Bailar en el alambre. Estar algo o alguien en una situación de peligroso equilibrio, de forma
que en cualquier momento puede caer o terminar. La cuerda floja o el alambre
son atracciones circenses que consisten en que un hombre pase andando de un
extremo a otro, con evidente riesgo de caer.
¿Es posible la
espiritualidad cuando se camina sobre el alambre, cuando el racionalismo y el
desencantamiento del mundo nos ha privado de la red de seguridad, cuando el
vacío a nuestros pies se convierte en una permanente amenaza? Se acabó la
magia, Dios ha muerto, la realidad se ha desacralizado, el templo se
resquebraja. Nadie nos tiene en sus manos, ya salimos del vientre materno y no
es posible encontrar cobijo y seguridad en ningún otro. La vida es un
permanente parto, una traumática salida a una realidad que nos deslumbra. Un
encuentro con el dolor. ¿En qué ha de confiar el funambulista que camina por el
cable? ¿Dónde agarrarse si sobreviene la caída? ¿Quién nos protegerá?
Si ya no tenemos
la certidumbre de las explicaciones, la facilidad de la mediación, ¿cómo
justificar la aterradora mirada al mundo que nos rodea y del que formamos
parte? ¿Cómo inhibirnos de nuestro papel en él? Cortado el cordón umbilical
flotamos en el espacio des-religados del absoluto del que nos sentíamos parte.
¿Cómo re-leer todo este desmoronamiento?
Desde la
profundidad de uno mismo, lo material asfixia y solo desde la trabazón del
sentir y el pensar es posible desatar ese nudo. Desanudar la atadura es re-leer
a Dios y re-leer la idea de espiritualidad.
Si Dios,
sencillamente, no fuera. No fuera todo aquello que interpretamos en la niebla.
O fuera lo que no tiene nombre, lo que no tiene forma, lo que no es concebible,
lo que no ve, lo que no hace, lo que no puede, lo que no siente. Si Dios,
sencillamente, fuera lo que no fuera. Si Dios fuera la parte y el todo, sobre
todo la pregunta y no la respuesta, el camino y no la meta, lo que se nos
escapa y no lo que se aprehende, tendríamos por delante todo ese camino para
sentir, para intuir, para preguntarnos, para equivocarnos, para levantarnos,
para soñar, para experimentar el vértigo y el placer de la libertad, el
desasosiego y la madurez de la responsabilidad. Un camino hecho de materia en
la que desarrollar el espíritu, de realidades finitas que sirvan de arrimaderos
sobre los que descansar parcialmente de la búsqueda del infinito, de sustancias
con las que establecer los mojones que sirvan de guía a nuestro caminar.
Si la
espiritualidad fuera la disposición para el camino, la intimidad que nos mueve
a él, sería la conciencia de que la primera pregunta somos nosotros, es uno
mismo. La conciencia de nuestra pequeñez, el eslabón que solo adquiere sentido
en la cadena y que, aún así, en sí mismo, es parte fundamental de la misma, la
humildad que sabe estar a la altura de todo lo existente y abre de par en par
los poros de su sensibilidad a lo más pequeño. Que vive cada milímetro del
camino sin olvidar de donde viene y hacia donde va, sin perder la perspectiva
de la totalidad ni la atención a cada guijarro del mismo. El interés en que
cada paso responda a esa búsqueda y la capacidad para descubrir nuestras
vacilaciones y marcha atrás y saber, con ello, rehacer la desorientación.
Percibir y vivenciar el dolor del caminar, en uno mismo y en los demás, y
cargarse la mochila de compasión y de empatía. Que mantiene la capacidad de
asombro respecto del curso del mundo como prerrequisito de la posibilidad de
preguntarse por su sentido, el goce de la diversidad y el aprendizaje de la
misma. La reivindicación de su permanente espacio de autonomía, resistiendo a
la presión irracional e insensible de la masa. La certeza de que cada respuesta
que cree encontrar adquiere rostro de nuevas preguntas, de que la superficie de
las cosas solo es el disfraz de las cuestiones fundamentales y que el sentido
de estas ayuda a la elección en las bifurcaciones del camino por lo que su
cuestionamiento es ineludible. Que cada tropiezo ha de ser el comienzo de una
nueva etapa y cada error el estímulo para un acierto, que el sufrimiento puede
despertar la lucidez y la ternura. Que la razón del caminar se encuentra en
todo aquello que le rodea, que uno es responsable de todo ello, que cada gesto,
por minúsculo que sea, es importante, que cada decisión es de nuestra
incumbencia, que no podemos eludir cada trago, cada oscuridad, cada recodo. Que
el encuentro es cara a cara, sin mediadores ni circunloquios, que la única
mediación para el hombre es el hombre, para lo que hay es lo que hay, para el
no ser es el ser.
Es la
espiritualidad del riesgo, no la de la calma chicha, la de los matices que
humanizan, la que afronta los retos sin miedo a las derrotas, la que se integra
en la complejidad de la vida y en el medio del torrente es capaz de encontrar
balsas de aceite en las que intuir la luz y las salidas y reponer fuerzas para
lanzarse a la aventura. La espiritualidad que se mueve en los contrastes que
reflejan la unicidad, la del yin y el yang, lo finito que anuncia lo infinito
que se sueña, la del ser autónomo y heterónomo, la de quien forma parte de un
todo y no por ello deja de sentirse en soledad, la del placer y el dolor, la de
quien se siente y lucha por ser libre sin dejar de saberse supeditado, la del
pequeño que descubre su grandeza en esa pequeñez, la del débil que a fuerza de
conocer sus flaquezas adquiere en ello fortaleza, la del que sabe que aún
expuesto al azar, este azar no le arrebata sentido a la realidad, la de quien
sin dejar de ser escéptico no renuncia a la esperanza.
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