Leo la petición que ha dirigido públicamente
a Instituciones Penitenciarias Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio, teniente
alcalde del Ayuntamiento de San Sebastián, del PP, asesinado por ETA en enero
de 1995, para entrevistarse con Valentín Lasarte, verdugo de su hermano y preso
etarra en periodo de reinserción. Consuelo Ordóñez ha manifestado que lo que
pretende es desenmascarar la “inutilidad” del plan de reinserción del Gobierno.
Esta petición
hay que interpretarla en el contexto de los encuentros entre presos etarras y
víctimas del terrorismo en los que los terroristas reinsertados piden perdón a
las víctimas como símbolo de un clima de convivencia en el País Vasco. Es
obvio, por lo manifestado por ella, que la intención de Consuelo Ordóñez no es
favorecer esta iniciativa, sino torpedearla. Es humanamente comprensible, como
no va a serlo, el rencor de una víctima respecto a su victimario, pero la
pregunta a hacerse es si esto ha de ser alentado por la sociedad. El
resentimiento, la hostilidad, el rechazo incontrolable, el mismo deseo de
venganza forma parte de la historia humana desde sus inicios, acompaña y
acompañará al hombre hasta el final. Pero por muy doloroso e incómodo que nos
sea planteárnoslo es necesario preguntarse si es un valor. El odio, la
venganza, es perfectamente comprensible cuando uno siente la insensatez del
acto que lo provoca, su tremenda injusticia, el enorme dolor, irreparable, que
causa, pero, por muy comprensible que sea, nunca dejará de ser un contravalor
que se enquista en la vida de uno corroyéndolo y se enquista en la sociedad si
se le da alas infectando la convivencia. El éxito de un sistema penitenciario
no es la venganza sino la reinserción, del mismo modo que el del sistema
sanitario no es la cronificación de la enfermedad sino la salud, la curación
del enfermo. El éxito de una sociedad es la convivencia justa y pacífica entre
sus miembros con la integración del máximo número de ellos en la misma. La
superación del rencor, del odio y del deseo de venganza es la victoria y no la
derrota para uno mismo y para un grupo social que apuesta por el máximo grado
de entendimiento y tolerancia.
Es evidente la
frase de Gandhi “ojo por ojo y al final el mundo acabará ciego” y, sin embargo,
a pesar de su evidencia, parece importar poco esa ceguera. Puede ser cada vez
mayor, en la situación en la que nos encontramos y en la que cada vez más nos
vamos adentrando, la tentación del odio, y debe de ser cada vez mayor el
esfuerzo para superarlo. No es anecdótico ese culto social al resentimiento, no
se encuentra aparejado a una coyuntura específica ni a unas personas en
particular, sino que más allá de su exteriorización clara parece irse
instalando de una manera subrepticia en las formas, pensamiento y hábitos de
nuestra sociedad. No es anecdótico que hayamos convertido al competidor en
enemigo, que más allá de la derrota de unas ideas se pretenda la derrota física
y moral de las personas que las encarnan, que para ese objetivo se simplifique
hasta el extremo el discurso, se ignoren los matices y se utilice la caricatura
gruesa y el insulto, que se busque tocar las fibras emocionales y no las de la
razón, provocar el pensamiento visceral (si a esto puede llamársele
pensamiento) y no el racional, anular los sentimientos compasivos y empáticos
mediante la exacerbación del odio, que la complejidad de la realidad se
sustituya por nombres propios de personas o de grupos sociales a los que
culpabilizar, descargar la impotencia y la ignorancia en chivos expiatorios a
los que sacrificar. No es anecdótico y supone, además, jugar con un fuego que
nos abrasará, en primer lugar, a nosotros, la poca grandeza y dignidad que
podamos tener y que arrasará la escasa lucidez que nos quede. Un fuego que
puede prender con facilidad en la realidad social en la que nos encontramos, la
historia no es lineal, el pasado no es algo que sin más quedó atrás y no hay
riesgo de que se repita. La humanidad tiene un ayer y un mañana, pero las
personas que la encarnan apenas viven un hoy, no siempre sagaces para percibir
los errores de otros o valientes para asumir los valores difíciles que supone
el progreso moral. El riesgo de incendio puede ser alto, no banalicemos ese
cigarrillo que fumamos con chulería en medio del secarral. Las señales de todo
esto no nos deben pasar desapercibidas, las tenemos aquí, entre nosotros, y las
encontramos en los países que forman parte de nuestro entorno, aunque sea bajo
nombres pomposos como el de la Aurora Dorada. El dorado puede remitirnos al brillar de precioso oro, pero también
puede estar en el refulgir del fuego que devora, es necesario encontrarse alerta
para descubrir qué se esconde detrás de esos términos pretenciosos, quizás la
simple y fácil, incluso gratificante, miseria moral e intelectual.
Pero el ojo
avizor no ha de estar puesto solo en la ideología, sino en el caballo de Troya
que supone un vocabulario que utilizamos a la ligera, o en unas formas, que de
comunes, ya no les damos importancia. La ejemplaridad es un concepto en desuso
pero que cada vez se hace más urgente recuperarlo. Por eso, la “anécdota” que
refería al principio no es tal, porque la asumimos sin análisis y con cierto
grado de satisfacción, porque decimos “comprenderla” sin más, sin ejercer sobre
ella un filtro superior, el de cribarla a la luz de una filosofía de vida y con
el bisturí de una lógica política (la del demos y la polis, no la de este sucedáneo
rebajado y deteriorado que sufrimos). Porque este momento de enorme desorientación
nos exige grandeza intelectual y ética ante el riesgo evidente de embrutecernos
en uno y otro aspecto.
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