Cualquier punto de apoyo es una apuesta en firme
para la caída.
Intento
levantarme. Resbalo. Caigo al suelo. Una vez más. De nuevo ha habido suerte, no
me he hecho nada, solo un golpe y castigada de nuevo la confianza en mí mismo. Tumbado
en el suelo soy incapaz de incorporarme, mis brazos y mis piernas son un objeto
inútil. Al lado de la cama, encajonado entre la mesita de noche, el armario y
la silla de ruedas, pienso. Tranquilo. ¿Cómo poder levantarme sin desencadenar
la alarma? Siento. Estoy tan cansado.
En estos
momentos, en la radio, la enésima víctima en Gaza. Pura estadística. Un nuevo
cuerpo destrozado. ¿Quién lo cogerá en sus brazos? ¿Alguien lo cubrirá? No oigo
nada de Siria. ¿Qué ocurrió con ellos? ¿Desapareció del mapa? ¿Acabó todo?
¿Pasó de moda? No se puede acumular tanta desgracia, no es soportable, no es
vendible.
Mi cuerpo,
moderadamente roto, busca el móvil encima de la mesita para poder llamar a mi
hijo. Es tan humillante la escena. Caído, la orina se me escapa formando un
charco a mi alrededor. El poder del padre se desvanece. ¿Es esta la imagen que
se espera de mí? Pienso en el cuerpo destrozado de ese niño en Gaza. ¿De qué he
de sentir lástima en mí? ¿Tengo derecho a ella?
En el
periódico de hoy viene la foto de un descerebrado exhibiendo cinco cabezas cortadas al enemigo. Presiento que llevará a ese enemigo, toda su vida, dentro
de él allá donde vaya. La epidemia del ébola se extiende y se sigue cobrando vidas,
otro descerebrado francés, que también arrastrará toda su vida al enemigo bromea sobre el servicio que esta epidemia puede prestar a nuestra sociedad.
Llamo a mi
hijo que se encuentra durmiendo y que espero tenga su teléfono encendido.
Afortunadamente así es y en pocos minutos se encuentra conmigo. Le pido que
cierre la puerta. No es estampa agradable ver al padre caído y mojado en orina.
El hombre que va desapareciendo en mí va apareciendo en él y, por tanto, es
capaz de levantarme del suelo y depositarme en la cama. No puedo quedarme
mojado y sucio como estoy. A partir de aquí le voy dando instrucciones,
recuerdo los pasos que sigue mi mujer, no es la primera vez que me pasa algo
así.
Una nueva muerta por violencia de género en nuestro país, hoy degollada, ayer se le
levantó la tapa de los sesos. Se supone que ese espécimen criminal es de mi
especie y de mi género, se supone que no tiene nada que ver conmigo y a pesar
de eso me siento avergonzado.
Me gira para
poder poner una toalla sobre la cama y bajo mí. Me despoja de los pantalones
del pijama. Coge una palangana y la llena de agua caliente y jabón. Con una
esponja me va limpiando el sexo y los muslos. Lo observo. Me pregunto qué se le
estará pasando por la cabeza. Los papeles han sido cambiados demasiado pronto
pero él desempeña el suyo con naturalidad, con una sorprendente naturalidad.
Siento deseos de llorar, no sé si de tristeza o alegría, si de lamento por el
estado en que me veo o de reconocimiento por la suerte que tengo dentro de él.
EE UU lanza unataque contra posiciones yihadistas en Irak. Jordi Pujol hace acto de contrición porque tiene demasiado dinero y no sabe qué hacer con él. Estela
tiene 27 años y sufre un grado reconocido de dependencia del 85% debido a una
parálisis cerebral de nacimiento. Los recortes en dependencia afectan a su día a día.
Limpio ya
procede a secarme. Me pone la ropa interior y unos pantalones cortos. Le
explico como se hace sin necesidad de incorporarme. Girándome hacia un lado y
hacia otro me viste y retira la toalla que hay bajo mí. Listo para iniciar el
día. ¿Ha ocurrido algo?
No sé qué
pensar, no sé qué sentir. Todo se agita en mi interior como en una coctelera. A
qué tengo derecho y a qué no. Cuál será el resultado de toda esa mezcla. ¿Qué
será de mí? ¿Qué será de ellos? ¿Qué haré de ellos? Cuál será el producto de
estas lágrimas.
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