Todo empezó la
mañana en la que desperté con la mitad derecha del cuerpo dormida, como si
alguien hubiera trazado una división exacta de mi tronco en dos partes, una
línea a partir de la cual todo tacto cayera al vacío, a la nada, como si esa
parte de mi cuerpo hubiera desaparecido. La pierna derecha convertida en una
rémora para el movimiento, durante la noche te han sustituido tu miembro por
otro que no percibes como tuyo. Una mala prótesis que no responde
convenientemente a tus demandas. Fue el inicio de una cadena de visitas a
médicos y de pruebas, no era totalmente consciente entonces de que me estaba
asomando a un precipicio. Un mundo de campos magnéticos y descargas eléctricas,
de espera y tensión, de incertidumbre, de miedo. De informes y diagnósticos.
Ansiedad. De aprendizaje de nueva terminología que te acompañará toda la vida.
Probable enfermedad desmielinizante. Esclerosis múltiple. El precipicio. Dos
palabras que suponen un futuro resquebrajado, hecho trizas, como el yo que de
ti vislumbras en él. El inicio de tu particular vía crucis.
El día del
diagnóstico, de vuelta a casa, percibí que una luz crepuscular se había
instalado en ella, o era en mi vida, o era en mí. Sumergido en un mar de preocupaciones
la realidad que me circundaba me parecía distante, ajena. No prestaba atención
a lo que me decían, mi mente se encontraba a una inmensa distancia, era otra
persona, que solo me tocaba superficialmente, la que se ocupaba de responder
mientras yo permanecía enfrascado en el reducido ámbito de esas dos palabras. ¿De
qué manera perciben los niños aquello que le queremos ocultar? Hacía días que
en casa se vivía un ambiente raro, parecía mascarse una tragedia, una tragedia
a la que nadie se refería pero que estaba en las miradas, en los silencios y en
la forzada naturalidad a la que todos nos sometíamos. ¿De qué manera captan el
no se qué del cual no queremos que se enteren? No ponen nombre al objeto del
miedo pero captan el miedo, no pueden asomarse al abismo pero intuyen que se
encuentra detrás de tu mirada. Cuando la puerta se abrió y vi reflejada en sus
ojos la ansiedad me pareció comprender que allí se encontraba el crepúsculo,
que yo lo traía conmigo y se me había anticipado unos pasos en llegar. Que no
era mi hogar, que me adentraba en un túnel del que no podía ni tan siquiera
imaginar que tuviese salida y que esas habitaciones y esos muebles que parecían
los míos solo eran el decorado de una ficción, que esas personas que ayer
componían mi familia eran figurantes, que mi realidad me había sido arrebatada.
Los silencios.
Mutismo en torno a una mesa, la cabeza gacha, el sonido de los cubiertos
subrayando el silencio. ¿Adonde fueron las palabras, las bromas, las risas?
¿Por qué andan escondiéndose las personas? ¿Dónde está el origen? ¿Quién el
culpable? Uno no se da cuenta de ese silencio hasta que sale de él. Hasta que
empieza a salir al menos. No percibe la ciénaga aunque los demás lo vean
hundiéndose en ella. Así me encontraba yo, un espectro sentado en el sillón que
cada día se iba alejando más a la deriva. Naufrago retirado a una isla perdida
y al que los demás contemplaban con temor. Mis hijos se acercaban a mí con
cautela, como no queriendo romper el misterio en el que me encontraba encerrado.
Me contemplaban con temor y tristeza. Las coordenadas de esa tristeza era mi
propio rostro, eran mis manos apoyadas en los brazos del sillón, era la mirada
extraviada.
El llanto. Ese
animalillo aterrorizado que tiembla ante las sombras que le acechan. Ese niño
asustado sollozando que solo busca unos brazos que le abracen y un pecho que le
consuele. Esa necesidad de que las lágrimas arrastren el miedo cerval, de que
fluyan sin parar.
Adentrarme en el
túnel, asomarme a los precipicios, me supuso días y días, años. Años
ensimismado en el dolor, soltando amarras respecto al mundo que me rodeaba.
Años, también, de crispación y conflicto. ¿Por qué los estallidos? ¿Por qué se
desencadenaba la tormenta? Lloraba con facilidad, siempre al borde de la
lágrima; pero también me enfurecía con facilidad. ¿Por qué? Por naderías, por
la simple necesidad de explotar, por la de demostrar la enemistad con la vida.
Un gesto nimio de mis hijos, una corrección de mi mujer a un desplante mío, mi
enésimo episodio de torpeza, la botella que se me caía, el botón que no
conseguía abrocharme, podían desatar la hecatombe, en forma de gritos o en
forma de silencio agresivo, recriminatorio. Es muy difícil soportar pena y
pecado, y era eso lo que yo pretendía generar y lo que me adentraba más en la
oscuridad del túnel cargado de toneladas de culpa.
