Con la edad cada vez soy más consciente del célebre “solo sé que no sé nada” de Socrates, incluso me atrevería a enunciarlo de otro modo, “sólo sé que estoy equivocado”. Las distintas etapas de mi vida me han supuesto un viaje gradual, nunca traumático, por mi manera de pensar. De la misma manera que hoy no soy el mismo que cuando tenía veinte años, que mis circunstancias no son las mismas, no es exactamente la misma mi manera de pensar. Ese ha sido un proceso de la certeza a la duda, de las respuestas a los interrogantes. La verdad no cambia conmigo, la verdad, si existe tal cual, está ahí, el que cambia soy yo; y en ese cambio solo puedo llegar a una conclusión, en mis posiciones pasadas estaba equivocado o al menos contenían errores y la conclusión no puede ser otra que en la actualidad me ocurre igual. No creo que sea un espécimen raro, también estoy convencido que este trayecto lo es por diferentes etapas de la vida que en esencia son similares en todo ser humano, la disparidad estriba en si ese resto alcanza las mismas conclusiones que yo. Por esto cada vez me asustan más (o me producen más risa, a veces la propia comicidad da miedo) aquellas personas que presumen de mantener incólumes sus creencias del pasado, que pasean el orgullo de haber pensado toda la vida lo mismo, temo que en realidad no hayan pensado; del mismo modo que me aterrorizan (y me producen hilaridad) aquellas otras que han dado giros radicales en su vida y en todos y cada uno de ellos se han comportado con la misma certidumbre, garantes de una infalibilidad que les acompaña allá donde vayan; exaltado, fanático, intransigente, dogmático, ayer pensando en rojo hoy en azul, ayer en la increencia hoy en el fervor. Tampoco han pensado, solo se han ido dejando llevar por sus intereses y por la turbulencia emocional. Hacia estos perfiles apuntan la mayor parte de nuestros representantes políticos, sindicales o religiosos y los frecuentes adlátere que llevan consigo, siempre con un discurso en el que no existe espacio para la duda ni para el error, con un tono categórico y maximalista, pregonando el maniqueísmo, convirtiendo el insulto a la inteligencia en la manera contagiosa de utilizar la misma, si es que se puede llamar a eso hacer uso de la inteligencia.
Y entre ese pantanoso ejercicio del pensamiento me encuentro yo con mis dudas y mis errores y extrayendo de ellos algunas consecuencias, la primera de ella la humildad. Siempre he manejado el cuento de “Los siete ciegos y el elefante”:
En un pueblo, había siete hombres ciegos que eran amigos, y ocupaban su tiempo en discutir sobre cosas que pasaban en el mundo. Un día, surgió el tema del «elefante» Ninguno había «visto» nunca un elefante, así que pidieron que los llevaran a un elefante para descubrir cómo era. Uno tocó su costado, otro la cola, otro la trompa, otro la oreja, otro la pata, etc. Después se reunieron para discutir lo que habían «visto». Uno dijo: «un elefante es como una pared» (pues había tocado su costado). «No, es como una cuerda», dijo otro. «Estáis los dos equivocados» dijo un tercero, «es como una columna que sostiene un techo». «Es como una serpiente pitón», dijo el cuarto, «es como una manta», dijo el que había tocado la oreja. Y así siguieron y siguieron discutiendo.
La moraleja es clara, cada uno de nosotros solo tiene capacidad para percibir una parte de la realidad y necesitamos distintas perspectivas para poder husmear, al menos, una parte mayor de ella. Lamentablemente la mayor parte de las organizaciones tienden al monolitismo ideológico y dogmático en el que la disensión siempre está mal vista.
La segunda consecuencia es evidente, aprendemos del que nos aporta información diferente a la nuestra o que desconocemos y del que no piensa como nosotros. No para que aceptemos su punto de vista sino porque solo ellos estimulan nuestro pensamiento y pueden hacerlo avanzar. Me aburren extremamente los órganos (personas incluidas que actúan como órganos) de opinión en los que no hay margen para la sorpresa, en los que ya sabes de antemano cual es su parecer y hasta puedes adivinar con meridiana exactitud las palabras que van a utilizar.
Quizás podría parafrasear la celebre frase de Descartes «cogito ergo sum», pienso luego existo, con esta otra “pienso, luego estoy equivocado”. No pretendo convertirme en un abanderado de un relativismo intelectual a ultranza, mantengo convicciones que me resisto a cuestionar, pero son convicciones que tienen que ver, sobre todo, con el terreno ético. Dos de ellas son las anteriormente citadas que tienen que ver con una ética del conocimiento, pero hay otras, unas tienen que ver con la declaración de derechos del hombre y también con la inexistente, pero cada vez más urgente, declaración de deberes, el “no hagas a los demás lo que no desees para ti”, que todo “sábado (toda institución) está hecha para el hombre y no el hombre para el sábado” y otras máximas (la sabiduría no es de hoy) el deber de cada uno de nosotros de que la justicia social se construye compensando los déficits de todo tipo, la certidumbre de que no somos sino un componente más de la Naturaleza, de la Tierra, del Universo, de la Vida (llámenlo Creación si quieren) y nos salvamos Todo o no se salva nadie, menos nosotros.
Certezas del tipo que entre egoísmo y generosidad me quedo con esta última, que entre crueldad y humanidad, la primera te destruye a ti mismo, la otra te enaltece; que la dureza te vuelve piedra y la misericordia te vuelve humano; que entre la envidia y la conformidad solo ésta es la puerta hacia la felicidad; que la violencia aniquila el futuro que pretende construir, que la agresividad nos ciega la razón y nos empobrece como personas; que no es posible construir grandes edificios si no somos capaces de alzar con afecto nuestra casa. No se tratan solo de pautas de comportamiento íntimo como si lo público se viera forzado a regirse por otros criterios, estoy convencido de que son juicios válidos para todo discernimiento, renunciar a ellos es darse por vencido.
Puede ser que también en esto me encuentre equivocado, pero se trata de mi opción. Si estos criterios no son válidos pienso que no merece la pena la vida, si estas convicciones también se tratan de un error prefiero morir en él, ejerciendo hasta el final el sagrado derecho a equivocarme.
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