Más aeropuertos que nadie, eso sí, sin aviones; más kilómetros de alta velocidad que nadie, más autopistas de peaje, más viviendas, más, más, más. El milagro económico español, la séptima potencia económica del mundo. La burbuja que explotó no era solamente una burbuja inmobiliaria, ni una burbuja económica, era también y quizá, fundamentalmente, una burbuja vital en la que casi todos, con nuestras aspiraciones, creencias y deseos, estábamos inmersos. Nos creímos ricos, nuevos ricos. Instalados ya en el mundo del crecimiento permanente, del progreso sin fin, del derecho a la ostentación, y perdimos el juicio todos, empezando por nuestros gobernantes, el fausto con réditos políticos, la vanagloria como arma electoral, el boato y la suntuosidad se hicieron comportamientos disculpables, pecados menores deseados por todos y de la envidia pasamos al rencor. Nos volvimos petulantes, jactanciosos, afectados, exhibicionistas, y olvidamos nuestro pasado y nuestras raíces. La pompa que exhibíamos se convirtió en burbuja y con ella nos elevamos al cielo de los elegidos que pueden mirar desde arriba a los demás, la nueva raza aria destinada a dominar el mundo, la burbuja que nos aislaba de otras realidades, la burbuja que nos protegía de toda amenaza. Seguros, todo riesgo era execrable. Poderosos, capaces de poseer todo lo deseado. Y la burbuja explotó y el rey estaba desnudo y no nos gustaba lo que veíamos, el imperio que se nos desmoronaba era ficticio. Era necesario buscar culpables, chivos expiatorios en los que vengar nuestra rabia, delirios que taparan nuestras vergüenzas. Nos habíamos construido una burbuja en la que vivir, una cómoda burbuja en la que aislarnos de todo aquello que nos pudiera afectar, una burbuja refractaria a todo argumento que nos cuestionara, en la que también alcanzar, cada uno en la medida de nuestras posibilidades, o en la sin medida, más, más, más.
Pero la burbuja explotó, tenía que explotar, cuanto más grande y lujosa fuera más cerca se encontraba de su fin. Y la realidad desnuda estaba ahí, la que no queríamos ver, la que seguimos sin querer ver, pero una realidad que no se puede obviar. El domingo tuve una inmersión corta pero profunda en esa realidad cruda, dura, de la que parece fácil escapar una vez que sales de allí. Ellos se lo han buscado. Yo no tengo ninguna responsabilidad ante ella. Y ahí parece acabar su mención, porque qué decir cuando la mayor parte de las palabras resultan artificiosas, huecas, cuando solo resultan simulacro, esconden nuestra porción de hipocresía. Qué decir que no te manche más de lo que ya estás, ruido, voz sin más, carente de sentido, carente de corazón. Qué decir si sientes que toda tu vida se haya construida sobre palabrería, que razón exponer sin que suene a mera justificación.
Nos animan al consumo para reactivar la economía, para evitar la recesión, a montarnos de nuevo en la bicicleta y seguir pedaleando, a no parar para evitar que la bicicleta caiga, a no detenernos. Esa es la solución. ¿O ese es el problema?. ¿Qué tipo de persona somos dentro de la burbuja? ¿Qué valores nos dejamos en el camino? ¿Qué víctimas? ¿Qué precio pagamos para esa ficción de poder y gloria? Toda burbuja será en el fondo una pompa de jabón que terminará explotando, pedalearemos hasta estrellarnos contra el muro, hasta destrozar la máquina que nos llevó hasta allí y destrozarnos nosotros con ella. De victoria en victoria hasta la derrota final. De ficción en ficción hasta hundirnos en la única sustantividad, la verdad cenagosa que estábamos construyendo.
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