Con todo el respeto y afecto a las personas que sobreviven en este infierno dando una lección de dignidad.
Cuando yo era niño un borracho era una persona de la calle,
alguien familiar con quien te encontrabas con frecuencia y a la que rehuías o
de la que te burlabas en función de los amigos de los que te rodeabas y de los
galones de hombría y miseria que te colgabas en el pecho. Eran personajes
supuestamente sin hogar, al menos tú no te lo imaginabas, que marchaban por tu
calle con un caminar titubeante, balanceándose de un lado a otro, que
permanentemente hablaban solos y que a veces dormían la mona sentados en alguna
acera, apoyados en el quicio de alguna puerta o directamente tumbados en el
suelo. Quizás esa sensación de desahuciado nos permitía tranquilidad, eran
sujetos fuera del orden de una casa, de tu casa, en la que una situación así no
era posible, pertenecía a otro mundo distinto del tuyo en el que te sentías
seguro una vez que lo traspasabas. Pero no era así, tu mundo es el suyo, sus
riesgos son los tuyos, sus destinos también lo pueden ser.
En mi madurez este personaje era mi vecino y ese caminar
titubeante lo hacía entre mis hijos, y te lo podías encontrar tumbado a la
puerta de la vivienda o en el interior del portal, en esos casos nunca se
dejaba levantar, emitía un leve gemido que podría interpretarse como una petición
de que se le dejara en paz, dios sabe qué pretendía decir, si algo quería
transmitir; sólo era posible levantarlo si acudíamos a ella, su mujer, que
bajaba rauda, emitiendo algún lamento y que bastaba con su mera presencia para
que él se dejara levantar pacíficamente y anduviera apoyándose en ella para
subir hasta su hogar, que también lo tenía.
Desde fuera siempre te hacías esa pregunta, ¿cómo es el
hogar de un borracho? ¿Cómo era la vida de ella y de sus hijos tras tantos años
de convivir y cuidar a un alcohólico? El hogar que confundía con frecuencia
cuando lo oías hurgar en la cerradura de tu casa y tenías que acompañarlo hasta
la suya dónde ella siempre le esperaba, “dios, este hombre”, lo introducía en
ella y lo sentaba en un sillón mientras él emitía confusos sonidos de protesta.
¿Cómo era su vida? ¿Cómo era la vida de una mujer trabajadora que al amanecer
pasaban a recogerla para ir a trabajar, que se ocupaba de todas las labores del
ama de casa y que soportaba en ella a un borracho con toda su sordidez y
desdicha?. Así lo hizo hasta el último momento, a pesar de esa situación y del
cáncer que le iba corroyendo, o quizás por esa situación, por la necesidad de
ser el sustento de la casa, por la necesidad de huir, por unas horas, y poder
olvidarse de lo que le esperaba allí, si uno puede olvidarse de ello. Esa era
su vida desde hacía años.
