Hace años, durante la infancia de
mi hijo pequeño, cada noche, yo pasaba a la habitación que compartía con su
hermano mayor para desearles buenas noches y despedirme de ellos hasta el día
siguiente. Cuando me acercaba a él se agarraba a mi mano derecha, la apretaba
fuertemente para que no se escapara, y recostaba su cabeza sobre ella al tiempo
que exclamaba cariñosamente “mi peluche”; yo aprovechaba un descuido suyo para
retirar rápidamente la mano y él se lanzaba del nuevo a por ella, el peluche
escapaba y él lo atrapaba de nuevo entre risas. Así una y otra vez hasta que yo
le besaba de nuevo, me levantaba y me marchaba de la habitación. Este ritual se
repetía todas las noches, para mí era un juego placentero que aguardaba y que
me hacía retirarme con una sonrisa en la boca. Duró años, mi hijo crecía pero
el ritual se mantenía. Fueron años de felicidad. Gran parte de la felicidad de
ese tiempo siempre ha estado asociada a ese sentimiento tan primario de
sentirme un peluche, el muñeco en el que buscar cobijo, donde encontrar una
mezcla de placer y seguridad. Gestos que pertenecen a una edad y que tú sabes
que es así, por eso te maravillas de cada día que pasa y ellos permanecen. Raro
es el recuerdo que me queda de la infancia de los dos que no esté asociado al
contacto, especialmente de aquel que surgió a iniciativa de ellos y en el que
yo percibía la impagable sensación de ser querido. Es triste ser padre y no
haber disfrutado de estos momentos.
Los años han transcurrido;
aquellos gestos, lógicamente, quedaron atrás; mi cuerpo ya se bate en retirada,
hace tiempo que dio esa batalla por perdida. Sentado en la silla ruedas aún así
continúo añorando aquel gozo de sentirse peluche. Este cuerpo casi inanimado
envidia los abrazos y los besos, fue en ellos donde comenzaron unas vidas y
ojalá fuera en ellos donde finalice otra. Que gasto inútil de palabras el que
hemos derramado, que derroche de vaciedades, que error tan mayúsculo aquello de
lo que hicimos bandera. De qué hemos querido presumir si vemos que más adelante
nos amenaza la soledad, si sólo nos queda transitar en el desierto a la
búsqueda de un nuevo oasis en el que recuperar vida. De oasis en oasis, sabiendo que estos son siempre transitorios. Envejecemos, las palabras
se agolpan en nuestra boca y sólo parecen generar fatiga en los demás. Dónde
creemos que se encuentra lo importante, a qué aguardamos para percibirlo. Cómo
volver a ser un peluche.
Placer y seguridad. Mis hijos se
encuentran pendientes de mí mientras yo peleo con la comida. Esas manos que
ayer fueron peluche hoy parecen trastos inútiles. Si ayer mi cercanía podía
ofrecerles algo de seguridad, hoy es la suya la que me lo ofrece a mí. Me cogen
el cubierto para atrapar ellos ese resto de comida que se me resiste, luego lo
acercan a mi boca. Qué pocas cosas podría yo hacer hoy solo. Resulta triste y a
la vez placentero, se trata de un sabor agridulce, la vida que se te desmorona
y a la vez ellos la van recogiendo. El dolor de un futuro que asusta mirar y el
pequeño placer de un presente en el que ves reflejado el peluche que fuiste.
Lágrimas que caen entre sonrisas cuando levantas la mirada y contemplas a aquel
niño que cogía tu mano hoy convertido en el hombre ante el que tú puedes exclamar
con el mismo sentimiento: mi peluche.
Que dulzura en tus palabras.
ResponderEliminarQue dulzura en tus palabras.
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