Cuando en la soberbia de la juventud uno se
establece en señor de las grandes cosas, los grandes ideales, los grandes
proyectos, los grandes éxitos, los grandes reconocimientos, desprecia el casi
infinito mundo de detalles que las rodea. ¿Qué valor han de tener si a la
vuelta de la esquina nos espera la
gloria? Y, sin embargo, las pequeñas cosas ahí permanecen, se mueven
silenciosas a nuestro alrededor a la espera de su momento. Nos movemos sobre
ellas como si no existieran, como si fueran una cosa menor y, sin embargo, son
el sustrato que nos constituyen, las que van nutriendo nuestra sustancia, la
esencia que somos más allá de las edades por las que pasamos. Sonreímos todo
ufanos ante ellas convencidos de su futilidad, la intrascendencia de un beso en
la mejilla, la trivialidad de una caricia o una sonrisa, la puerilidad de una
fotografía, la insignificancia del objeto barato que guardamos en un cajón, las
miramos con un punto de desprecio envanecidos por la edad. Esas pequeñas cosas
a las que no es necesario dedicar ni tiempo ni espacio ni palabras porque cada
minuto lo es perdido y cada sílaba un desperdicio. Cargadores de la vanidad
hasta que nos encontramos a Marte envuelto en pañal. ¿Qué fue del dios de la
guerra ahora siervo de sus inmundicias?
La
vida te devuelve a las pequeñas cosas, el retorno a la infancia donde los que
te rodean crecen mientras tú disminuyes, crece tu necesidad de ellos aunque tú
juegues a ocultarlo, viajas hacia la nada aunque pretendas tapar con
baladronadas ese descenso. Has de vaciarte para desprenderte de lastres, para
evitar el golpe contra el suelo, para reiniciar el vuelo con alas de otro yo.
Ni tú has de ser el mismo ni el mundo que te rodea lo será, has viajado al
mundo de los detalles, de lo nimio, de lo pequeño, donde nada
volverá a ser igual porque el mundo se ha dado la vuelta, lo insignificante
crece hasta enseñorearse de la vida y esas grandes columnas sobre las que
pretendías sustentar tu palacio van reduciéndose hasta desaparecer, Lilliput se
transforma en Brobdingnag y Brobdingnag en Lilliput y es tu mundo ese de las
pequeñas cosas y es el mundo de todos, y redescubres términos que creías
añejos, piedad, misericordia, ternura y experimentas el valor de una sonrisa
cuando te sientes humillado.
Qué
fue de la armadura con la que te protegías y con la que te sentías
invulnerable. Qué del yelmo que resguardaba tu talento. Qué de la fuerza con la
que te engalanabas, de la garra con la que te enfrentabas a los contratiempos.
Qué del genio con el que te pensabas invencible, del temperamento que
desenrollabas en cada paso. Qué del poder que te esperaba, de la energía que
infundía temor. Qué de la lanza con la que amenazabas, de la antorcha con la
que hacías cenizas tus miedos.
Humo,
simple humo, vanidad con la que te recubrías, arrogancia del inmaduro, vana
fantasía con la que edificabas castillos.
Cuando
tu cuerpo te pesa es la caricia voraz la que te llena y no el trono sobre el
que te sientas. Cuando tu orina te rodea es esa sonrisa la que te prendes como la
joya deseada y no la corona. No eres nadie y desde ese nadie puedes armarte y
armar a alguien. Es el tierno soplo del otro quien te revive, es el susurro
quien da cuerpo a tu lenguaje. Nadie, tan pequeño como el que más, el tú que
siempre se escondió bajo el disfraz, el que queda al descubierto tras el
desmorone de cada cáscara. Nadie, el que puede llorar sin ocultarse. Nadie, el
que se equivoca y es siervo del perdón. Nadie, al que abrigan. Nadie, al que
socorren. Nadie, insignificante eslabón, humilde ladrillo. Nadie sin ellos,
nadie sin mí. Nadie, la pluma que acaricia el vendaval. Nadie, la gota que
orada el granito. Nadie, la sombra que alumbra el sol. Nadie siendo alguien. Nadie,
el germen de un bonito porvenir.
Imagen: Venus y Marte. Boticelli; siglo XV. National Gallery (Londres)
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