Existe, según parece, una
multiplicada figura llamada asesor y encargada, según parece también, de
aconsejar a nuestros políticos. Viendo repetidamente la eficacia de tales
figuras uno se plantea los criterios que se siguen a la hora de elegir tales
personajes y la capacidad de esos políticos para elegir algo que vaya más allá
de su propia imagen y semejanza.
¿Para qué se eligen? ¿Para
descubrir la realidad al político o para ayudarle a disfrazarla? ¿Para generar
interrogantes o para fabricar admiraciones? ¿Para hacer ver las caras que uno
no puede descubrir o para reforzar la única visión a la que se está dispuesto? ¿Para
hacer ver los errores o para dorar la píldora y alimentar los egos?
¿Qué valores se buscan en ellos?
¿La falsa fidelidad o el espíritu crítico? ¿La capacidad de pensar o la
verborrea sin sustancia? ¿La talla intelectual y moral o la estricta similitud?
¿La experiencia en un campo determinado o el mero seguidismo?
¿Qué hacen? ¿Decir lo que piensan
(si lo hacen) a riesgo de convertirse en unos tocapelotas o callar lo que
contradiga y asegurar el puesto? ¿Buscar los matices y las contradicciones o
reforzar la voz de su amo? ¿Insertarse en la realidad a la que el político no
llega o instalarse en la cómoda y “fructífera” capa de aceite incapaz de
mezclarse con el resto? ¿Atreverse a decir no o acostumbrarse a decir sí?
¿Qué se pretende con ellos?
¿Encontrar buenos consejos o pagar favores? ¿Rodearse de personas capaces o
compensar fracasos? ¿La exogamia para cultivar la riqueza de la diferencia o la
endogamia para conseguir la homogeneidad al interior de la formación? ¿Las
voces diferentes o el eco que se repita?
Si es posible dudar del cerebro
alojado en la cabeza de algunos de nuestros políticos y políticas, más lo es del
juicio alojado en su dedo elector. Tendrá la verdad un triste y antiguo refrán:
Dios los cría y ellos se juntan.
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