazón daba un vuelco. Despachaba rápidamente cada uno del resto de los servicios, no quería que me sustrajeran ni una décima de segundo de la atención que le debía a ella, pero ella tardaba en llegar. Los minutos y las horas pasaron, la mañana y la tarde sin que su figura apareciera por el marco de la puerta. Se acercaba la hora del cierre y el pulso se me aceleraba a la vez que la decepción. Me encontraba dispuesto a mantener abierto el taller el tiempo que fuese necesario, pero, al mismo tiempo, era consciente que podría tratarse de una espera inútil. Ella parecía que no iba a venir ese día. Unos minutos más allá de la hora de cierre la campanilla sonó.

Tenía que ser ella. Esperaba ver entrar por la puerta su figura juvenil y excitante. Tenía que ser ella, pero no lo era. En su lugar entró una mujer madura, de alrededor de cincuenta años, de pelo y ojos castaños, con cierto aspecto juvenil a pesar de su evidente edad. Mi frustración fue enorme, tanto que tuve que sentarme para evitar desvanecerme. Qué me importaba lo que quisiera aquella mujer, aquella impostora. Nada, tanto que tuvo que repetirme varias veces que venía a recoger un zapato para que yo le prestara atención. Me alargó un recibo de recogida que yo miré con desgana. Era el del zapato rojo.

No puede ser, este zapato no es suyo. Claro que lo es. No es verdad, recuerdo perfectamente a la mujer que lo trajo, era muy joven… Era mi hija y el zapato es, mío. Quedé completamente descolocado, aquella no era la mujer que yo había imaginado, no era la mujer de mis sueños. No era la mujer con la que yo había fantaseado. Fui a por el zapato con lentitud, sin saber bien que actitud tomar. Con ese desconcierto le entregue el zapato rojo. Ella lo revisó bien y pidió probárselo antes de pagar. Se sentó en el banco que tengo allí para ese uso y cuando se descalzó del que llevaba fue como si un clic sonará en mi interior que me despertó del letargo. ¿Me deja que la ayude? Por supuesto. Me arrodillé ante ella, cogí su pie entre mis manos, levemente, casi imperceptiblemente acaricié su talón, introduje sus dedos en el zapato y entonces me sentí como el príncipe de Cenicienta. Cualquier otra persona se borró de mí para que todo quedara señoreado por aquella mujer madura que nunca hubiera imaginado. Solo entonces lo comprendí, de quien verdaderamente yo estaba enamorado era de aquel zapato rojo de tacón de aguja.

Desde abajo, sin pensarla, me surgió una pregunta. ¿Está usted casada? Soy divorciada. El rostro se me iluminó.  Prefiero dejarles a ustedes que imaginen lo que siguió.




domingo, 2 de octubre de 2022

PODER DE RUINA



Cuando uno no puede mover ningún miembro, aunque mantenga medianamente lúcida la cabeza debe tomar una decisión, la de hacer posible que otra persona firme en tu lugar. Parece una tontería que no puedas hacer algo tan básico como una firma, pero ese acto tiene un sobrenombre, el de poder de ruina, se llama así porque concede un permiso casi ilimitado para realizar gestiones administrativas y actividades económicas en el nombre de la otra persona y podría causar la ruina de ella, bien por negligencia o bien por mala fe. Pero el concepto ruina siendo importante en lo económico va mucho más allá. ¿Es uno ya una ruina? Quizás lo sea en muchos aspectos, aunque a uno le gustaría creer que algo se resiste a ello dentro de ti.

Ruina. La más evidente, ese cuerpo decaído que ya es incapaz de movimiento alguno, esa acelerada marcha hacia la parálisis total. Despertaras cada día sin saber qué has perdido durante la noche. Te acostaras cada día sin saber que has ido perdiendo durante el día. Ese progresivo desmoronamiento que tu cuerpo va ejecutando en cada minuto, que no sabes si es lento o rápido, que sólo eres capaz de percibir a cierta distancia.

Ruina. Las cosas más simples no están a mi alcance, eso en una casa que se adaptó para mi comodidad. Algo que se encuentre a unos simples milímetros se encuentra, en realidad, a miles de kilómetros. La absoluta inmovilidad hace que esto no pueda ser de otra manera, puede provocar rabia, pero también puede obligar a generar paciencia, puede llevar a la tristeza, aunque también a la calma, puede producir tensión, aunque también, por qué no, facilitar la relajación. Hay alguna cosa, sí, que se me ha facilitado. Gracias a mi hijo menor puedo utilizar el ordenador con la mirada y en esa utilización he de incluir la posibilidad de poder escribir. La vida, con ello, me ha cambiado mucho, puedo, de alguna manera, asomarme al mundo. Gracias a él, a pesar de mis enormes dificultades, soy otro.

Ruina. La cabeza que sí que sí se va salvando. La cabeza que no te va salvando. Todo eso que leíste y que es sólo papel en tu casa. Todo eso que viviste y que hoy has perdido sus detalles, apenas te quedan algunas anécdotas que te vinculan a aquello que te dio entidad durante la vida. Todo aquello que aprendiste y que hoy es prácticamente nada, quiere uno creer que es verdad eso que la sabiduría es lo que permanece cuando uno ha olvidado todo lo que aprendió en la escuela. ¿Puede uno tener sabiduría en la ruina?

Ruina. Mi vida anterior era la social, aquella en la que estaba implicado en un trabajo o comprometido en alguna movilización social, o, al menos, podía relacionarme con los viejos amigos y amigas o con aquellas amistades no tan antiguas, incluso con personas desconocidas para mí. Había tiempo, había ocasiones, hoy aquí estoy, encerrado en casa. El tiempo ya no depende de mí, ha quedado reducido casi a la nada, es difícil encontrarme fuera de estas cuatro paredes. Si el tiempo no está en mis manos tampoco lo están las ocasiones, los momentos ya no los elijo yo ni puedo hacerlo, solamente los entorpezco.

Ruina. Hasta hace poco me desahogaba escribiendo un blog, “mensaje en una botella”, hoy en día la cosa es mucho más difícil. A pesar de poder seguir escribiendo ahora todo es mucho más complicado, las palabras huyen, se esconden en algún lugar al que yo no consigo llegar; las ideas no aparecen; la cabeza se va secando y sus hojas empiezan a caer, el otoño de mi vida parece acompañar a la estación que veo tras la ventana, el invierno se acerca, ya parece próximo, las ramas del blog estarán desnudas y detrás dudo mucho que haya primavera.

Uno de mis hijos, hace ya muchos años, al llegar yo a casa, dijo: “ya está aquí el alma de la casa”, y me gustaría pensar que, a pesar de todo, podría seguir siendo así, y eso depende de mí, de mi alegría dentro de ese desmoronamiento, de mi sentido del humor, aunque tenga algo de negro, de mi demostración del amor y de mi eterna petición de perdón tras mis muchos errores. Una posibilidad que siempre nos queda, sean cuales sean nuestras circunstancias, es la de mejorar como personas, nos caeremos y habrá que levantarse, una y otra vez. Nuestro techo y nuestras paredes continúan viniéndose abajo, prácticamente no queda nada de lo que fuimos salvo la esencia que habrá que defender como se pueda. Que cuando alguien penetre entre nuestras ruinas siempre pueda descubrir una sonrisa.