Ya es un lugar
común en todas partes, en la barra de un bar, en los lugares de trabajo, en el
puesto del Mercado, en un encuentro casual, en las redes sociales de Internet,
en todo él, la condena a los políticos, la censura de su comportamiento, la
culpabilización por la situación económica y social (en los informes del CIS la
clase política y los partidos son considerados como el tercer problema de los
españoles después del paro y la crisis económica), se les identifica
directamente con la corrupción, son señalados como una casta aparte del común
de los mortales y causantes de las penurias de estos.
Todo aquel que
se maneje un poco por el ciberespacio habrá leído, recibido y, es posible que,
mandado variopintos escritos y presentaciones poniendo a los políticos a caer
de un burro. Como cualquier generalización es injusta ya que no toda persona
que dedica su tiempo a la política puede meterse alegremente en el mismo saco
vituperador ni, una vez dentro de él, pueden calificarse en el mismo grado, pero
la realidad es la que es y no se puede obviar; el hundimiento de la clase
política (ya la misma generación de este término es representativo de esa
realidad), de los políticos, con más o menos motivos, con más o menos razón,
amenaza seriamente con arrastrar consigo no solo a las personas en sí, sino que
con ello degrada también la ocupación misma. No nos engañemos, esa ocupación siempre será necesaria,
necesaria y, en su esencia, loable, por lo que siempre habrá políticos,
personas que dedicarán su tiempo a ella. Otra cuestión muy diferente es que
sean necesarios este tipo de políticos.
Esa
escorrentía producida por la estigmatización de la ocupación política amenaza
con llevarse por delante algo más que el buen nombre de todas y cada una de las
personas dedicadas a ese oficio, algo de mucha mayor importancia, con ser ya
importante su derecho a la presunción de dignidad, amenaza con fagocitar los
conceptos de política y democracia. Política es mucho más que una lucha
limitada a intereses partidistas, que el paupérrimo esfuerzo intelectual puesto
en marcha para triunfar en el mercado electoral, bienvenido sea que esto se
pierda, pero política es mucho más, se trata de la preocupación por lo común,
de valorar el quehacer por el bien común, la ocupación en favor de los demás,
el denuedo puesto en ello. Política es la mirada solidaria allá donde estemos,
es la manera de llevar a cabo nuestro trabajo, política es la visión de la vida
que tenemos y que ponemos en evidencia en cada gesto que realizamos. Política
es la obligación que, como ciudadanos, tenemos por vivir en sociedad, es un
deber ineludible y un derecho al que no podemos renunciar, lo que da sentido a
nuestro ser social. Se trata del peligro de agudizar la tendencia a la
reclusión al espacio e interés privado como único objetivo en la vida. Es un
coste que la sociedad no puede soportar y que los responsables de ello no
tienen derecho a hacerle pagar.
Y está en
juego también el mismo concepto de democracia, con la reflexión intelectual que
él conlleva y la participación en la gestión de la comunidad que supone; se
trata de una visión de la colectividad como ente vivo, dinámico, crítico y
responsable. Nos arriesgamos a que la renuncia a esa responsabilidad sea la
norma y que se propague el anhelo por un redentor que expulse a los
“mercaderes” del templo y que piense y decida por nosotros. Es el terreno
abonado para el populismo, para la banalidad y el sensacionalismo, para las
soluciones simples y los discursos huecos, para la apelación a las vísceras y
no al cerebro, para estimular las emociones más primitivas y menos complejas,
para generalizar el desentendimiento de ese “lo común” en torno al cual fragua
la comunidad.
Es eso lo que
está en juego y lo que es necesario salvar y es la colaboración en ese
salvamento lo que hay que exigir a ”los políticos”. No se trata exactamente de
un harakiri lo que conlleva esta exigencia, pero sí requiere un grado de
generosidad importante que puede y debe llevar en muchos casos a la renuncia
personal. Generosidad, valentía e inteligencia en las reformas políticas que se
deben abordar con profundidad llegando hasta la misma Constitución, sin el
miedo, los intereses partidistas y la pobreza intelectual que han caracterizado
los últimos años; generosidad, valentía e inteligencia en las reformas del
propio sistema y organización de los partidos, liberándolos del dominio
amordazante y empobrecedor del aparato en su pensar y actuar; generosidad,
valentía e inteligencia en la exigencia de una ejemplaridad pública y privada,
que conlleva la renuncia a tantos privilegios a menudo estúpidos e insultantes,
y que debe ser abordada legalmente pero que debe también llevarse a cabo
independientemente de su regulación legal. Todo político que no asuma la
exigencia de esta ejemplaridad no tiene cabida en el espacio público y debería
ser expulsado del mismo. El escándalo no está solo en su permanencia, sino en
su refrendo electoral por los mismos votantes que al mismo tiempo denuestan la
política.
He hablado de
exigencia, pero ahora me limito a un ruego. Ruego ese esfuerzo, que no dudo que
lo es, y apelo a esa generosidad y valentía que se supone debe tener cabida en
todo servidor público, que haga posible la recuperación de la ilusión,
confianza y esperanza en el trabajo político. Y apelo a la recuperación de la
inteligencia que ha sido excluida del hecho político y de la que permanece
acurrucada en el mismo. Ruego, por favor, una apuesta por el futuro y no por un
mañana eternamente reincidente en los mismos errores del pasado y del presente,
por muy beneficiosos para uno que pudieran parecer.
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