Acepto la acusación. Se me rompió el cristal entre las
manos mucho antes de darme cuenta de lo que tenía entre ellas.
No sé bien como empezó todo. Mejor dicho, sí lo sé. Fue un
mero encuentro de miradas henchidas de soledad lo que nos fue aproximando.
Primero fueron miradas furtivas, los ojos temerosos de ser descubiertos;
después, poco a poco, a través de encuentros fugaces en los que los ojos fueron
descargando, mirada a mirada, todo un equipaje de sentimientos confusos, pero
cargados de deseo y soledad, las miradas se fueron reposando y manteniéndose,
reconociéndose y disfrutándose. Sin palabras, fueron examinando el deseo y la
soledad que se escondía tras esas cuencas. Las miradas detuvieron el tiempo y
lo poseyeron y se dijeron todo mucho antes de haber pronunciado un solo
vocablo; y desnudaron el cuerpo mucho antes de haberse quitado una sola prenda.
Habíamos iniciado el camino de la seducción a fuerza de una sinceridad sin la
retórica de las palabras que fácilmente enmascara los sentimientos verdaderos.
El final de ese camino no podía ser otro que ella abriera
sus pétalos para que yo libara su néctar. Fabricamos una miel dulce en un
principio pero que se fue tornando poco a poco amarga. Sé ahora que no
sobrevolé sus estambres como una pequeña y aplicada abeja sino que me hundí en
ellos como un jabalí sediento. Pensaba que lo conocía todo de ella sin haber
intercambiado palabras y apenas me conocía a mi mismo. Sólo entonces empezaron
a salir recovecos de nuestras personas que los dos desconocíamos y de los que,
igualmente, ignorábamos la reacción química que producirían.
A través de esa muda coreografía se fueron colando
confidencias, pequeñas primero, grandes después, que nos fueron acercando
todavía más. Entre esos secretos nunca llegó ella a verbalizar el mayor de sus
misterios: su enorme fragilidad. Hoy sé que no era necesario que me lo dijera,
ese secreto era transparente en cada uno de sus gestos, lo gritaba a voces cada
vez que depositaba el negro de sus pupilas en mí. He de decir que asumirlo no
me supuso ninguna sorpresa, únicamente, entonces, yo me negaba a certificar
oficialmente su existencia, absurdamente protegido por la mentira que yo me
había construido para sobrevivir.
En todo el tiempo que estuve con ella, el guerrero
derrotado que hay en mí acudía allí con el fracaso como único bagaje, unas
veces pintado de resentimiento y cólera, otras de llanto y tristeza. Pero
siempre me esperaba con esa sonrisa que para mí no podía esconderse, era una
linterna que sentía dentro y que me llevaba hasta ella en medio de las
tinieblas que me rodeaban. Acariciaba mi cabeza con ternura mientras yo mojaba
sus senos como un chiquillo. Me alentaba en medio de la adversidad y yo sentía
que creía en mí. Ella creía en mí, a pesar de esta mediocridad que me acompaña,
a pesar de este aislamiento al que estoy condenado, ella creía en mí. Besaba
mis párpados, lamía mis lágrimas, mordía mi oreja y, frecuentemente, acabábamos
revolcándonos sobre el suelo, ella bailando sus besos con delicadeza, yo
hozando en ella como un furioso animal al que el celo hubiera despertado de
pronto.
Ella me recuperaba del destierro y me lanzaba de nuevo al
mundo a seguir soñando que cada uno de mis fracasos iba a ser el último. Yo me
sentía renacer y cada uno de los alientos que me insuflaba iba mermando su
capacidad de vivir. Lentamente, casi imperceptiblemente, ella se hundía
mientras a mí me sacaba a flote.
No entendí su
primer llanto. Pensaba que no había ocurrido nada para motivarlo. Ese era el
motivo: que no había ocurrido nada. Ni una palabra mía que le adornara la vida,
ni un gesto mío que soplara entre sus doloridas costuras para vestir su soledad
de una mínima compañía. Para entonces seguramente ya estaba con nosotros, sin
yo saberlo, el habitante que me la arrancó. Llegué a ella roto una vez más y me
dispuse a recomponer con rabia las trizas de mí que arrastraba esa mañana,
buscando a dentelladas un placer que me estaba siendo negado, deshojando cada
pétalo con una mezcla de pasión y saña. Con cada pétalo caído el filo de mi
puñal era mayor, mi ansiedad la iba resquebrajando sin yo sentirlo. Le pregunté
porqué lloraba. “Por nada, sólo que hoy estoy un poco tonta. No te preocupes”.
Y no me preocupé y esa hoja que a mí pertenecía empezó a vestirla de sangre. No
brotaba para yo verla pero la estaba cubriendo entera. No eran mis palabras las
que hendían su daga en ella, eran mis repetidos silencios los que la cubrían
con ese manto carmesí. Mis brazos atrapaban su vida mientras los suyos acogían
la mía.
Desde ese día las lágrimas no cesaron de fluir, al
principio siempre silenciosamente, en una suave cadencia que para mi hermoseaba
aún más su rostro; con el paso de los días empezó a romper en sollozos que yo
no sabía taponar y el mundo empezó a abrirse bajo mis pies. Me di cuenta de sus
caricias en el momento en el que sus manos cansadas empezaron a dibujarlas en
el aire sin llegar a mí. Me di cuenta de sus besos cuando estos empezaron a
transformarse en suspiros. Que difícil es recuperar el tiempo perdido cuando
éste va a nuestro alcance. Se apodera de nosotros y nos derriba. Nos deja
aturdidos y cuando queremos volver la vista atrás la vida nos ha sobrepasado
con una sonrisa burlona en el rostro.
Entonces me di cuenta de que ese cuerpo que me acogía y me
hacía renacer estaba hecho añicos y que yo había colaborado a ello. Fue casi un
momento fugaz. La muerte cuando viene decidida a por nosotros devora el reloj a
dentelladas, cabalga al galope sobre sus agujas y te arrebata todas tus
oportunidades. Al menos siento que fue así. Que llegué tarde. Llegué tarde
cuando luchaba contra ese reloj al lado de su cama. Cuando metía mis dedos en
su boca para extraerle las flemas que pugnaban por llevársela. Cuándo derramaba
palabras bonitas en su oído sabiendo que ya ella no podría responderme. Cuando
acariciaba y besaba su desnuda cabeza como el mayor de mis tesoros. Cuando ya
no era capaz de recomponer su puzzle desmadejado y todos mis esfuerzos eran
vanos. Cuando ya era tarde y yo me quedé aquí, varado en este arrecife de
nostalgias, encallado en el mar insondable de la vida.
¿Por qué toda esta confesión? Sólo intento exorcizar mis
demonios, reparar con palabras un vacío que no sé como llenar. Recoger cada uno
de los diminutos trozos en los que ha estallado mi existencia, de este torpe
guiñapo de cristal templado que jugaba a que la vida pasara sin dañarle y hoy
baña de húmedos cristales el enorme espacio de su ausencia. En cada uno de
ellos veo reflejada una figura grotesca de mí tal cual si fueran espejos del
callejón de gato. Quiero creer que su recomposición me devolverá la imagen de
aquel yo en el que ella creía sin fisuras.
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