Quienes han leído otros escritos
míos ya me habrán visto citar la costumbre romana según la cual un generalvictorioso desfilada por las calles de Roma entre los vítores del pueblo y con
un esclavo a su espalda que al mismo tiempo que sostenía sobre su cabeza una
corona de laurel le recordaba que iba a morir, que sólo era un hombre. Quizás
la frase en cuestión era algo más larga diciéndole, “Mira tras de ti! Recuerda
que eres un hombre". Sólo eres un hombre y no un dios. Hay ocasiones en
las que los demás te ensalzan y la única respuesta tuya es engordar tu ego. Se
trata de un riesgo en el que es fácil potenciar las situaciones que te puedan
halagar y terminar creyendo sin interrogante ni duda alguna aquello que te
dicen y quieres oír. Es muy cómodo creer que no tienes error alguno y que te
encuentras por encima del actuar de la mayoría de los mortales.
Pero con frecuencia el mayor
peligro no se encuentra en ese general victorioso sino en el público que le
aclama. Quizás fuera necesario un esclavo para cada una de esas personas que
les recordara que nadie es un dios, que nadie es perfecto, que todos somos seres
humanos con nuestro punto de mediocridad, que nadie pasa por su vida sin
cometer errores, que ese bullir de alabanzas puede resultar dañino para la
persona que las recibe, que puede salir de él siendo peor de cómo entró. El
sentimiento crítico no es señal de que a alguien no se le quiere, la crítica no
tiene por qué resaltar maldad, fundamentalmente destaca la humanidad del otro,
una humanidad en la que encontraremos aciertos y errores, fortalezas y
debilidades, virtudes y defectos, bondades y, a veces, maldades. Es esa falta
de actitud crítica la que pone en peligro no solamente nuestras personas, sino
también la misma sociedad.
En los últimos días he podido
encontrarme yo en ese borboteo excesivo de halagos, un rebullir que me puede
ahogar. ¿Quién me conoce mejor que yo? Quien ha bajado conmigo a los sótanos en
los que se encuentran mis humedales, allá donde se mantiene la carne que hoy me
da la espalda. Quien me sacará, salvo yo mismo, del fango en el que una parte de
mí chapotea en la inmundicia y entre deseos inconfesables. Quien me perdonará
las heridas que mis torpezas han generado. Quien las conocerá salvo las
personas que las sufren. Cómo podré redimirme salvo desde la humildad, cómo
podré crecer si no es desde el descenso a los infiernos para apagar los fuegos
que me abrasan. Sólo calmará esa inquietud el beso que se me da ante el espejo
que refleja mi verdadero ser, allí donde la comodidad y el egoísmo se
encuentran agazapados para no ser descubiertos. No os sorprendáis si me veis
desandar algunos caminos y rehacer algunas posturas, será en esos momentos
cuando yo necesite vuestro apoyo, cuando me veáis a veces triste, con
frecuencia frágil y a menudo torpe. Es entonces, sólo entonces, cuando yo
necesitaré las palabras que me muestren mi otro yo, aquel del que me puedo
sentir orgulloso sin miedo a la hipocresía.
¿Tendremos la sensibilidad y la inteligencia de intuir cuándo tu fragilidad te alcance?
ResponderEliminarSeguramente no, pues soy muy celoso de mi intimidad. Pero no importa, el cariño que recibo forma un depósito del que me abastezco en esos momentos. Únicamente pretendo decir que soy uno más, igual que todos; que en muchas ocasiones podía haber hecho más de lo que he hecho; creo que nunca he pretendido hacer mal a nadie en mis acciones, pero aunque no los haya puesto en prácticas, mis sentimientos no ha sido siempre perfectos. Uno más, claro y oscuro, avanzando y escondiéndose. Nadie puede esperar de mí que siempre haqa lo debido. Me quiero decir a mi mismo que no soy un dios.
Eliminar