Esta mañana he tenido uno de esos momentos dulces de la vida, pequeños momentos que son los que justifican a veces una labor aunque sean gratuitos, inmerecidos (o quizás por eso mismo), las pequeñas cosas que unidas frágilmente entre sí aportan la felicidad. En la calle, sentado en mi silla de ruedas, he visto acercarse para saludarme a un joven al que he reconocido enseguida. Fue un alumno mío de esos que ocasionalmente atiendes en labores de apoyo, clases de esas en las que es difícil distinguir bien donde acaba el deseo del tutor de desprenderse de lo que considera una carga para la clase y donde empieza el de que ese tiempo sea provechoso para el alumno; horas, que deseo que cada vez sean más extrañas, en las que tú, como docente, no tienes claro que es mayor si el provecho que el alumno pueda sacar de ese tiempo o la perdida que está sufriendo por no estar en ese momento aprendiendo junto a sus compañeros. Quizás es inevitable porque es humano pero siempre me ha resultado odiosa la manía de catalogar al alumnado y predecir su futuro convencidos de nuestras capacidades videntes que una experiencia de años (y que, sorprendentemente, es heredada por los jóvenes que se van incorporando al cuerpo místico del profesorado) nos ha otorgado. Sin embargo esa experiencia debería decirnos que, a pesar de todo, nos equivocamos, afortunadamente nos equivocamos.
¿Cuántos alumnos hemos dejado por imposibles considerando que no merecía echar en ellos más esfuerzo sin llegar a darnos cuenta que ese era precisamente el problema, que todavía no habíamos echado en ellos el esfuerzo necesario? ¿Cuántas ínfulas de sabiduría hemos derrochado en pronosticar futuros calamitosos simplemente por justificar nuestra desidia o por estúpida venganza? ¿Cuántas veces esos pronósticos se han demostrado equivocados, hemos errado en nuestras apuestas y, sin embargo, esa constatación no ha sacado de nosotros ni un gramo de autocrítica? Deberíamos pedir perdón por ello, por el tiempo no empleado, por el esfuerzo no echado, por las palabras arrogantes, por los calificativos insultantes, por la falta de profesionalidad.
Afortunadamente nos equivocamos, somos falibles, la vida es mucho más que el pequeño espacio que abarcamos, no somos los responsables de extender el salvoconducto hacia el éxito, hacia al felicidad, y, a menudo, ese salvoconducto, es un fiasco. La vida nos corrige y no siempre nos damos cuenta de ello, no comprendemos su grado de censura ni la necesidad de la enmienda. La vida nos supera, siempre nos supera, si no fuera así carecería de sentido, una vida minúscula que no merecería la pena vivirla. Nos supera y nos exige estar siempre ojo avizor, alerta ante sus demandas, ensanchando los espacios en los que nos movemos, creciendo con ellos, no rindiéndonos nunca, no abandonando a nadie a la deriva.
No nos colguemos medallas que no nos corresponden, lo verdaderamente grande, lo verdaderamente bello es que una persona para la que el sistema educativo fracasó (aquí el único triunfo es solo el suyo) sea capaz de olvidar o de perdonar y se acerque a ti, que al fin y al cabo solo eres un representante de ese sistema, y te salude con un afecto que percibes con claridad y que te permite, tras la despedida, sentirte, de alguna manera, liberado de una de tantas cargas que sobrellevas.
Celebro, Jesús tu nueva entrada en este blog y, particularmente, esa imágen del "cuerpo místico del profesorado"... A los docentes que sientan la tentación que tu denuncias con respecto a "rentabilizar" el esfuerzo de los profesionales y del sistema exclusivamente "en alumnos que puedan a provecharse de él" les tengo que recordar que uno de los mayores avances de la Didáctica ha sido constatar que todos somos educables (niños con necesidades educativas muy importantes e incluso algún maestro reacio a ser enseñado). A veces resulta muy difícil pero es así: niños con síndrome Down, por ejemplo, aprenden a leer; o maestros de tiza y encerado, de toda la vida, aprenden a manejar pizarras digitales y conectarse a la red.
ResponderEliminarPor último, Jesús, déjame que te recuerde algo que sabes muy bien: que muchas veces el llamado "sistema" funciona gracias a los maestros -que lo llevan a la práctica diaria- y que, también es cierto, que muchas veces falla, porque los maestros no nos eximos un poco más en favor de nuestros alumnos. Y que "cada palo aguante su vela". Gracias nuevamente.
Jesús querido. Creo que el "gran fracaso" del Sistema educativo es haber perdido, en su afán de Sistema indestructible, el auténtico sentido de la vida de los humanos, el afecto, la comunicación afectiva.
ResponderEliminarY voy más allá de la tan cacareada competencia emocional, voy a la esencia misma de cualquier sujeto ¿Acaso son esos grandilocuentes saberes los que nos hacen honestos, libres, auténticos?
Gracias por el tiempo que dedicas a nombrar las cosas que lo cotidiano diluye.