El día de la boda estaba hecho un pincel, no era muy alto
pero la flamante chaqueta negra y la camisa blanca con la corbata gris plateado
le hacían parecer todo un señor a los ojos de ella, no muy agraciada, que se
sentía gozosa ante la visión de aquel joven esposo que le abría ante sí todo un
panorama lleno de felicidad. A menudo tuvo la tentación de culparse por las
razones que pudieran haberle llevado a la bebida, cómo aquel joven alegre y
comunicativo pudo convertirse con el tiempo en un deshecho humano. ¿Qué había
hecho mal? ¿Qué lo había empujado a ese pozo sin fondo? Ella rió con él sus
primeros tragos, aquellos que le hacían más dicharachero y ocurrente sin ser
consciente del monstruo que agazapado se le estaba avecinando, le reprendía
suavemente cuando le mentía acerca del número de vinos que llevaba en el cuerpo
o por la velocidad con la que lo ingería. Aumentó su inquietud cuando empezó a
beber por las mañanas necesitado de coger el punto adecuado para afrontar el
día y ya era angustia lo que sentía cuando fue consciente de que la bebida se
le había convertido en un hábito que realizaba en cualquier hora del día, un
hábito solitario y cruel del que era incapaz de desprenderse y del que no era
consciente, que aseguraba ser capaz de abandonar en cualquier momento pero que
se había convertido en su dueño, cuando se dio cuenta de que vivía para beber,
única y exclusivamente para beber, cuando vio que a su alrededor se iba
produciendo el vacío y se iban quedando solos. Fueron años de noches en vela
cuando él no llegaba, de desasosiego permanente cuando le veía beber mientras
se hundía más y más en la ciénaga del alcohol, de inquietud cuando le veía
salir por la puerta y de impaciencia cuando no llegaba, de tortura con las
voces y el trato de ese hombre al que no reconocía, que no tenía nada que ver
con aquel radiante joven con el que se había casado ni con aquel maduro soñado
al que había prometido amor eterno. ¿Dejó de quererlo alguna vez? Es difícil
definir con exactitud en qué consiste el amor, si hay un momento en el que se
trueca en simple responsabilidad a la que una permanece encadenada, si era amor
lo que la mantenía unida a él aunque hacía muchos años que dejó de ser la
amante que se enamoró de él para pasar a ser una simple cuidadora, si es amor
lo que te impulsa a aguantar los insultos de los momentos de borrachera, a
limpiar sus vomitonas, a llevarlo a rastras hacia la cama, a cuidar que en la
casa no hubiera ni gota de alcohol, a desnudarle en silencio cuando se orinaba
y farfullía unas protestas incomprensibles, a salir cada día a trabajar con el
corazón en un puño sabiendo que él deambulaba por la ciudad desde la mañana
temprano sometido al vértigo de la bebida. Si es amor lo que te lleva amarrada
a él en ese descenso permanente a los infiernos.
Aquella mañana, lo dejó encerrado en casa, dónde no era
posible que llegara a encontrar una sola gota de alcohol, llevaba una temporada
en la que había llegado a extremos desesperantes, un invierno especialmente
frío en el que todos sospechábamos que podía suponer el final de ese hombre,
tumbado en alguna esquina, escuchando pasar gente a su alrededor, hasta que se
fundiera en un sueño definitivo sin posibilidad de retorno. Es por eso que ella
marchó y lo dejó allí, cómo quizás ya había hecho otras veces, cómo quizás era
la única manera de que él estuviera a salvo y ella tranquila. Pero aquella
mañana él había decidido no encontrarse a salvo, había decidido la necesidad
urgente de un trago que le permitiera trasladarse a ese estado de inconsciencia
en el que era feliz, la necesidad imperiosa de salir. Aporreó la puerta, gritó,
insultó, necesitaba abrir aquel muro que le separaba de ese trago, sólo un
sorbo, por favor, huir de aquel encierro. En ese momento fue cuando se le
ocurrió la idea genial, la única salida que tenía expedita, la terraza. Recogió
las sabanas de su casa, las anudó torpemente, las ató a las barras de la
barandilla y las dejó caer hacia abajo. Desmañado se encaramó a la baranda, se
agarró a la hilera de sabanas que había construido e intentó bajar por ellas
hasta el suelo. Pero sus manos no resistieron, sus brazos gastados le
abandonaron y quedó convertido en un guiñapo mayor de lo que ya era rodeado de
un charco de sangre, expuesto a la mirada aterrada y curiosa de toda la
chiquillería.
Ella, por fin, había logrado el descanso merecido que nunca
se había atrevido a desear, pero también había perdido la razón de ser de su
existencia de tantos años, aquello que le había mortificado y también le había
dado sentido, aquel que había odiado y querido a la vez, aquel que habría
matado y se hubiera dejado matar por él. Quizás fue por eso por lo que se dejó
ir, se abandonó sin más al cáncer contra el que había combatido, al que había
mantenido a raya, al que no le permitía ni un solo zarpazo más que la
debilitara. Dijo aquí estoy, soy tuya y se la llevó dos días después,
precipitadamente, sin el tiempo que no quería para rehacer su vida, se la llevó
al cielo de los borrachos donde mujeres como ella hacen de ángeles.
Genial.
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