El día en el que
murió su mujer quedó aterrorizado pues estaba convencido que no sería capaz de
vivir sin ella, era consciente de que en las cosas de intendencia había sido un
cero a la izquierda, había sido ella la que la que resolvía todos y cada uno de
los problemas. Se sintió tremendamente asustado, una nulidad, el mundo se le
hundió bajo sus pies, entonces le hizo la promesa de tenerla siempre presente y
le rogó que por favor no le abandonara a su suerte.
Sus temores se
confirmaron, aunque él no era del todo consciente del grado en el que su
entorno se desmoronaba, cómo todo a su alrededor se ajaba y cómo él mismo se
iba deteriorando a pasos agigantados.
Llevaba el pijama
abrochado cojo cuando entró al aseo. Así lo había tenido toda la noche. Así lo
tenía desde hace semanas pues se limitaba cada noche a entrárselo por la cabeza
para evitar a sus torpes dedos el trabajo de andar uniendo botones y ojales.
Orina en el
váter y tira de la cadena. Coge el gastado cepillo de dientes y el vaso con
señales de cal en sus paredes. Le tiemblan las manos mientras se cepilla
torpemente la dentadura.
Salir de casa. La bata sobre el pijama, ten cuidado no te
resfríes, las zapatillas. El niño de todos los días vuelve a reírse. Arrastra
los pies. Coches, gente que va y viene. Alguien choca con él. Se tambalea. No
ha podido verle la cara. Se apoya en la pared. Ruido. Zumbido en los oídos.
Buenos días. No responde. Tropieza, está a punto de caer. Alguien le coge del
brazo. Levanta la vista. ¿Quién es? Sonríe.
El dependiente de la tienda de ultramarinos le recuerda a
su esposa. Que mujer tenía, como nos acordamos de ella. No había día que no nos
hiciera reír. Sonríe. Una barra de pan. ¿Cómo la de todos los días? Como la de
todos los días. Despliega la bolsa de tela que lleva y mete en ella el pan.
Paga y sale del establecimiento.
¿Te apetece comer? Saca del frigorífico una pequeña
cacerola desportillada y la coloca sobre la cocina de gas, en su interior lo
que debe de ser un puré de verduras. Enciende el fuego y lo remueve con
parsimonia. El ruido del borboteo de la comida. El alboroto de los niños de los
vecinos a través del patio interior. Una estrecha mesa de formica contra la
pared, se sienta frente a ella. Apoya la barra de pan contra su pecho y corta
un pedazo. El sonido de la aguja del reloj. Inclinado sobre el plato sopa el
puré. Bebe un poco de vino. Parte un trozo de chorizo. Mira hacia el frente,
hacia la pared, mientras mastica. El sonido de un claxon llega desde la calle.
Sentado frente a la televisión, la cabeza caída sobre el
pecho, duerme la siesta. En la pantalla una madre llora la marcha de casa de su
hija. Una mosca pasea por su cara. La luz del exterior dibuja pequeños
rectángulos sobre la pared. El péndulo del reloj oscila una y otra vez
acompañando la banda sonora de la escena. En el televisor una señora pregunta y
pregunta sin piedad. Tobias ronca. Sueña.
¿Te acuerdas? La tarde. Intenta deshacer el nudo de una
bolsa con magdalenas ya endurecidas. Calienta un poco de leche, agrega algo de
café soluble y moja en él una magdalena. Una gota de café con leche resbala por
su barbilla, se limpia con la manga del batín. El receptor continúa encendido
en el comedor, la cisterna le responde desde el cuarto de baño con su
permanente correr de agua. El teléfono calla en el pasillo. El zumbido de la
mosca transmite los mensajes de una habitación a otra.
Ella se impacienta. La cena. Calienta agua para una
infusón, prepara unas galletas. La mosca ha encontrado un banquete en la mancha
del brazo de un sofá. Campanadas. Espacio y tiempo para él solo, fundidos en
una sola dimensión. La eternidad. El instante. Apaga el televisor. Apaga la luz
del comedor. Orina. Apaga la luz del aseo. Apaga la luz del pasillo. Vuelve al
dormitorio. Se quita el batín y lo deposita sobre una descalzadora. Se
introduce en la cama. Buenas noches amor. Besa el rostro del cadaver momificado
de su esposa, apaga la luz y se echa a dormir.
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