Octubre de mil novecientos ochenta y cuatro. Me
resulta complicado recordarme por aquellos años. ¿Quién era yo? Quizás un
jovenzuelo pletórico de futuros. Hay una pantalla difusa entre él y yo que me
impide reconocerme. Quizás porque es imposible reconocer el futuro desde el
pasado. Los sueños fácilmente se olvidan cuando uno despierta y quién era yo
sino un soñador. ¿Y quién soy yo hoy sino un des-encantado? Alguien que
despertó de una pesadilla con la respiración al galope. Han pasado tantas cosas
en estos treinta y tres años. Han pasado muertes que nos han ido arrancando
cada una de ellas una parte de nosotros, nos han despojado de parte de nuestra
identidad y nos hemos visto obligados a irla recomponiendo con esfuerzo y
dolor. Han llegado fracturas, distancias, soledades, noches, cicatrices que nos
han entristecido la mirada, que nos han tornado algo escépticos, que nos han
dibujado en el rostro los rasgos de la vida. La vida del desencanto cuando el
hechizo se ha roto, cuando esa nube en la que vivíamos se ha desvanecido, cuando esas creencias que nos aportaban seguridad las hemos descubierto hechas
de la misma fragilidad que nosotros mismos, carne de nuestra misma carne, pura
y sencilla humanidad. ¿Cómo no perder la esperanza en ese desencanto del que ya
no podremos regresar?
También han llegado vidas, nuevos ojos con los que
ver, nuevas ilusiones en las que renacer. Sólo los otros nos hacen crecer,
crecer en la conciencia de lo que somos, piedra pequeña y ligera, que no ha
sido hecha “para ser ni piedra de una lonja, ni piedra de una audiencia, ni
piedra de un palacio, ni piedra de una iglesia”, tal vez sólo para una honda.
Descubrir la grandeza en la humildad, la fortaleza en la fragilidad, las
grandes esperanzas hechas de pequeñas esperanzas, de minúsculos pasos, de
diminutos gestos, de palabras sinceras, no huecas, todo a la altura y tamaño de
nuestra realidad.
También han permanecido vidas. ¿Qué soy yo sino esas
vidas que han permanecido junto a mí, que han ido configurándome? Una vez
abandonada la estúpida soberbia del que se cree en la verdad absoluta he podido
descubrir la absoluta verdad de los afectos, de los verdaderos afectos,
aquellos que permanecen aun en caminos diferentes, los que establecen puentes
aun en las distancias, los que guardan un rincón en uno mismo aun en el
silencio.
Treinta y tres años después no he perdido la esperanza
porque no he perdido los afectos, porque no he perdido algunos afectos; porque
los que me han acompañado en el camino me han ido descubriendo cada vez más el
encanto de la sencillez (porque me has acompañado); porque los que me han
querido han sabido entender mis fisuras en el barro, mis debilidades a veces
enmascaradas de genio (porque me has querido); porque hemos hablado y hemos
pronunciado palabras diferentes que me han hecho salir de mi (porque me has hablado). Treinta y tres años después como agradezco a la vida (o a Dios, qué importa como
lo llamemos) poder estar hoy aquí, junto a ti, desde la humildad, desde el
silencio, desde el cariño.
Sólo así, en la noche oscura, estando ya mi casa
sosegada, podré salir a buscar a la amada. ¡Y la amada está tan cerca!.
Gracias por todo.
Es un lujo poder leer tus profundas reflexiones envueltas en las palabras más bellas y sentidas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias,Yui
Eliminar