Diego, Lucía, Arancha, Jokin, son
sólo algunos de los nombres que terminaron suicidándose como consecuencia del
acoso escolar. Efectivamente, como bien dijo Olga Carmona en un artículo publicado en el diario El País el pasado 14 de enero, el acoso escolar no puede ser causa suficiente para esos
suicidios. Junto al acoso hay múltiples variables que hacen que ese detonante
unido a otros factores de la personalidad del adolescente termine acabando de
esa manera; y es bastante probable que los responsables últimos del suceso no
se encuentren solo en el centro escolar, seguramente la mirada ha de detenerse
también en otros lugares en los cuales la personalidad de ese adolescente se ha
ido forjando, especialmente en el ámbito familiar. Dicho eso parece que
entonces podemos dormir tranquilos, libres de culpa, pues una parte intentará
culpabilizar a la otra y esta se exculpara responsabilizando a la primera.
El acoso escolar parece frecuente
en nuestros centros educativos, un amplio porcentaje de nuestros escolares se
han sentido acosados en algunos momentos. El acoso es algo habitual en los
patios, pasillos y aulas de estos centros; y algo habitual desde las edades
tempranas, en los centros de primaria y en los institutos de secundaria; y con
frecuencia se intenta restar valor a estos comportamientos tachándolos de chiquilladas,
es decir, puerilidades, simples travesuras. Seguramente llevan razón, forman
parte de los comportamientos habituales de los niños, son chiquilladas, más o
menos afortunadas pero chiquilladas. La imagen idílica que queremos transmitir
de los niños como seres inocentes no es del todo exacta, nuestros niños son
hijos de esta sociedad y esta sociedad deja mucho que desear. El diferente ya
sea por el color de su piel, por su estructura corporal, por su orientación
sexual, por su idioma, por sus gustos, por su forma de pensar o por el motivo
que sea tiene difícil ubicación en ella; los adultos aprenden las normas de
convivencia y con ellas las formas del disimulo, pero los niños todavía no han
aprendido a ser políticamente correctos por lo que no es raro que esas
diferencias generen burlas o aislamiento, aprenden de lo que ven y de lo que
oyen, y tienen mucha más sensibilidad para percibir los comportamientos de
fondo y las actitudes de lo que nosotros creemos o deseamos creer. El ser
humano es un ser social y esto que naturalmente es positivo supone también que
utiliza el grupo para parapetarse tras él, para esconderse y dejarse llevar. Es
un animal gregario que tiende con facilidad a someterse a las iniciativas
ajenas, puede ser servil y cruel a la vez. Este comportamiento es frecuente en
un centro educativo; el escolar puede llegar a ser una persona muy diferente
camuflado en el grupo o en solitario y, como el resto de los humanos puede
llegar a ser muy sumiso frente al líder. Manifestar una opinión diferente a la
del grupo y enfrentarse a él es algo que generalmente necesita ser aprendido
pero que normalmente no es enseñado. Al igual que los micromachismos, en la
escuela también se dan microacosos que tienden a pasar desapercibidos como
chiquilladas que no merecen demasiada atención. En la disputa en torno a la
educación para la ciudadanía las asociaciones que se manifestaban en contra lo
defendían con un enorme disparate: la educación corresponde a las familias y no
al centro educativo. Entendemos ese concepto de educación como educación en
valores y emocional; el centro educativo queda reducido a la simple
instrucción. Desgraciadamente, así ocurre en muchos casos. No estamos
suficientemente atentos a lo que ocurre entre nuestros alumnos y difícilmente
nos implicamos en la práctica defendiendo los valores correspondientes y
criticando sus antivalores. Es fácil identificar el tipo de alumnos que se
encuentran en riesgo, algunos de ellos saltan a la vista rápidamente, otros los
podremos descubrir con algo de atención. Uno de los valores a defender siempre
ha de ser la defensa del débil. Ahí tenemos que estar nosotros y ahí es
necesario animar desde el primer momento a nuestro alumnado, sea en el centro o
sea en la calle. De igual modo es necesario establecer una complicidad y
confianza con ellos para que ese tipo de comportamientos no forme parte de un
silencio cómplice que nos mantenga en la ignorancia. No formamos parte del
enemigo, esto no se transmite teóricamente sino que hay que ganárselo en el día
a día.
Estos comportamientos no los
resolveremos nunca escurriendo el bulto que nos corresponde y acusando a la
otra parte de su responsabilidad. Todos tenemos alguna y todos hemos de
implicarnos en ello. Trabajar este aspecto es trabajarnos a nosotros mismos. No
se trata de sustituir a nadie, se trata de asumir nuestro papel y descubrir,
aunque nos parezca mentira, uno de los aspectos más gratificantes de esta
profesión por complejo y duro que realmente sea: el hecho de cuestionarnos y
mejorar como personas para poder ser verdaderamente útiles en el crecimiento de
otras muchas.
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