Me sentía
perdido en arenas movedizas en las que mis movimientos bruscos, desesperados,
no hacían sino introducirme más en ellas. Angustia, zozobra, a la espera del
cabo que me ayudara a salir de allí y que no estaba dispuesto a solicitar. Pero
el cabo llegó.
Quizás una de
las claves para sortear los precipicios es darse cuenta de que uno no cae solo,
precipita con él al abismo a las personas a las que está vinculado. Tener un
momento de lucidez y escuchar y saber leer los silencios, ver los rostros y
penetrar en ellos, dejar de ser yo, yo, yo, por un instante y ponerse en lugar
de ellos, y verse a sí mismo desde allí, lo que queda de ti, lo que estás
haciendo de ti, los restos del naufragio. Fue de alguna manera esto a lo que me
abocó ella. Me había negado a cenar en un acto de dignidad estúpida, de orgullo
equivocado y había permanecido allí, con ellos, con mi insultante silencio y
restregándoles mi mirada perdida. No recuerdo ni tan siquiera cual fue el
motivo para esa actitud, solo recuerdo la tensión que mascábamos todos y el
momento en el que ella se negó a seguir comiendo si yo no lo hacía y como ese
acto lógico fue para mí como si retiraran la espoleta que hizo estallar la
bomba.
«¿Quieres
que cene?».
Y la miré desafiante a los ojos. Cogí su plato y vertí en el mío los restos que
le quedaban. «¿Te parece suficiente o quieres que coma más?». Encolerizado hice
lo mismo con el plato de uno de mis hijos. «¿Así?». Volví a repetir la acción
con el plato del otro. Mi plato se encontraba a rebosar y los tres me miraban
en silencio, en un silencio que yo era incapaz de oír atronado como estaba por
mi acceso de ira. «¿Te sigue pareciendo poco?» Me levanté dando trompicones y
cogí la fuente que quedaba en la encimera de la cocina y vertí los restos que
quedaban en ella en mi plato derramando gran parte sobre la mesa. Me senté y
comencé a comer con furia. En silencio, mi mujer se levantó y se fue. Mis hijos
dudaron qué hacer por unos minutos para después, sin hacer ruido, ir recogiendo
poco a poco la mesa en la que me iba quedando yo solo atiborrándome de comida
sin masticar. Fue cuando me quedé definitivamente solo cuando paré y me eché a
llorar. Y allí estuve, no sé cuanto tiempo pasó pero se me hizo una eternidad.
El tiempo se hace interminable cuando te encuentras perdido y no sabes el
camino. Las lágrimas se arrastraban por mi rostro, moqueaba, me levanté y fui a
buscar a mi familia. Mis hijos se encontraban tumbados en sus camas, el mayor
lloraba. Mi mujer, con la luz apagada del dormitorio, lloraba también en
silencio. Encendí la luz del pasillo y me senté a su lado. «Lo siento» Y los
dos nos encontramos allí hipando en la noche, animando al otro a sollozar con
el sollozo propio, en la noche externa, en la terrible oscuridad interior. Me
encontraba inmóvil a su lado, ella tendida en la cama, cuando sentí su mano
buscando la mía. Y se lanzó a abrirme los ojos.
«No puedo
más. No eres el único que sufres, los demás sufren contigo. Sufres y hacer
sufrir, y no tienes derecho. ¿No es suficiente con lo que tienes encima como
para cargarte con este dolor suplementario? ¿No te das cuenta del daño que te
haces y del que nos haces a nosotros, del que me haces a mí, del que les haces
a ellos? No basta con que lo sientas tienes que poner de tu parte para salir de
esta situación. Pide ayuda. Si no lo haces por ti, hazlo por ellos. No puedes
seguir rumiando constantemente el dolor, alimentando tu rabia. Tienes que sacar
de ti tanta amargura, sácala, comparte tu sufrimiento, estamos aquí para
ayudarte, pero no hagas sufrir a los demás. No basta con que lo sientas.»
Fueron sus
palabras y fue su mano sobre la mía, es difícil transmitir el sentido que les
aporta ese gesto, sería difícil decidir cual de las dos cosas tuvieron para mí
más significado si el que me aportó su verbo o el que me aportó su tacto. Puede
parecer un disparate pero a veces creo que todo ese sufrimiento puede ser
bienvenido si desemboca en esa sensación. Es complicada de describir si no se
ha vivido, diría que es fundamentalmente sanadora. Con esa vivencia no me
parece una locura que toda la historia esté repleta de curaciones por la
imposición de manos. ¿Puede seguir siendo todo igual después de aquello? ¿Qué
puede buscar el niño asustado o el que se ha lastimado sino el abrazo de su
madre, sus manos? ¿Qué puede necesitar todo ser humano perdido o herido sino
una mano que le diga, no estás solo, yo te perdono? ¿Qué puede curar más que el
perdón?
¿Y qué
vinieron a decir sus palabras sino “confía en el poder sanador de la palabra”?
