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martes, 12 de junio de 2012

HUMILDAD



Comienzo este escrito sin saber exactamente de qué voy a hablar. Mi primer impulso surgió de un día en Urgencias y la necesidad de dar gracias a la vida, o más en concreto, darlas a la gente. El segundo, al concluir la lectura de un libro que recomiendo, Rescate, de David Malouf, narra un breve acontecimiento de la Iliada, el encuentro entre Príamo, rey de Troya y Aquiles, para que este le devuelva el cuerpo de su hijo, Héctor. Los dos impulsos eran fuertes y surgen de un mismo fondo: la emoción y el llanto. Pero me basta reflexionar un poco para llegar a la conclusión de que algo todavía más concreto les une: la humildad. La humildad como factor de liberación y de conocimiento.
Ese fragmento del encuentro entre Príamo y el asesino de su hijo recuerdo que me conmovió cuando, en su momento, lo leí, por eso, cuando me enteré de la existencia de este libro desarrollando el mismo corrí (es una forma de hablar) a su lectura, y lo reconozco de entrada, me emocioné y lloré. No tengo nada que ocultar, soy un llorón, toda mi vida lo he sido. El llanto es un desahogo, siempre liberador pero además gratificante cuando acude tras tocar fibras sensibles de tu emoción, y fundamentalmente, cuando se trata de un producto de la alegría.
Este encuentro supone para ellos la conciencia de su condición humana y, por lo tanto, de mortales y con ello la liberación, por un corto espacio de tiempo, de una condena a la que se ven sometidos, la de la vida mitológica, la obligación de comportarse en todo momento bajo las normas que parecen corresponder a un personaje fabuloso, destinado a convertirse en el héroe de un pueblo. Príamo da el primer paso al anteponer su condición de padre al rigorismo que supone ese personaje mitológico y decide dar un paso sorprendente, quizás escandaloso, abandonar sus atributos y prerrogativas reales para humillarse ante Aquiles con el fin de conseguir el rescate del cuerpo de su hijo. El contacto con Somax, un carretero del pueblo, en las antípodas de sus costumbres y sus maneras, que será quien le conducirá hasta el campamento griego, supondrá su inmersión definitiva en esa vida de hombre que le permanece ajena. El descubrimiento de pequeños placeres de la vida que le eran totalmente desconocidos, de la sencillez de una vida que se tenía prohibida, el aprendizaje a través del contraste de una realidad que para él era inexistente, la descarga del pesado fardo del mito. Un encuentro que también supone para Aquiles la toma de conciencia de su condición de mortal, de hijo y padre a la vez y la liberación de la obligación obsesiva que se ha autoimpuesto, la de vengar en el cuerpo de Héctor el asesinato de su compañero Patroclo. Obsesión que le enloquece al descubrir cada mañana que los salvajes estragos que su orgullo y su dolor exigen son inútiles pues siempre encuentra el cuerpo resplandeciente de un durmiente, inmune a su maltrato. Es la liberación de esa obligación, la recuperación de la calma, la expulsión del veneno que le obstruía la mente.
Se trata de un viaje de ambos a la humildad, de la renuncia a la ostentación de sus logros y de su linaje, de un acto de humillación como previo al conocimiento: la toma de conciencia de la debilidad de uno mismo, del dolor propio para hacerse consciente de la debilidad y el dolor ajenos. ¿Puede haber conocimiento sin humildad? ¿Puede uno tener necesidad y deseo de conocer sin partir de ella? ¿Pueden existir actos de liberación mayores que el de la humillación voluntaria y que, a la vez, le engrandezcan a uno más? ¿Puede haber algo que se eche más de menos en muchos ámbitos de nuestra sociedad?
¿Y qué es una enfermedad, y más si es crónica, sino un viaje hacia la humildad? Despojarte de las corazas que crees que te recubren, tomar conciencia de que la fragilidad es consustancial a la existencia, que en tanto ser humano eres dependiente, que la dependencia no es un atributo exclusivo de la discapacidad, o más exactamente, que la discapacidad no se trata de un atributo exclusivo de una porción de mortales, que capacidad y discapacidad no son excluyentes. Es el conocimiento de que una y otra van aparejadas, de que por la segunda siempre encontrarás momentos en los que te encuentres necesitado de ayuda y que por añadidura tú, también en algunos momentos, estás obligado a prestarla. La toma de conciencia de que somos en tanto los otros nos hacen  y ellos son en tanto nosotros les vamos haciendo, que nuestra responsabilidad no concluye hasta el último momento, como tampoco concluye nuestra obligación de agradecimiento.
Horas en una sala de Urgencias o en un Hospital de Día da para mucho pensar, en aquello de lo que careces pero también en aquello que tienes y, especialmente, en aquello que se te da gratuitamente, incluso, inmerecidamente. La vida te lastima pero también puede favorecerte y es este privilegio el que sientes más grande en la medida en que te empequeñeces, el que no debemos perder de vista.
