La baba le caía por la comisura
de los labios, ya nada podía impedirlo, se había dado por vencido y parecía
despreocuparse del efecto que esta causase en los que le rodeaban. Siglos atrás
e incluso mucho tiempo después no tan lejano personas como él habían
permanecido encerradas en sus casas ocultas a los demás si no se las había
dejado morir. Eran la expresión de la fragilidad humana y ser conscientes de
esta fragilidad nunca había sido bien aceptado. La burla, el desprecio, la
persecución, el apedreamiento hubieran sido la casi segura consecuencia de ser
mostradas en público. Se trataba de evitarles esto y, al mismo tiempo, de
evitarse la vergüenza que un familiar así suponía. La deformidad, una
incapacidad para el movimiento, la discapacidad psíquica, la imposibilidad para
llevar a cabo las tareas más básicas, el establecimiento de una mínima
diferencia era razón más que suficiente para establecer la frontera entre ellos
y nosotros. Se trataba de encerrarles en una categoría con sentido despectivo y
condenatorio: los otros.
Esos otros siempre han servido
para sentirnos más grandes, tanto que el mero hecho de su existencia podía
justificar nuestra mediocridad. Incluso ahora, cuando la palabra integración se
ha hecho de uso normal no dejan de ser utilizados para sentirnos bien. Siguen
siendo otros y es nuestra generosidad la que les permite compartir con
nosotros, los normales, su anormalidad. Los otros, etiqueta ideal y extensible
a todo aquel que parece amenazar nuestra cultura, nuestra religión, nuestros
hábitos, nuestro estilo de vida, nuestro refugio, todo aquello que creemos
alcanzado y nuestro y que parece protegernos, a todos aquellos que parecen
poner en riesgo la capacidad para ser nosotros.
Hasta hace muy poco e incluso no
podría asegurar que ahora mismo no es así, me era incómodo contemplar como una
persona adulta necesitaba ser ayudada en la comida, como le acercaban la
cuchara a la boca y esta la abría y con frecuencia le quedaban restos de esa
comida por los labios que le eran limpiados cuidadosamente con la servilleta, cómo
se le troceaba el filete y le pinchaban uno a uno cada uno de esos trozos, cómo
le daban de beber acercándole el vaso a la boca y esta bebía deseosa al mismo
tiempo que el líquido se derramaba por los extremos de esa boca. Me era
incómodo verla si bien hacía el esfuerzo para que esta incomodidad no se me
notara. Me era incómodo oírla cuando me sentía incapaz para comprender buena
parte de lo que me decía. Parece mentira cómo algo así puede poner en juego la
comodidad en la que pretendes encontrarte. El otro te amenaza no con su acción
sino con su mera existencia. El otro ya no es el ser alejado de ti que reafirma
tu diferencia, sino que esta ahí, a tu alcance y tú al suyo, que te interroga
con su simple mirada, es el espejo en el que puedes ver tu pasado, tu presente
y tu futuro.
Ve que quedan restos en mi plato
que ya no puedo coger, sin decir nada, me coge la cuchara, recoge los rebeldes
restos y los acerca a mi boca. Ahora el otro soy yo.
Foto de Carlos Díaz-Pinto Navarro de Raw Colectivo Fotográfico.
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