Confía. Palabra. Pide ayuda. Fue como el despertar resacoso de una pesadilla,
como salir a la vida manteniendo aún los estragos de la muerte, como el
despertar aterrorizado después de verte cayendo por la inmensidad del
precipicio, como el niño que ha de lanzarse a andar sin haberlo aprendido
todavía sin vacilaciones.
Todo eso
hice, pedí ayuda, acepté que la necesitaba, confíe en las puertas que me
abrían, en las manos que se me ofrecían, y, sobre todo, en el poder sanador de
la palabra. Me propuse exorcizarme, expulsar por mi boca los demonios que
llevaba dentro, tus fantasmas se diluyen cuando los ves fuera de ti, lucifer en
un simple espantapájaros. Palabra hablada, palabra escrita. Cuando todo parece
que va a acabar, aún te queda la palabra. El placer de la palabra, cuando tus
sentidos parecen que se apagan, la palabra te acaricia, te besa, la paladeas,
la hueles, te pone en pie, te hace andar.
Escribir,
esa fue mi principal terapia. Los días se estiraban para dejarme hacerlo, puse
en grafemas mis tormentos y estos se fueron suavizando. Y detrás de esos
tormentos, detrás de esos diablos, aparecí yo, allí estaba, maltrecho,
dolorido, con el reto de crecer de nuevo, de iniciar nuevos caminos, de
descubrir nuevas sensaciones, de reencontrarme a mi mismo y hacer las paces
conmigo. A eso dedicaba la mayor parte de mi tiempo, mientas ellos estaban en
el colegio y mi mujer en su trabajo, yo me sentaba delante del ordenador e
intentaba sacar de mí esas tinieblas para encontrar la luz en ellas. La palabra
no siempre sale fluida, unas veces es una dicha que se va viendo crecer en la
pantalla, pero otras se trata de un doloroso parto del que, al final, acaba
todo tu cuerpo resentido. Unas veces descubres al azar una palabra talismán que
te abre varios mundos en los que felizmente te zambulles, otras por mucho que
escarbas en tu memoria esa palabra permanece escondida y solo el tiempo y la
paciencia permite que salga a flote.
Comunicar
no es solo hablar, es también escuchar, permitir que el otro hable, alentar su
comunicación mediante la tuya. Es recuperar los sonidos en tu casa, una simple
conversación sobre cosas sin importancia, el sonido de la música, unas risas.
Tan distinta puede ser la escena. Mis hijos riendo, bromeando conmigo. ¿Soy yo
el objeto de sus bromas, aquel a quién temían? Hay pocas cosas tan dichosas
como el sonido de unas risas en tu casa. Un hormigueo gozoso me recorre por dentro.
Se acercan a mí, me tocan. Este proceso no es rápido, quizás mis primeros
intentos de comunicación suenan a balbuceos algo forzados para luego, con el
paso de los días, irme soltando y darle pie a ellos para hacer lo mismo. Mis
primeros intentos de acercamiento resultan torpes, temeroso de desencadenar en
ellos una reacción no deseada. Ellos me observan con actitud desconfiada,
asustadiza. Las cicatrices no se resuelven de un día para otro, las primeras
aproximaciones parecen de prueba, esperando a ver cual es mi respuesta, solo
este diálogo corporal sostenido y confiado permite que los contactos se vayan
haciendo frecuentes y más intensos.
Era
consciente de que las principales iniciativas me correspondían a mí, no lo hice
por obligación, respondía a una necesidad que de verdad sentía. «Familia,
¿sabéis una cosa?» Les dije mientras nos encontrábamos reunidos en torno a la
mesa del comedor. Me miraron con expectación. «Os quiero mucho y gracias por
aguantarme.» Aquello se convirtió para mí en casi una rutina. Cuando los veía
ante mí en una conversación distendida, riendo, sentía la necesidad de aquello.
«Familia, sabéis una cosa?...» Bastaba con esas palabras para que se echaran a
reír y completaran a coro mis palabras. Aquello era para mí un deleite.
Hace un
rato, mientras escribía este texto, mi hijo pequeño se ha acercado a mí y se ha
puesto a mi espalda mirando lo que hacía por encima de mi hombro izquierdo. No
me ha dicho y yo no le he dicho nada. Unos minutos después se ha abrazado a mi
cuello por detrás y ha apoyado su cabeza sobre la mía. He cogido sus manos y se
las he besado, él me ha besado la mejilla. He tenido que detener la escritura
por unos momentos tanta era mi conmoción. Al rato se ha tirado al suelo con un
libro, y ahí está, leyendo tranquilamente a mi vera mientras yo escribo,
llevando a cabo mi terapia particular. Si esta no es la auténtica imagen de la
felicidad no reconozco ninguna otra. Imagino que él y yo nos encontramos
sentados al borde del precipicio pero ya no lo veo como tal, contemplamos los
dos el hermoso paisaje que se ve desde allí y que antes no había descubierto.
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