He recibido dádivas inesperadas durante estas últimas semanas que me han emocionado, que me han hecho llorar o que me han dejado perplejo, desproporcionadas respecto a mis méritos, si es que los hubiere. Dádivas que sea cual sea su forma para mí tienen un nombre: afecto. En ese estado de embelesamiento, casi de éxtasis, es en el que la vida me vuelve a dar un toque en la espalda para recordarme que soy mortal, muy mortal, achacoso y perecedero. En ese estado de arrobo entro en un lugar donde solo es posible la cesión de tu supuesto poder en beneficio de otros, te encuentras en sus manos y has de confiar en ello. Muchos servicios públicos se basan en ello, la educación y la sanidad fundamentalmente, son, objetivamente, un traspaso de poder y es en esa situación desequilibrada donde más se percibe el auténtico valor del servicio así como el del propio servidor. El que tiene el poder es consciente de la “indefensión” de la persona que tiene en sus manos, es consciente de que la persona que está frente a él pudiera ser él mismo, la limitación de ese poder es un acto de humildad y de sabiduría; por otro lado, el paciente, se despoja, necesariamente, de gran parte de sus prerrogativas y se abandona a su hacer. Es en ese mutuo pacto de confianza donde solo puede funcionar lo público, donde uno da y otro recibe, pero en el que quien da sabe que en el acto de humillación de este último no pierde absolutamente nada de su dignidad, que está trabajando por el bien común que en cada momento se concreta en unas personas determinadas, personas que, de alguna manera pudieran ser él. 
Uno da y otro recibe, pero el que recibe, si lo hace en esas condiciones, también puede dar las gracias. Por eso, entre camillas y placas, pinchazos y sueros, rostros de preocupación y sonrisas, me dio por pensar que lo que allí estaba recibiendo era un regalo que necesitaba agradecer. La delicadeza con la que fui tratado, la naturalidad, las sonrisas, la comprensión y la profesionalidad de las personas concretas de carne y hueso que me atendieron, con nombres y apellidos, con su familia, con vida propia más allá de aquello, con sus problemas particulares, como todos, con sus preocupaciones y sus deseos, sus alientos y sus cansancios. Y agradecer el servicio público bien entendido y la propia existencia de ese servicio, y sentir el temor de que ese servicio se vaya desmoronando y que ese desmoronamiento arrastre consigo los ánimos de los que luchan por mantenerlo en pie. Valorar lo que tengo y otros muchos no tienen, lo que cada vez se quiere restringir más. Se trata de un privilegio para mí porque otros muchos no lo tienen, pero la solución ética y moral (si es que la política y la economía se rigen por ambas) es hacerlo cada vez más extensivo, que deje de ser ese privilegio; no convertirlo en un lujo que es obligatorio extirpar.
¿Y a qué me refiero en todo momento sino a la humildad? Esa virtud tan extraña hoy en día; de su aprendizaje. De la liberación que supone desprenderse del corsé que atenaza y reduce tu libertad, si es que la deseas, y espontaneidad, si es que te encuentras cómodo en ella. Romper el papel que actúa por ti, que piensa por ti, que siente por ti, que te convierte en un muñeco de guiñol por muy empingorotado que te sientas. ¿En qué momento cedes? ¿En qué momento haces pública esa cesión? ¿Cuándo ruegas, cuándo pides perdón, cuándo reconoces tus errores, cuándo te sientes conmovido de verdad, cuándo te bajas del pedestal, cuándo te sientes mortal? Toda crisis, sea del tipo que sea, debería servirnos de baño de humildad. Toda crisis, propia o ajena, debería ser fuente de conocimiento de lo auténticamente esencial, de la naturaleza humana, de nosotros mismos formando parte de ella. La naturaleza desvelada en todos sus matices, en todas sus escondidas, aún las más recónditas, las más disimuladas; y solo ese conocimiento nos hará libres, capaces de remontar el vuelo y encontrar nuevos caminos. Este es el poder liberador y sanador de la humillación voluntaria, deponer el orgullo, limpiar la mirada, redescubrir nuevas fuerzas. Un poder al alcance de todos y, sin embargo, estigmatizado por una sociedad soberbia y ególatra, señalado a fuego en cada uno de nosotros, educados para resistirnos al mismo. Solo la humildad, solo el servicio, nos hará libres, porque esa libertad nacerá desde el único lugar que la hace auténtica, desde lo más profundo de nosotros. El poder que no es ejercido desde la prepotencia y que otorga la auténtica autoridad y al que solo uno insiste en resistirse echando mano de la parte más mezquina de nuestro ser, de la confusión más dolorosa, la que existe entre el papel que representamos y nuestro propio ser. Dejamos de ser para simplemente actuar, siempre a la defensiva/ofensiva, temerosos de que se nos descubra el engaño. Una virtud accesible y exigible a todos, desde el último al primer escalón, siempre cuando se maneja una posición de dominio, mayor cuanta mayor sea esta.
Virtud, humildad, ¡qué antigüedad! ¡Qué gagá estás ya Jesús!

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